Descenso al infierno de Leningrado

Valentina Rothmann, de 12 años, descubrió horrorizada que a muchos de los cadáveres que acarreaba les habían cortado las nalgas. Eso no fue nada comparado con la experiencia de otra joven, Vera Rogova, a la que persiguió un caníbal con ojos extraviados de hambre y un hacha. Maria Ivanovna se sorprendió al ver que, en medio de la carestía, unos inquilinos cocinaban carne; le dijeron que era cordero pero al levantar la tapa de la olla entre el caldo asomó una mano humana.

Parecen cuentos de terror. Sin embargo, son experiencias reales vividas durante el sitio de Leningrado, conocido como el de los 900 días (en puridad 872), uno de los peores asedios que recuerda la historia y en el que el frío -hasta 40 grados bajo cero- y el hambre se sumaron a la guerra y la oscuridad para configurar un cuadro de penalidad y espanto apocalíptico. Nadie sabe cuánta gente murió. Las autoridades reconocieron más de 600.000 ciudadanos muertos, pero otras cifras superan 1.200.000. En un libro recién aparecido que constituye un verdadero descenso a los infiernos (El sitio de Leningrado, 1941-1944, Crítica), aunque también un asombroso testimonio de la capacidad de supervivencia del ser humano y un conmovedor canto a la esperanza, el historiador británico Michael Jones, de la Universidad de Bristol, revive extraordinariamente aquel asedio -en buena parte a través del relato directo de los supervivientes y sus diarios- y ofrece datos nuevos que revelan toda la crudeza de un episodio de la II Guerra Mundial que fue manipulado por la historia oficial soviética y que desde hace tiempo sufría el olvido historiográfico.

Jones ha revisado al alza, por ejemplo, la escala en que se practicó el canibalismo. “La Unión Soviética suprimió deliberadamente toda la información sobre el particular. Archivos de la policía secreta que han salido recientemente a la luz muestran que más de 1.400 personas fueron arrestadas acusadas de canibalismo y más de 300 ejecutadas”, explicó Jones a este diario. “Las cifras reales son sin duda mucho más altas. Durante el peor periodo del asedio, a finales de enero del 42 y principios de febrero, distritos enteros de Leningrado fueron invadidos por caníbales”. El autor señala que había bandas organizadas, que un grupo de 20 caníbales se dedicaba a interceptar a los correos militares (para comérselos) y que en un lugar de la calle de Zelenaya donde se vendían patatas se pedía al comprador que mirara donde se guardaban y cuando éste se agachaba le golpeaban con el hacha en la nuca: una escena macabra que combina a Raskolnikov con Hannibal Lecter. La NKVD advirtió de que en los mercados se vendía carne humana. “Cruzar la ciudad era peligroso, y costaba confiar en los demás”, recordaba una superviviente, que señalaba que se veían cadáveres mutilados por todas partes. A las mujeres les cortaban especialmente los pechos.

La extensión del canibalismo da la medida de la desesperación que provocó la carestía de alimentos. La gente se desmoronaba de hambre. La vida se redujo a tratar de encontrar comida. “El horror de lo que se vivió en Leningrado es casi inimaginable”, dice Jones. La gente comía hierba, cola de carpintero, hervía el papel de las paredes, los cinturones de cuero, ¡los libros…! La “cocina de asedio” reveló una imaginación que ríete tú de El Bulli. “Se cambia gato por pegamento”, rezaba un cartel. Llegó un momento en que morían 3.000 personas al día de inanición, luego 15.000, 25.000… Nadie tenía fuerzas para enterrarlos. Una madre sólo pudo arrastrar a su hijo muerto hasta el alféizar y allí lo dejó. Faltaba tanta gente que una obra de teatro sobre los tres mosqueteros se montó sólo con dos, y no es broma. Hubo epidemias de disentería, de tifus.

Los alemanes, y ésta es otra de las aportaciones de Jones, no querían meramente tomar la ciudad -Petersburgo, como la llamaba Hitler-. “El objetivo de los nazis era sellar la ciudad y matar de inanición a toda la población civil, dos millones y medio de personas. Incluidos medio millón de niños”, recalca el historiador. “Esta decisión estaba motivada por el odio ideológico y racial. Y a ella se aplicaron con rigor casi científico. Los alemanes no hubieran aceptado ni siquiera la rendición incondicional de Leningrado”.

El libro analiza meticulosamente la vertiente militar del asedio -la llegada de los ejércitos alemanes con la punta de lanza de los panzer de Manstein; la incompetencia criminal de los mandos soviéticos hasta el nombramiento de Govorov, el héroe de la ciudad sitiada; los intentos desesperados de romper el cerco; la lucha en la cabeza de puente Nevsky, en las orillas del Neva, donde cientos de miles de soldados rusos murieron peleando y donde aún hoy, apunta Jones, afloran sus restos-. Pero es mucho más que un libro de guerra.

“A diferencia de Stalingrado, batalla en toda regla, Leningrado, asedio estático, es en su corazón una tragedia sobre civiles, en buena parte mujeres y niños”, recuerda el historiador. “Y por eso la historia resulta a menudo insoportablemente dolorosa. Escenas como la de los bracitos desmembrados colgando de los cables telegráficos cuando los cazas alemanes ametrallaron despiadadamente el convoy de niños evacuados… Es más que un estudio de guerra, es una narración de sadismo, de deliberada crueldad a escala de masas, y eso lo hace muy duro”.

La gente sacó su lado peor, pero también el mejor. Pasaron cosas extraordinarias: se interpretó durante el asedio, tras lanzar la partitura desde un avión, la Séptima sinfonía de Shostakóvich, que había empezado a componerla en la ciudad antes de que lo evacuaran. Los músicos apenas podían tocar, por la debilidad, pero lograron unir a los ciudadanos en una retransmisión épica, de desafío a los nazis y al destino.

El espíritu indómito y la voluntad de seguir siendo humanos de los ciudadanos de Leningrado resultan, dice Jones, profundamente conmovedores. “La supervivencia del amor, del sacrificio y el altruismo en esas condiciones de horror es un hecho asombroso. La bondad, como el espanto y la abyección, también prosperó”.

Otra evidencia nueva es que Stalin desconfiaba profundamente de la ciudad, por la tradición librepensadora de Leningrado y su independencia intelectual. Durante el asedio, la población tuvo que sufrir también un incremento de la represión.

Cómo pudo aguantar la gente todo aquello es un misterio. “Subestimaron nuestra voraz hambre de vivir”, escribió una superviviente. “En circunstancias desesperadas, algunos degeneraron”, observa Jones, “pero otros encontraron la fuerza para alzarse e incluso ayudar a sus semejantes. Ése es el mensaje de esperanza de Leningrado”.

Artículo anterior
Artículo siguiente
Ultimos Artículos

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

TE PUEDE INTERESAR

    SUSCRIBITE AL
    NEWSLETTER