Periodista y militar. Había nacido en Santiago de Chile, el 17 de abril de 1815, y en su partida de bautismo figura como hijo de don Domingo Castro y Calvo, minero y hombre de negocios chileno, y de doña Benita Martínez Pastoriza. Apenas corrido el tiempo, Sarmiento partió de la tierra transandina para viajar a Europa y los Estados Unidos. Regresó a principios de 1848, y tres meses después, el 19 de mayo, contrajo matrimonio con su comprovinciana Benita – madre de aquél – viuda desde hacía escasamente un año. De ahí en más, el pequeño cambió su apellido por el de su padre adoptivo (hasta la inicial del segundo nombre – Fidel – hacía perfecta la identidad de la firma), que le fue nombrado tutor, a fin de que no se enfriasen los afectos de la nueva familia; por el derecho de madre era argentino. Vivieron en una quinta de Yungay, en los arrabales de Santiago. En ese ambiente hogareño, Sarmiento quiso unir a los nuevos afectos los más antiguos, por lo que llamó junto a sí a su madre doña Paula, y a su hija Faustina. En el sereno rincón de Yungay, creció Dominguito bajo la constante guía de su tutor, que volcó en él todas sus ideas en punto a educación e instrucción infantil. Como el niño demostró una real precocidad, al punto de garabatear su apellido en forma aceptable cuando contaba poco más de tres años de edad, Sarmiento lo inició en la gramática y en la ortografía, en la lectura y en la escritura, según el sistema que propuso desde las páginas de su libro Educación Popular. Siguiendo las instrucciones de su padre, Dominguito aprendió a escribir sin valerse de haches ni de letras mudas, contra lo preceptuado por Andrés Bello, pero haciéndolo conmover de gusto. Mientras lo vigila, Dominguito escribe: “La cocina de casa no ace humo… ¡Como se conoce qe ese camote cocido no qema la boca!”.
A medida que transcurre el tiempo, creaba anécdotas con sus dichos graciosos, sus correrías e inesperadas actitudes. Ayer montó a caballo por primera vez; mañana desconcertará al coronel Paunero, haciéndole notar que esas dos líneas que se cortan se llaman perpendiculares… Mientras el niño hace o dice, Sarmiento va anotando todo esto en su corazón y en su memoria, para volcarlo un día – por entonces no intuye siquiera que lo hará – en esas páginas que llevan por título, precisamente La Vida de Dominguito. A fines de 1851, Sarmiento dejó la paz de Yungay para marchar a Buenos Aires, alineándose junto a los que participaron en la batalla de Caseros. Pero luego regresó a Chile, por no estar de acuerdo con las ideas de Urquiza. El 12 de enero, viajó a Mendoza a lomo de mula, con su mujer e hijo de nueve años. Apenas unos días permanecieron en el país. Acusado Sarmiento de conspirar contra la causa de la Confederación, resolvió regresar a Chile, volviendo a Yungay. Poco después, viajó otra vez a esta capital en 1855. Dos años más tarde, aquí se le reunieron Benita y Dominguito, mientras doña Paula se trasladará a San Juan, donde morirá, y Faustina, ya esposa del impresor Belín atendía su hogar en Valparaíso. Dominguito se adaptó prontamente a la vida bonaerense. Cursó estudios en el Seminario Conciliar, en el Colegio Inglés, y luego pasó a la Universidad. Contrajo numerosas amistades, entre ellas, una que será quizá la más entrañable de su breve existencia, con Bartolito Mitre, hijo de quien por entonces compartía con Sarmiento luchas y afanes. Sin embargo, mostró perfiles de voluntad similares a los de su gran mentor, y cuando Mitre en 1961, dio una batalla contra Urquiza en Pavón, Dominguito se trasladó hasta el escenario para ver por sí el lugar de la lucha y describírselo a su padre, descripción que según Vélez Sarsfield resultó “más pintoresca y sentida que las que habían publicado los diarios”. Mientras Mitre gobernaba la República desde Buenos Aires, Sarmiento Marchó a San Juan para asumir la gobernación, en 1862. Dominguito se incorporó a las fuerzas de la provincia en calidad de ayudante en el cuerpo escolta llamado “Guías”, organizado por el comandante Giuffra, y asistió a la campaña del año siguiente contra el Chacho. Hasta allí llegó poco después Dominguito, que dejó temporariamente sus estudios universitarios, y se presentó ante su padre luciendo un vistoso uniforme militar elegantísimo y completo que se había mandado hacer con el sastre de moda. No pasó mucho tiempo sin que también aparezca Bartolito, con lo que una vez más se daba