El Brasil contemporáneo, que con alguna pequeña alteración, mantiene el mismo territorio desde el siglo XVIII, tenía su frontera, en la mayoría de las decenas de miles de kilómetros que componen la misma, protegida o dificultada (según quién lo quisiera ver) por selvas impenetrables, ríos caudalosos y algún otro accidente geográfico. Sumado a los rigores climáticos. Excepto por el tramo final sur-occidental de la interminable línea demarcatoria del coloso sudamericano. Allí la cosa parecía más bien como una buena carretera verde. Al final de la cual se encontraba una de las dos hojas de la puerta de entrada a la quinta cuenca fluvial más extensa del planeta: la Cuenca del Plata. En una época en la cual aviones y camiones eran inimaginables. Y eso explica mucho de lo sucedido en el territorio que separaba las colonias del reino portugués de las del reino español, tanto como separaba a los lusitanos de su vieja ambición: el ansiado acceso al agua dulce que penetraba hasta el corazón sudamericano. La zona en cuestión se encontraba dividida entre las Misiones y la Banda, Orientales ambas.
Por lo cual el choque era solamente cuestión de tiempo.
Durante el siglo XVII la Compañía de Jesús, importante orden religiosa de la Iglesia Católica, llega al área desde el oeste. A territorios jurisdiccionalmente españoles. En el marco de su misión evangelizadora de los habitantes originales de la zona, fundamentalmente guaraníes aunque también incluyeron guaycurúes y alguna otra etnia. De allí el nombre con el que se reconoció al territorio: Misiones. Para ello los religiosos fundan lo que se conocería como Los siete pueblos misioneros: San Francisco de Borja, San Nicolás, San Luis Gonzaga, San Lorenzo Mártir, San Miguel de las Misiones, San Juan Bautista y Santo Ángel Guardián de las Misiones. Eran reducciones, es decir, pueblos autosuficientes conformados por viviendas para los pobladores, iglesia, cabildo, calabozos, escuela, depósitos y talleres para la enseñanza y realización de distintas artes y oficios, así como sembradíos y estancias pecuarias.
Muy poco tiempo después, por el oriente, comienzan a aparecer los que se transformarían en los máximos enemigos de los jesuitas: los bandeirantes. Suerte de aventureros, exploradores y avanzada paramilitar de la conquista portuguesa. Organizados en grandes partidas (bandeiras), que básicamente se dedicaban a destruir lo que con gran esfuerzo la Compañía de Jesús se dedicaba a construir. Pues su negocio principal era la captura de indios. Para su venta como mano de obra esclava.
Entre los siglos XVII y XVIII las Misiones Orientales se transforman en un botín que pasa de manos entre españoles y portugueses, al ritmo que imponían los tratados que se firmaban en el Viejo Mundo. Tratados que saldaban guerras, desacuerdos, uniones de casas reales o desaparición abrupta de alguna de ellas. Básicamente entre cuatro países europeos: España, Portugal, Gran Bretaña y Francia. Provocando el consiguiente terremoto en las lejanas colonias americanas. Y es así que en 1750 se firma el Tratado de Madrid, por el cual las Misiones Orientales pasan a manos portuguesas. Ello desencadena una rebelión de los guaraníes que se salda con la Guerra Guaranítica, donde tropas españolas y portuguesas reprimen sangrientamente a los nativos. Pero en 1777, el Tratado de San Ildefonso ordena que las Misiones Orientales retornen a jurisdicción española. Sin embargo, el territorio languidece luego de la expulsión de la Compañía de Jesús de todos los dominios españoles. Sumado a que jamás se llegó a un acuerdo fehaciente sobre los límites entre las distintas colonias.
De pronto se aparece el siglo XIX. Y en su flamante primer año, 1801, la historia da la vuelta de tuerca final para la zona. Una brevísima guerra entre España y Portugal, acicateada por Francia, llamada la Guerra de la Naranjas. Favorable a España, en Europa. Pero en el cono sur, un grupo de milicianos portugueses apoyado por grupos de guaraníes, toman las Misiones Orientales, ante la desidia española. Y así quedarían, luego heredadas por Brasil, hasta nuestros días. Excepto por dos pequeños intervalos. En ambos casos el contendiente no sería español, sino criollo.
Año 1807. La situación comienza a descontrolarse paulatinamente. Napoleón, convertido en emperador de Francia, y un especialista en la desestabilización de la península Ibérica, vuelve a declararle la guerra a Portugal. Y nuevamente pide ayuda a su supuesto aliado, España. Solicitándole permiso para que su ejército atraviese el territorio español y así poder atacar a los portugueses. Y vuelve a engañar al hispánico país. Invadiéndolo y conquistándolo, excepto por la ciudad de Cádiz, que resistió desesperadamente.
