“Más le temo a los de adentro que nos quieren vender que a los de afuera que nos quieren comprar”. La cita es de Hipólito Yrigoyen, el carismático líder radical de cuyo nacimiento se cumplen este jueves 168 años.
Juan Hipólito del Sagrado Corazón de Jesús Yrigoyen vino al mundo en la ciudad de Buenos Aires, en el seno de una familia de clase media baja, el lunes 12 de julio de 1852, pocos meses después de la derrota del ejército de la Confederación Argentina, al mando de Juan Manuel de Rosas, ante el Ejército Grande, liderado por el gobernador entrerriano Justo José de Urquiza, en la Batalla de Caseros.
Se recibió de abogado, aunque nunca ejerció. Fue comisario del barrio porteño de Balvanera, docente, diputado y participó de las revoluciones radicales de 1890 y 1893, en las que centenares de civiles y militares se levantaron en armas contra el régimen conservador. También fue cofundador (junto con su tío Leandro Nicéforo Alem y Aristóbulo del Valle) de la Unión Cívica y encabezó la revolución de 1905 que aceleró la sanción de la Ley Sáenz Peña de voto secreto que lo llevó a la presidencia en 1916.
En las elecciones presidenciales del domingo 2 de abril de 1916, las primeras en la historia argentina en adoptar la Ley Sáenz Peña, Yrigoyen se convirtió en el primer ciudadano en ser elegido por medio del sufragio universal masculino, obligatorio y secreto.
También fue el primer presidente democrático que dio plena vigencia a los tres poderes sobre los que se asienta el pilar constitucional de la Nación.
En su época fue el político más amado del país, aquel que no quiso transar con el fraude ni con la corrupción.
El que llegó al poder por la Unión Cívica Radical, el primer partido popular de en la historia argentina, votado por los hombres de pueblo, pequeños empleados, obreros, chacareros. Apoyado por viejos criollos y los inmigrantes.
El que primero encarnó el desafío de construir un país para todos, el que proclamó una verdadera cruzada ético-política: la Causa contra el “Régimen”, un sistema de gobierno sustentado en los privilegios de unos pocos.
El Peludo
A Yrigoyen le decían el Peludo, y el apodo le cuadraba a ese hombre solitario y misterioso, que nunca pronunciaba discursos, pero que con su silencio se ganó una adhesión popular casi religiosa.
“No me he retratado nunca, por principio. Creo que lo único que merece sobrevivir de un hombre es su espíritu, la memoria de sus acciones, no el cuerpo deleznable y pasajero”, dijo una vez.
Se entronizó en el corazón de las grandes mayorías sin comprar los afectos, sino por el contrario, exigiendo conductas honestas a los de arriba y a los de abajo.
Un golpe militar (el primero en la historia argentina) puso fin a su segunda presidencia el 6 de septiembre de 1930.
No se le pudo comprobar delito ni irregularidad alguna durante su gestión de gobernante, simplemente porque no los había cometido.
El lunes 3 de julio de 1933 fue un día de lágrimas en la Argentina y quien lloró fue el pueblo, que sintió el desamparo de haber perdido a su viejo caudillo. Siete días antes de cumplir 81 años, había muerto don Hipólito Yrigoyen,
La muerte lo sorprendió en la más absoluta austeridad y pobreza.
Aquel 3 de julio del 33, tras su féretro desfiló, hasta el cementerio de la Chacarita, una impresionante ola humana, nunca vista hasta entonces, que ocupó cuadras y cuadras en una lenta marcha.
Para encontrar una escena semejante había que remontarse hasta el 12 de octubre de 1916, cuando luego de jurar como presidente de la Nación, Yrigoyen fue arrastrado por una enorme multitud que, luego de desenganchar los caballos de su carroza, la empujó hasta la Casa Rosada.
Cuando el pueblo llegó al gobierno
Hipólito Yrigoyen tenía 64 años cuando se convirtió en el primer presidente argentino elegido por el voto universal.
No era un orador ni escribía para el público como lo hiciera el fundador de la Unión Cívica Radical, su tío, Leandro Nicéforo Alem. Sólo imponía su presencia a sus seguidores directos, con quienes establecía contacto cara a cara, lo que generaba en cada uno de ellos un alto grado de lealtad hacia su persona.
El Peludo frecuentaba muy poco los locales partidarios, se exhibía ocasionalmente en público y cuidaba con celo su vida privada.
Apelaba a las masas a través de su misteriosa invisibilidad e inventó un singular estilo de liderazgo “mudo”, notablemente original y nunca emulado posteriormente.
Pero el pueblo lo amaba no sólo por su carismático silencio.
