CRÓNICAS DE ANTAÑO – COSTUMBRES ARGENTINAS.

Las callecitas de las ciudades tenían ese no se qué…

Las calles de las ciudades eran de tierra, sobre todo en provincias. En los polvorientos veranos era común que cuando transcurría un periodo más o menos largo sin llover, al atardecer una nube de polvo se enseñoreaba sobre las construcciones de barro. Los transeúntes salían de sus casas y al regresar, si eran de posición más o menos acomodada, era frecuente que debiesen mudar su indumentaria, pues las pesadas telas de la época absorbían el polvo con la consiguiente indignación de las dueñas de casa y el trabajo de las lavanderas. Luego se empezaron a empedrar. Sin embargo, el Marqués de Loreto, quien ocupara el cargo de Virrey del Río de La Plata, se oponía al empedrado argumentando: “El peligro que corrían los edificios de desplomarse, por cuanto se moverían los cimientos al pasar vehículos pesados sobre el empedrado, y el gasto que significaría tener que errar a los caballos…”

No era raro observar la formación de inmensos pantanos y baches gigantescos que ocasionaron en más de una oportunidad la caída de alguna carreta, e incluso de algún caballero que pasaba montado en su cabalgadura. Para solucionar este problema, se dio órdenes a la Policía que los rellenara con la basura que recolectaba, con lo cual el lugar se tornaba en un verdadero foco de infección, atrayendo moscas y alimañas que invadían las viviendas cercanas.

Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias…

Las cárceles eran verdaderos focos de inmundicia e inmoralidad. Incluso en tiempos de Rosas se fusilaba, se degollaba allí mismo en altas horas de la noche. Era frecuente observar a las mujeres detenidas, muchas de ellas medio desnudas hablando entre sí a través de las enrejadas ventanas o dirigiéndole bromas subidas de tono a los transeúntes que pasaban por el lugar, o pidiendo limosnas.

En cuanto a los varones, el pueblo a menudo presenciaba el triste espectáculo de observar cuadrillas de presidiarios desgreñados y andrajosos, arrastrando cadenas, circular por la ciudad, custodiados por guardias, encaminándose a realizar los trabajos forzados. En ocasiones se los observaba portando una especie de yugos de madera de donde colgaban barriles llenos de agua para el servicio de la misma prisión.

En las calurosas jornadas de verano, se los hacía salir en cuadrillas portando garrotes con el objeto de proceder a la matanza de perros. La brutal operación consistía en enlazar a los desgraciados animales y ultimarlos a garrotazos entre risotadas y palabrotas, allí mismo delante de todo el mundo.

Las reuniones familiares

Los argentinos gustaban de las reuniones sociales en casas de familia. Allí se hacía la llamada “tertulia” en la cual con muy poco dinero los anfitriones agasajaban a sus invitados. En Buenos Aires era célebre el salón de Mariquita Sánchez de Thompson, quien fuera luego Mariquita Sánchez de Mendeville. Decíamos que bastaba muy poco para hacer los placeres de los visitantes a las tertulias, pues se servía chocolate si era en invierno, y mate dulce si era verano. Si la familia era acaudalada, la niña de la casa tocaba algo al piano, y si eran menos encumbrados, bastaba con templar una guitarra. También se bailaba entre los asistentes, tocándole a la señora de la casa la apertura del baile. Se danzaba generalmente el Minuet Liso, el Federal o Montonero; y la Contradanza. Respecto de la Contradanza, diremos que según algunos autores se trata de una herencia que nos quedó de las invasiones inglesas, pues ese baile sería una versión española americana de la llamada Country Dance, un antiguo baile campesino inglés. Además durante mucho tiempo estuvo muy de moda a instancias del General Urquiza que era muy aficionado a ella y excelente bailarín.

A propósito de ello, existe una anécdota. En oportunidad de marchar el Ejército Grande a las órdenes del General Urquiza, con el propósito de derrocar la tiranía rosista, se había ofrecido una recepción y Sarmiento, ya calvo como le conocemos en casi todos sus retratos, había bailado una contradanza y luego se había retirado. Urquiza, que le profesaba cierta antipatía, había exclamado burlonamente a sus oficiales: “Véanlo al viejo bailando”

Bastaba con ser invitado una sola vez a una tertulia para luego poder presentarse cada vez que se efectuaban en dicha residencia. Sin embargo, si una persona se presentaba sin previo aviso en una casa, podían contestarle los sirvientes que “Los señores ese día no recibían”, con lo cual el visitante debía marcharse sin sentirse ofendido.