Como consecuencia, sucedieron dos cosas: al sentir a los franceses cerca, la corte real portuguesa y su administración en pleno, huyen precipitadamente al Brasil, poniendo un océano de por medio. Sin el más mínimo atisbo de resistencia. Dejando en la estacada al pueblo portugués entero. Pero, al instalarse en la más amable Río de Janeiro, luego de una monstruosa, inimaginable mudanza, empoderan notoriamente al gigante sudamericano. Mientras tanto, España había sucumbido a los galos. En el único punto de su mapa que permanecía soberano, la ciudad de Cádiz, comienza a funcionar el Consejo de Regencia. Intentando, cueste lo que cueste, mantener el control sobre las colonias. Por supuesto que en América, el Consejo de Regencia no tuvo legitimidad alguna, lo cual prendió la mecha del estallido libertario. Debilitando la posición española, en simultáneo al empoderamiento portugués.
Año 1810. Estalla la revolución en las colonias españolas. Entre ellas, en el Río de la Plata. Los españoles son rápidamente encerrados tras las murallas de la ciudad de Montevideo, en 1811. Los portugueses comienzan a inquietarse, al tiempo que se les abría el apetito. Inquietud, debido a que temían que la revolución libertadora y su anarquía se propagara por Río Grande do Sul, las Misiones Orientales y territorios adyacentes. El apetito se debía a que el río se revolvía, y a río revuelto… renacen las esperanzas portuguesas de pescar las costas del Río de la Plata y la margen oriental del río Uruguay. Se suceden una invasión a la Banda Oriental en 1811, a desesperado pedido del virrey español Francisco de Elío y poco tiempo después, una retirada muy a regañadientes.
Hasta que llega el momento. Año 1815. Luego de la expulsión de los españoles, el caudillo oriental José Gervasio Artigas derrota a Buenos Aires y se apodera de la Banda Oriental. Fronteriza con el Brasil. Y desde su campamento base, Purificación del Hervidero, sobre el río Uruguay, en el actual departamento uruguayo de Paysandú, comienza a consolidar su proyecto de una Liga Federal. Que incluye la Banda Oriental y las actuales provincias argentinas de Entre Ríos, Corrientes, Misiones, Santa Fe, influenciando a Córdoba. Era cuestión de tiempo para que Río Grande do Sul se incendiara; chamuscando, probablemente, a Santa Catarina, Mato Grosso do Sul y Paraná. Preocupación sí, pero para los portugueses también excusa perfecta para una invasión a la Banda Oriental y de este modo, la obtención del acceso al Río de la Plata y el tramo final del río Uruguay.
La invasión se desata en 1816, al mando de Carlos Federico Lecor. Dos divisiones penetran por el sur de la Banda Oriental. Mientras que una tercera se desplaza a las Misiones Orientales para reforzar la menguada guarnición allí existente. La gigantesca reserva espera órdenes en Río Grande do Sul.
José Artigas planea una ingeniosa defensa del territorio. Dos divisiones al sur del río Negro, al mando de Fernando Otorgués y Frutos Rivera. Con órdenes de dificultar el progreso de un ejército extraordinariamente superior. Pero la clave de la estrategia defensiva era un contragolpe. Intentando llevar la guerra a territorio brasileño, en su retaguardia. El propio Artigas, al mando del principal cuerpo de ejército oriental, pretende invadir tierras brasileras partiendo de entre los ríos Negro y Cuareim. Pero la clave del plan residía en Andrés Guazurarí, también conocido como Andresito o Andrés Artigas. Singular personaje, de familia guaraní, presumiblemente oriundo de San Francisco de Borja. Hombre muy cercano a José Artigas, ahijado suyo. Fue el oficial al mando del contraataque a los brasileños, en su territorio natal. Sus órdenes: invadir las Misiones Orientales y contactar con la división de Artigas. Para continuar incendiando el territorio gaúcho. Intentando descomprimir a la Banda Oriental. Con mucha eficacia conquista una buena parte de territorio misionero.
Una consideración al margen: por algún motivo las Misiones Orientales demostraron ser un territorio perfecto para conquistar rápidamente, con bajas mínimas. Casi como un excelente campo de entrenamiento para una blitzkrieg. Excepto por la Guerra Guaranítica, (excepción que confirma la regla).
Andrés Guazurarí luego de sitiar su pueblo natal, San Francisco de Borja, durante trece días, y al momento de dar la orden del asalto final, es atacado en su retaguardia por una división al mando de José de Abreu. Guazurarí intentaría un último y desesperado ataque a su tierra en 1819, pero sería capturado y enviado a la terrible prisión de la Ilha das Cobras, en Río de Janeiro. La resistencia artiguista sería finalmente aplastada a principios de 1820.
Una tensa tranquilidad se adueña nuevamente de las Misiones Orientales.