razón al mote de “hermanos siameses” que entre sí se adjudicaban. Participaron de correrías, de banquetes y de bailes, y el hijo del gobernador hasta se sintió capaz de castigar con unas horas de calabozo a quien pretendía ser su rival en un lance amoroso. Luego Dominguito debió hablar con su padre sobre la situación familiar y tomar una decisión. Los celos de su madre se habían agudizado, por sospechas y cartas extraviadas o no, donde Sarmiento aparecía escribiéndole a una viejecita, cuando en verdad, se trataba de una hermosa dama que le interesaba. Sarmiento en los primeros días, confiado en una solución favorable, le escribió a Mitre diciéndole: “Creo que nos arreglaremos”. Pero él ni su esposa cedieron lo necesario, y poco después escribió por allí, para sí mismo desesperado: “¡Pierdo un hijo!”. Entre la intolerancia de ambas partes, el joven optó por la madre. Tal vez porque vivía con ella en Buenos Aires, y la consideraba la parte más débil y necesitada de apoyo. Esto fue el golpe final en ese drama de desgracias sucesivas, y él nos lo cuenta en su libro sobre Dominguito, a quien no verá más. Retornó de inmediato a Buenos Aires con Domingo de Oro para reunirse con su madre, cuya separación conyugal será definitiva. Tenía poco más de dieciocho años, cuando reanudó sus accidentados estudios universitarios, alentado por Avellaneda, empeñado en hacerle profundizar el latín, y por Rawson y Mitre, quien lo consideraba otro de sus hijos.
Mientras tanto, Sarmiento cruzó la cordillera en viaje al Norte, para ser ministro argentino en los Estados Unidos, acompañándolo Bartolito Mitre como secretario. Los últimos años de su vida fugaz, el muchacho los vivió intensamente. Fue empleado, corrector de pruebas y estudiante a la vez. Con Eduardo Wilde fundó el “Club de Estudiantes” cuya presidencia ejerció, y apoyó con discursos públicos la candidatura legislativa de Nicolás Avellaneda. Su posición le abrió las columnas del “Correo de Comercio”, editado por José María Cantilo, en cuyas páginas dio a conocer sus primeros trabajos. Allí publicó un estudio biográfico y crítico del poeta mendocino Juan Gualberto Godoy, en el que patentizó el amor por el arte fecundo y expresó elevados conceptos filosóficos. En 1864, a los 19 años, pronunció una conferencia en el Liceo Histórico sobre el drama de Ventura de la Vega, La muerte de César, disertación también inserta en el “Correo del Domingo”. En plena juventud, Dominguito se vio dueño de un estilo directo, que le permitió expresar un pensamiento claro y firme. También heredó de Sarmiento, su admiración por las instituciones de los Estados Unidos, lo que se reflejó en una conferencia sobre la democracia en nuestro país, pronunciada en el “Club de Estudiantes”, y en una traducción en colaboración con Lucio V. Mansilla, del libro París en América, de Edouard Laboulaye. Creyó éste que se trataba del autor del Facundo, y de ellos nació una amistad entrañable entre ambos. Pero en 1865, estalló la guerra con el Paraguay, y Dominguito consiguió sentar plaza como capitán en el batallón 12 de línea, que comandaba su amigo, el coronel Mansilla. Llegado al escenario de la guerra actuó con decisión y arrojo en numerosos encuentros de la dura campaña, conquistando tres honrosas condecoraciones. Dos veces volvió a Buenos Aires en comisión de servicio y a convalecer de una enfermedad. Para llenar los largos días de inacción en el campamento, estudió y escribió crónicas para los diarios de Montevideo y de Buenos Aires, criticando la lentitud con que se desarrollaba la guerra. Los días sin combate lo desesperaban, y es entonces, cuando con tono de reclamo le preguntó a su amigo Mansilla: “¿Y esto es pelear?”. La respuesta, por lacónica, no deja lugar a dudas sobre que es la guerra librada en la región chaqueña: “Si quieres más, tienes que leerlo en la mitología”. Desde el Paraguay, le dice a su amigo Bartolo radicado en Estados Unidos: “Tengo un anhelo: que te halles en Buenos Aires dentro de poco, para que me acompañes en mi gozo el día que reciba las borlas de doctor y las charreteras de sargento mayor”. El 17 de septiembre de 1866, recibió Dominguito un regalo que desde la capital le envió a su madre: era un librito en blanco, para que anotase las impresiones de la campaña. Lo guardó en uno de los bolsillos de su blusa, y en él fue anotando sus pensamientos como en un continuado diálogo con su madre.
