A comienzos del siglo XI, el califa al-Hakim de Egipto (un ejemplo de lo mencionado) hostigó en forma especialmente cruel a los cristianos, destruyó muchas iglesias, y en 1009 destruyó el santuario más sagrado del cristianismo, la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén. Aunque después vinieron algunos califas más tolerantes, la semilla de la discordia permanente se había sembrado y permanecería a través de décadas.
En 1071 los turcos selyúcidas (dinastía turca que gobernada en lo que hoy es Irak e Irán) derrotaron al ejército bizantino en la batalla de Manzikert (Asia menor), y eso les abrió la puerta a la conquista de las restantes provincias bizantinas en Asia (Ponto, Oriente, Asia menor).
Pasaron muchos años (demasiados) de indiferencia hasta que Occidente se diera cuenta de que había sido un error dejar que Medio Oriente cayera en manos de los turcos. Mientras tanto, estos no perdían el tiempo: avanzaron al sur para arrebatarles Palestina a los Egipcios. Jerusalén cambió de manos varias veces, las matanzas se sucedían y los peregrinos cristianos procedentes de Europa se encontraban atrapados en una zona de guerra y regresaban a su casa con relatos de abusos por parte de los musulmanes.
Durante su historia primitiva, el cristianismo siempre había rechazado las guerras. San Agustín había establecido criterios estrictos y muy exigentes para declarar o combatir en una guerra justa. Comenzado el segundo milenio, el calendario de la iglesia católica romana prohibía luchar en tantos días sagrados que incluso un combate aprobado oficialmente (curioso término) tenía un calendario mínimo en el que podía llevarse a cabo. Esto hacía difícil que la aristocracia occidental europea pudiera librar una guerra.
Y no es que no lo intentaran. Algunos de los estados más grandes, como el imperio germánico, cuyas noblezas tenían normas bastante civilizadas, parecían estar debilitándose a causa de numerosas disputas internas. Había demasiados hijos de la nobleza desocupados dando vueltas por Europa, peleando y armando lío, matándose unos a otros y a quien pasara por ahí.
El papa Urbano II planteó canalizar esta energía en actividades más aceptables (para él sobre todo) como la de matar infieles. Con un emotivo dscurso en el Concilio de Clermont en 1095, alentó a la noble clase guerrera europea a tomar la cruz y volver a plantarla en Tierra Santa. Parecía una buena misión para mantener ocupados a todos aquellos caballeros ociosos y se reforzaría la seguridad de los vapuleados peregrinos cristianos.
Urbano II, además, les aseguró que todo aquel que formara parte de una cruzada obtendría interesantes beneficios espirituales que incrementarían sus posibilidades de éxito a la hora del Juicio Final.
Mientras tanto, Pedro de Amiens (llamado Pedro el Ermitaño), un clérigo francés, predicaba sobre la necesidad de liberar Tierra Santa de los sarracenos (así llamaban a los árabes o musulmanes instalados en Tierra Santa). Este líder religioso encabezó la llamada “Cruzada de los pobres” (una peregrinación espontánea de más de 12.000 cristianos (armados, eso sí) que a fines del siglo XI intentó llegar a Tierra Santa y fue rechazada por los musulmanes. Pedro regresó a Constantinopla, pidió apoyo al entonces emperador bizantino Alejo I Comneno, pero éste tenía sus propios problemas: su ejército venía de ser derrotado en las llanuras de Civitot por los selyúcidas, que a esta altura parecían indomables. Así que Pedro esperó la llegada de los nobles occidentales, que llegaron en su apoyo en mayo de 1097.
En camino a Tierra Santa, los cruzados fueron calentando motores como para llegar en ritmo a su objetivo final. Así que fueron eliminando primero a los infieles que vivían entre ellos, arrasando con las comunidades judías en la región de Renania (oeste de Alemania), en particular en las ciudades de Maguncia, Worms y Colonia. También asolaron Praga.
La turba de peregrinos (oficialmente sería llada “la primera cruzada”) cruzaron Europa saqueando provisiones por donde pasaran, convencidos de tener consigo el apoyo del Todopoderoso. Se ve que los lugareños afectados no lo veían de esa manera, ya que estallaron los conflictos. Un grupo de los cruzados fue derrotado en Hungría, pero la horda enorme terminó llegando a Constantinopla, donde el emperador bizantino (el amigo Alejo) los ayudó a cruzar a Asia antes de que empezaran a causar problemas (algo parecido a lo que ocurre con los barrabravas cuando son escoltados por la policía para que no destrocen la ciudad de camino a la cancha) cerca de su casa.
Jerusalén fue tomada el 15 de julio de 1099; Pedro el Ermitaño fue nombrado capellán del ejército conquistador, y en un sermón en el monte de los Olivos (justo ahí, mirá vos) alentó a los soldados a saquear la ciudad y aniquilar a los ciudadanos. Y cuando dice “ciudadanos”, se refiere a todos (a todos los no cristianos, mejor dicho): civiles desarmados, musulmanes, judíos, mujeres, niños. Prometió a cambio la segura recompensa del Paraíso. Un hombre piadoso, el bueno de Pedro.