Como presidente Yrigoyen defendió la neutralidad y la independencia argentina frente a las grandes potencias; abrió las universidades a las clases populares al promulgar la Reforma Universitaria; anticipó las leyes de jubilación; promovió la jornada legal de trabajo de ocho horas; reglamentó el trabajo a domicilio de las mujeres; humanizó las condiciones laborales en obrajes y yerbatales; e hizo general el uso del guardapolvo blanco en las escuelas para que los chicos argentinos se sintieran hermanos e iguales de otros chicos argentinos.
Y el 12 de octubre de 1928, cuando asumió por segunda vez la presidencia, tras un período al frente de la Casa Rosada de su correligionario Marcelo Torcuato de Alvear, aclamó a Yrigoyen el mismo pueblo que lo aplaudió en 1916.
El triunfo que le dieron las urnas fue casi un plebiscito: ganó en 14 de los 15 distritos electorales.
Claro que no todos fueron aplausos. En otros lugares -no ya en las plazas ni en los conventillos ni en las pulperías del campo- hubo fastidio, indignación y hasta repulsión frente al regreso de Yrigoyen y su “chusma”. La oligarquía no estaba dispuesta a tolerar otro gobierno del legendario caudillo de la UCR.
Cuando asumió su segunda presidencia, don Hipólito tenía 76 años y estaba enfermo. Es cierto que el viejo no las tenía todas consigo, pero la conspiración que comenzó a urdirse en su contra desde el mismo momento en que ganó las elecciones se debió más a sus aciertos que a sus errores.
Uno de los grandes aciertos del radicalismo había sido la creación, en 1921, de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF). Este organismo, destinado a que los argentinos explotaran por sí su propio petróleo y dispusieran libremente de él, fue puesto bajo la dirección del general Enrique Mosconi, un militar ejemplar al que nunca se le hubiera ocurrido voltear a un gobierno popular.
Yrigoyen, su sucesor, Marcelo Torcuato de Alvear, y Mosconi casi logaron que la ley de nacionalización del petróleo fuese promulgada en 1928, pero la oposición de un senado dominado por los conservadores lo impidió. Las compañías extranjeras como la Standard Oil se estremecieron. Y comenzó a gestarse lo que sería el primer golpe de Estado de la historia argentina.
Un golpe con olor a petróleo
Hacia 1930 el mundo capitalista ya había estallado en Wall Street y cundían el pánico y las conmociones sociales por todos los rincones del mundo.
En la Argentina la situación también era distinta a la de 1928 y había crecido la desocupación.
La prensa, encabezada por el diario Crítica, del uruguayo Natalio Botana (una suerte de William Randolph Hearst) atacaba violentamente a Yrigoyen. Se lo acusaba de senil, inepto, ineficaz. Ningún adjetivo se ahorraba en la feroz campaña contra el presidente constitucional.
Tal vez la negativa de Yrigoyen a tomar contacto directo con el pueblo facilitó la campaña que se montó en su contra. Don Hipólito no la contrarrestó; su estilo, reacio al contacto abierto y público, les allanó el camino a los golpistas.
En ese marco, surgió el rumor sobre el “diario de Yrigoyen”, hecho “a medida” del presidente, con noticias fraguadas que sólo él leía. Un diario de fábula que, aunque jamás existió, se convirtió para muchos en la prueba irrefutable del vínculo roto con la ciudadanía que lo había votado por segunda vez.
Si el líder vivía, supuestamente, de espaldas al pueblo, merecía una revolución. Así lo creían los estudiantes, los profesionales, los sectores medios, que fueron los que se plegaron a los pedidos de renuncia que se precipitaron hacia fines de agosto del 30, uno tras otros.
El 5 de septiembre del 30, Yrigoyen delegó el mando en el vicepresidente, Enrique Martínez, y recién al día siguiente se produjo el levantamiento militar encabezado por el general José Félix Uriburu.
Sin gente en la calle, el golpe hubiera estado condenado, pues había mecanismos constitucionales en marcha que podían evitarlo, pero Crítica garantizó la presencia de la opinión pública y la “Revolución” se salvó.
Una turba saqueó la modesta vivienda de Yrigoyen, quien fue detenido y confinado en la prisión de la isla Martín García.
Casi tres años después, Yrigoyen recibió a su muerte el homenaje de masas más grande tributado hasta esa fecha a hombre público alguno. La misma muchedumbre que en 1930 había quemado su cama en la calle y lo había estigmatizado, se movilizó arrepentida y dolorida para acompañarlo hasta su última morada.
Fue un conmovedor racimo humano que hizo recordar a muchos la sentencia de Belisario Roldán: “Ensanchen las calles que va a salir el pueblo”.
Texto extraído de la web conclusion.com.ar