Pocas horas antes de morir, todavía soñaba con los tiempos por venir, y allí estampó en la víspera este mensaje para doña Benita: “… Más si lo que tengo por presentimientos son ilusiones destinadas a desvanecerse ante la metralla de Curupaytí o de Humaitá, no sientas mi pérdida hasta el punto de sucumbir bajo la pesadumbre del dolor…”. El 22 de septiembre avanzó al frente de sus soldados, y en Curupaytí se lo vio en lo más reñido del asalto, hasta que cayó herido a cincuenta metros de las trincheras paraguayas. Unos soldados lo rescataron, trasladándolo sobre una manta primero, y sobre unas precarias angarillas, después. Un casco de bomba le había cortado el tendón de Aquiles. Herido mortalmente fue llevado casi una legua hasta el Cuartel general. La sangre derramada hizo inútiles los esfuerzos para salvarlo, cuando apenas contaba 21 años de edad. Su padre recibió la noticia apesadumbrado en la Legación Argentina, en Washington. Desde esa capital, el desolado sanjuanino le escribió a su amigo, el presidente Mitre: “Había vivido en él, mientras que ahora no sé a dónde arrojar este pedazo de vida que me queda, pues ni aquí ni allá sé qué hacer con ella”. El 23 de noviembre de 1866 se realizó en la Catedral de Buenos Aires su funeral. El catafalco instalado en la nave principal fue concebido y realizado por Elías Duteil. Monseñor Aneiros creó esta inscripción para dicho catafalco: “Domingo Fidel Sarmiento – et litteris et armis conspicuo collogae bonaerense posuerimt”.
En su correspondencia con Mary Mann, también aparece con frecuencia el recuerdo de Dominguito. Sarmiento le regala la imagen del hijo: “Le envío el retrato de mi malogrado Dominguito: Esa era su noble cabeza, esos sus ojos, ya pensativos…”. Le cuenta el recibimiento que han tenido en Buenos Aires los restos del joven capitán. “Ha sido un duelo para la ciudad. Era el ídolo de todos. Una esperanza para la Patria. Para mí era todo y una muestra de lo que puede la educación… No sé si le he dicho que pienso escribir su biografía, con sus escritos y los discursos (ya los tengo todos), y publicarla en edición de lujo con su retrato…”. Palabras semejantes le escribió a Juana Manso. Y puesto en la tarea comenzó a redactar sus recuerdos de la infancia y la educación de Dominguito. Después esos apuntes se transpapelaron, y cuando emprendió la redacción de la biografía, veinte años después al publicarla en folletín en “El Censor”, el 17 de junio de 1886, no los tuvo a mano, pero pudo repetirla a veces casi textualmente. Así, puede decirse que La Vida de Dominguito, fue escrita dos veces por Sarmiento. Al recopilar sus Obras Completas, su nieto Augusto Belín Sarmiento, encontró los papeles perdidos y los incluyó, en gran parte, como apéndice de la biografía. Para esa labor debió Sarmiento reunir a los amigos del joven desaparecido, a los que invitó a aportar sus recuerdos, y aun a colaborar en su libro, añadiéndole capítulos. Santiago Estrada escribió sobre las andanzas estudiantiles y literarias; Lucio V. Mansilla evocó sus andanzas militares, y la misma madre colaboró a pedido de Sarmiento, enviándole algunos recuerdos del hijo acompañados de una carta muy sentida y digna. Lo evoca así: “Solo yo, que era su madre, su amiga, estaba en lo más íntimo de su alma, pues todas sus impresiones las depositaba en mí, aunque sabía que lo que no fuese justo había de reprochárselo”. En el diario “El Censor” apareció esa Vida… en forma de folletín, en 1886, y el libro lo publicó Sarmiento en el mismo año. Martínez Estrada llega a aludir, la “ternura paternal, casi maternal” que sobrecoge al autor en La Vida de Dominguito en el trance de evocar a su hijo caído en Curupaytí. Ante ese sentimentalismo tan llamativo, cabe alguna duda de que era hijo carnal y no adoptivo, porque le sobraba calidad de “varón” al sanjuanino. Al respecto preocupa sobre todo la enigmática carta que le envió a su amigo don José Posse donde le pregunta por el embarazo de su comprovinciana Benita después de haberse casado con el chileno. En el cementerio de la Recoleta se encuentran depositados sus restos junto a su padre adoptivo bajo la imagen de una columna corintia tronchada a media asta. Un busto de mármol, obra del escultor G. Lombardi realizado en Roma, en 1871, y una corona de laureles de metal plateado que cubrieron sus restos fueron donados al Museo Histórico Nacional.