El Acuerdo de Munich: dejando entrar al lobo en el gallinero

Gran Bretaña y Francia evaluaron la conducta a seguir. Temían que Hitler cumpliera su amenaza si se le negaba lo que pretendía y pensaban que si se le permitía ocupar pacíficamente la región de los Sudetes podrían evitar la guerra. Winston Churchill, en cambio, no pensaba igual: “la creencia de que estaremos seguros permitiéndole al lobo entrar en un pequeño Estado es un funesto error.” Pero Neville Chamberlain, el primer ministro británico, dejó clara su postura: “aunque Checoslovaquia, amenazada por un vecino grande y poderoso, goce de nuestra simpatía, no podemos exponer a una guerra a todo el imperio británico por defender su causa”. Chamberlain y el primer ministro francés Edouard Daladier (Francia se había comprometido por tratado a defender Checoslovaquia contra agresiones extranjeras) se reunieron en Munich con Hitler y con Benito Mussolini, quien había persuadido al Führer de que aceptara el encuentro. La reunión en Munich duró dos días y terminaron en un acuerdo que aceptaba casi al pie de la letra las demandas de Hitler. Checoslovaquia ni siquiera fue consultada. Mientras Chamberlain sostenía haber obtenido “una paz honrosa”, los hechos posteriores demostrarían su error. Menos de un año después, Alemania entraba en Checoslovaquia y desmembraba el país; luego, entraría en Polonia.

El Acuerdo de Munich fue la culminación de la política conciliadora seguida por Gran Bretaña y Francia entre 1933 y 1939, que incluía el criterio de reintegrar a Alemania –que había salido mal parada del Tratado de Versalles en 1919– a su lugar entre las naciones poderosas de Europa. Gran Bretaña y Francia confiaron sus acciones en ese sentido a la Sociedad de las Naciones y a la Conferencia de Ginebra sobre el desarme, cuyos poderes reales eran precarios. Británicos y franceses redujeron la fabricación de armamentos después de la Primera Guerra Mundial; Gran Bretaña cumplía parcialmente un programa de rearme a partir de 1938 y Francia confiaba en la Línea Maginot.

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De izq. a der.: Chamberlain, Daladier, Hitler, Mussolini, y Ciano fotografiados antes de firmar los Acuerdos de Múnich.

De izq. a der.: Chamberlain, Daladier, Hitler, Mussolini, y Ciano fotografiados antes de firmar los Acuerdos de Múnich.

 

Hitler se había retirado en 1933 de la Sociedad de las Naciones como protesta por el Tratado de Versalles y emprendería secretamente una reconstrucción de las fuerzas armadas en Alemania. En 1935 declaraba públicamente que se estaba rearmando y en 1936 ya las tropas alemanas ocupaban de nuevo la zona del Rhin que el Tratado de Versalles había desmilitarizado. Ante esto, las potencias occidentales apenas esbozaron una protesta, no muy enérgica.

Pero veamos cómo se fueron sucediendo los acontecimientos.

A fines de 1937, Hitler estableció ante sus consejeros políticos sus proyectos de expansión. El primer objetivo para Hitler sería integrar al Reich a Austria, luego a Checoslovaquia. Logrado esto, avanzaría hacia el este, invadiendo Polonia y luego adentrándose en Ucrania.

En Austria la población hablaba alemán y desde 1936 había un acuerdo que sostenía la independencia de ambos países, como había quedado expresado en el Tratado de Versalles. Sin embargo, en febrero de 1938 Hitler envió al canciller Kurt von Schuschnigg (gobernante de Austria por entonces) un ultimátum exigiendo que el nazi austríaco Arthur Seyss-Inquart asumiera el mando de las fuerzas de seguridad austríacas, que se amnistiara a los nazis y que el ejército austríaco se integrara a la Wehrmatch. A Adolf no le importaba nada, él metía presión y si no funcionaba usaba otros recursos: te invadía. Así lo leyó von Schuschnigg, que se la vio venir; amagó una protesta pero dimitió. Seyss-Inquart, en una jugada casi teatral, pidió a Hitler que “entrara” en Austria “para sofocar disturbios e insurrecciones”. Hitler no se hizo rogar y entró en Austria el 12 de marzo de 1938, quedando consagrada la “Anschluss” (unión, anexión). Gran Bretaña y Francia tomaron ese primer “aviso” de Hitler como un “asunto de familia” entre alemanes y austríacos (ya le tenían pavor a Hitler y ni por asomo querían otra guerra).

Logrado su primer objetivo, Hitler fue por el segundo: la ocupación de Checoslovaquia. En Checoslovaquia había muchas etnias: diez millones de checos y eslovacos, tres millones de alemanes, un millón de húngaros, quinientos mil rutenos, ochenta mil polacos. Una ensalada. De los grupos minoritarios, los más inquietos eran los alemanes, que habitaban en la región de los Sudetes (noroeste del país, frontera con Alemania). Estos fueron el pretexto ideal para que Hitler se metiera en los asuntos checos y reclamara ese territorio.