Que se hace añicos una década después. Año 1828. Otra coyuntura. La Banda Oriental convertida en la Provincia Cisplatina, perteneciente al Imperio del Brasil. En abril de 1825 desembarca en suelo oriental, cruzando el río Uruguay desde la costa de Buenos Aires, un grupo comando de patriotas al mando de Juan Antonio Lavalleja. Con la misión de alzar a la población en contra del dominio brasileño. La tierra se prende fuego. Poco tiempo después con el ingreso de las Provincias Unidas del Río de la Plata en el conflicto, en diciembre de 1825, se desata la Guerra del Brasil. Buenos Aires maneja la guerra.
En simultáneo, los dos grandes caudillos orientales: Juan Antonio Lavalleja y Fructuoso Rivera comienzan una sorda lucha por el poder. Frutos Rivera, hasta hacía muy poco Comandante de la Campaña de la Cisplatina, lógicamente pierde en la consideración de Buenos Aires, frente a Juan Antonio Lavalleja. Quién había urdido la operación libertadora en suelo bonaerense, ante la complacencia del ejecutivo central.
Sin embargo, Frutos Rivera es indispensable en la Banda Oriental. No solamente por sus cualidades de excelente guerrillero y máximo conocedor de cada palmo de la tierra oriental. También es insoslayable por su popularidad entre la población, por su gran capacidad de empatía con el pueblo liso y llano, y su extraordinario carisma.
Lamentablemente, la lucha por el poder se torna muy pesada. Y cualquier cosa podía encender una llama que iniciara la conflagración. En la oportunidad, resultó ser una orden dada a Rivera para perseguir al comandante brasilero Bentos Manuel Ribeiro, que se encontraba merodeando en las cercanías del río Cuareim, en el norte de la Banda Oriental. En opinión de Lavalleja y los oficiales porteños, la orden no se cumplió como era debido (algo posible). El ejecutivo de las Provincias Unidas, al mando de Bernardino Rivadavia, cita a Rivera para dar las explicaciones del caso, en Buenos Aires. Rivera que pasa a la banda occidental del río Uruguay. En simultáneo se dicta contra él una orden de búsqueda y captura. Pero Rivera escapa, por poco, de la persecución a que lo somete Buenos Aires. Obtiene apoyo y refugio en Santa Fe, por parte de Estanislao López.
Mientras tanto, la diplomacia hace lo suyo, también. (En el sentido equivocado). Y el enviado plenipotenciario de Buenos Aires a la corte carioca para intentar una solución a un conflicto que no le servía a nadie, se deslumbra con tanto fasto y firma un acuerdo bochornoso que provoca la caída de Bernardino Rivadavia. Y torna al país federal. Buenos Aires se elige para sí misma el gobierno de Manuel Dorrego. Quién teje acuerdos con distintas provincias. Asegurándose para sí las relaciones exteriores (es decir, la guerra). Acuerda que Santa Fe organice una fuerza para atacar a los brasileros por las Misiones Orientales, intentando forzar un acuerdo de paz más ventajoso. El gobernador santafesino, Estanislao López nombra a Rivera comandante del ejército a emplear en la operación. Dorrego aprueba la designación, pero rápidamente la modifica ante el descontento de Lavalleja y algunos otros oficiales.
Sin embargo, a un individuo como Rivera este trance solamente lo acicatea. Primero se traslada a Entre Ríos, luego cruza a la Banda Oriental, levantando hombres mientras marcha. Perseguido por fuerzas al mando de Manuel Oribe y Manuel Lavalleja. De cualquier modo, impertérrito, continúa rumbo al norte. Consigue cruzar, en una operación comando, el río Ibicuy. En simultáneo, centenares de guaraníes se suman a su tropa, así como varios brasileños.
Y sin librar una sola batalla campal, perseguido por sus compatriotas, que van pisándole su retaguardia y con su vanguardia amenazada por el ejército imperial brasileño, que desconcertado huye en desbandada (cuando no se le une directamente), en una campaña relámpago, conquista para los republicanos la tierra de Los siete pueblos misioneros. Con lo cual limpia su nombre y hace festejar a la ciudad de Buenos Aires, así como otras localidades. Constituido en gobernador de las Misiones Orientales, se transforma en la gota que rebasa el vaso. Un vaso que se encontraba lleno de la impaciencia inglesa al no poder adueñarse de los puertos debido a la guerra, de bancarrota tanto argentina como brasileña y del cansancio de todos ante un conflicto que se avizoraba demasiado largo.
Como consecuencia, Brasil y Argentina (presión inglesa mediante) se comprometen a firmar la paz y a garantizar entre ambos el nacimiento y posterior desarrollo de un nuevo país: la República Oriental del Uruguay. Nada y nada menos. ¿Y adivinen qué? Con la Convención Preliminar de Paz firmada el 27 de agosto de 1828, las Misiones Orientales pasan nuevamente a manos brasileras. Para siempre. (O hasta nuevo aviso).