Hitler alentó a los habitantes germanos de los Sudetes, que formaron el Partido Alemán de los Sudetes (SDP), de carácter extremista, que reivindicaba la autonomía para la región (ja). El dirigente del SDP, Konrad Henlein, fue instigado por el mismo Führer a mostrarse intransigente ante el gobierno checo. Henlein exigió a Edvard Benes, presidente checo, el reconocimiento de los Sudetes como región alemana autónoma. Benes rechazó la demanda en una reunión celebrada en Carlsbad (hoy Karlovy Vary). Hitler, que preveía esa negativa, ya había ordenado a su jefe de estado mayor Wilhelm Keitel que preparara la invasión a Checoslovaquia. Mientras, Gran Bretaña y Francia, que ignoraban esto, instaban a los checos a aceptar las demandas del SDP (o sea, las demandas de Hitler). El clima en los Sudetes se calentó y permanentemente había trifulcas en la zona entre checos y alemanes, mientras las tropas de Hitler se iban estacionando cerca de la frontera. Benes, a su vez, movilizó tropas hacia allá también. La URSS, Gran Bretaña y Francia avisaron a Hitler que estaban dispuestos a defender Checoslovaquia y a su vez pedían a Benes que no interrumpiera las conversaciones con el SDP. Gran Bretaña envió una misión comandada por Lord Walter Runciman a Checoslovaquia para mediar y aconsejar en el conflicto. La misión no conocía bien la política de Europa central y menos aún la realidad de las minorías en Checoslovaquia, pero presionó a Benes para que hiciera concesiones al SDP. Henlein (el jefe del SDP), instigado por Hitler, pidió que quedaran sin efecto los tratados entre Gran Bretaña, Francia, URSS y Checoslovaquia, para empezar. Ya era como mucho, pero Benes aceptó. Y la verdad es que ni Henlein ni Hitler (mucho menos) esperaban eso, ya que dejaba a Hitler sin pretexto para lo que realmente quería: ocupar no sólo los Sudetes, sino toda Checoslovaquia. Hitler instruyó a Henlein para que planteara más demandas, esperando de una vez por todas una negativa; mientras tanto, Hitler discurseaba oficialmente y en público que Benes era el culpable de la crisis. El efecto del enojo impostado de Hitler llegó a los Sudetes, empezaron los choques armados entre checos y alemanes en la frontera, se estableció la ley marcial en Praga, en resumen: la espiral violenta de siempre. Henlein y los dirigentes del SDP huyeron a Alemania y fueron presentados como víctimas y héroes independentistas. Nada nuevo.

Los gobiernos británico y francés conferenciaron y Chamberlain se encontró con Hitler en Berchtsgaden (Alemania), sin resultados; Hitler reiteró su reclamo sobre los Sudetes y amenazó con la guerra. De regreso, Chamberlain se reunió con su colega Daladier y deciden pedirle al gobierno checo que bueno, que en todo caso hiciera un referéndum a ver qué opinaban los habitantes de los Sudetes. Benes no estuvo de acuerdo, por lo cual Gran Bretaña y Francia informaron oficialmente a Benes que entonces ellos no se sentían obligados a defender Checoslovaquia ante Hitler. Ante esta presión, Benes finalmente aceptó. “No tenía opción, porque nos dejaban solos”. Chamberlain se reunió con Hitler de nuevo, esta vez en Bad Godesberg (Alemania) para informarle oficialmente que Benes aceptaba ceder los Sudetes siempre que se garantizara la integridad del resto de Checoslovaquia. Pero Hitler rechazó eso; finalmente tuvo que sacarse la careta y poner sobre el tapete sus intenciones originales, y expresó que sus tropas ocuparían no sólo la zona en conflicto sino Moravia y Bohemia. El 23 de septiembre Hitler pronunció un violento discurso atacando una vez más a Benes y amenazando con una invasión inmediata: “…es la última reivindicación territorial que he de hacer en Europa…”, dijo. Ja.

Chamberlain, acorralado, comunicaba a los británicos que su gobierno no estaba preparado para comenzar una guerra en defensa de Checoslovaquia. Y se decide entonces concurrir, junto con su colega francés Dadalier, a Munich, a la mencionada reunión con el Führer e Il Duce. Era la última oportunidad. Ni Checoslovaquia ni la URSS fueron invitadas a la conferencia de Munich. Las conversaciones empezaron el 29 de septiembre al mediodía y se llegó a un “acuerdo” (es un decir) al día siguiente.

En el acuerdo de Munich estipulaba la inmediata ocupación alemana de los Sudetes y se exigía un referéndum para fijar las nuevas zonas susceptibles de ser anexadas por Alemania. El Führer obtenía 29.000 km2 de territorio y 3.600.000 nuevos ciudadanos sin disparar un solo tiro. Los británicos recibieron con satisfacción los resultados del acuerdo. No querían más guerras, y Checoslovaquia estaba lejos. Winston Churchill, en cambio, se lamentaba: “Francia e Inglaterra son víctimas de una catástrofe de primera magnitud”.

Durante los meses siguientes, Hitler siguió empeñado en apoderarse del resto de Checoslovaquia. El 5 de octubre de 1938 el presidente Edvard Benes dimitió y se fue al exilio. Su sucesor, Emil Hacha, luchó sin éxito por mantener la integridad del país, pero no lo logró. En marzo de 1939, Eslovaquia y Rutenia, instigadas primero y presionadas después por Hitler, se declararon independientes de Praga. Hitler impuso un protectorado sobre Bohemia y Moravia, la Wehrmatch ocupó Praga y el Führer anunció triunfalmente “Checoslovaquia ha dejado de existir”.

Después, en septiembre de 1939, vendría la invasión a Polonia.

Y la Segunda Guerra Mundial.

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