Muchas costumbres todavía no se conocían. Cuenta el General Mansilla que la esposa del Presidente Juárez Celman, confesaba, algo pudorosa que le daba vergüenza que sus hijos al saludarla le besaran la mano…en fin, costumbres de provincia…

Fumar es un placer…

No existían las cigarrerías, los cigarros se vendían en las pulperías o en los almacenes, donde cada almacén tenía su propio cigarrero. Se colocaba éste a resguardo del viento y procedía a picar el tabaco y a armar los cigarros con suma destreza. En las puntas los ataba con un hilo generalmente de color negro, y se llenaban los paquetes de a diez. De allí proviene la costumbre de llamarle al paquete “atado”. Además se vendían, generalmente a mayor costo para los señores de clase acomodada, cigarrillos provenientes de Hamburgo, de Virginia, y Habanos, pero los mas consumidos eran los llamados del país, armados con tabaco de Corrientes, Tucumán y el Paraguay; y envueltos en hoja.

El Presidente Derqui era un fumador empedernido, y por lo visto no muy aficionado al sacrificio, pues se cuenta que despachaba sus asuntos de estado en la cama, mientras leía interminables novelas francesas y fumaba cigarro tras cigarro…

Para mí, un cortado por favor…

Existía en Buenos Aires un café que ha obtenido fama por ser el lugar donde “paraban” nuestros hombres de Mayo, y que fue frecuentado por el mismísimo don Bernardino Rivadavia. Hablamos del Café de Marcos, en su momento el más lujoso de todos.

José A. Wilde en su libro “Buenos Aires desde 70 años atrás nos relata un cuadro pintoresco: “Servíase entonces el café con leche, o como se decía entonces, el café y leche, en inmensas tazas que desbordaban hasta llenar el platillo; jamás se veía azúcar en la azucarera; se servía una pequeña medida de lata llena de azúcar, generalmente no refinada; venía colocada en el centro del platillo y cubierta con la taza; el parroquiano daba vuelta a la taza, volcaba en ella el azúcar y el mozo echaba la leche y el café hasta llenar la taza y el plato. Las tostadas con manteca, siempre traían azúcar encima (…) los mozos dejaban mucho que desear y muchas veces se presentaban fumando un cigarrillo…”

Rutas argentinas

La persona que deseara viajar hacia Buenos Aires, o desde allí hacia cualquier provincia, debía tomar la silla de postas o galera, que consistía en un carruaje cerrado, de cuatro ruedas, donde viajaban sentados lo pasajeros deteniéndose en las postas del camino. Naturalmente debían trasladarse armados, para prevenir cualquier ataque de bandoleros o indios. Los puntos confiables mas al sur que se conocían entre Buenos Aires y Mendoza eran la Villa de Río Cuarto y Villa Mercedes (últimas avanzadas antes de internarse en el desierto). A lo largo del camino se detenían los viajeros en las llamadas “Postas” que no eran otra cosa que ranchos miserables donde podían habitualmente almorzar o cenar, y dormían antes de continuar el viaje. ¿En qué consistían esas comidas? Habitualmente algún cabrito asado, acompañados de mazamorra, choclo y zapallo hervido, mate y vino carlón (de una deplorable calidad). El verdadero suplicio era en las noches, pues debían tenderse a pasar la noche en catres miserables (en el mejor de los casos, cuando no en el suelo) y era muy frecuente que a mitad de la noche decidieran levantarse y trasladarse a dormir afuera, bajo las estrellas, pues bajo techo, eran atormentados por chinches y otras alimañas. Y esto naturalmente ocurría sin consideración alguna hacia la calidad del viajero.

Las comidas

Se comía sencillo, la dieta no ofrecía mayores variaciones. Como ejemplo indicativo, tomaremos la mesa de don Juan Manuel de Rosas. Gustaba el dictador de cenar tarde, muy tarde, alrededor de las cuatro de la mañana, pues hasta esa hora despachaba asuntos de estado en su residencia de Palermo (actual Parque Tres de Febrero en Buenos Aires). Habitualmente, dos platos básicos se le servían: Puchero (carne, zapallos y choclos solamente) y asado. Luego el postre, arroz con leche o un plato de natas espolvoreadas con azúcar, eso era todo. El Brigadier era muy aficionado al arroz con leche, y existe un cuento muy ilustrativo, obra de su sobrino el General Lucio V. Mansilla, “Los siete platos de arroz con leche”. Los indios agasajaban a sus visitantes con dos platos: Asado y puchero de yegua y como consideración al cristiano, le entreveraban carne de vaca (seguramente arreada en algún malón). También en las ciudades y en el campo se comía carbonada, mazamorra, empanadas, longaniza y lo que llamaban “cajas” de sardinas que se importaban de Europa. El vino era de bajísima calidad, muchas veces se servía aguado, cuando no picado. Todavía no se tenía por costumbre el café. La bebida preferida era el mate. Sostienen algunos historiadores que la costumbre de hacer el asado en parrilla sobre brasas nos ha quedado como herencia de las invasiones inglesas. El gaucho hacía el asado en asadores verticales, luego se ha ido imponiendo el asado en parrilla ¡Quien lo diría!

Se decía que la mesa de Mariquita Sánchez de Thompson no era todo lo abundante que debía ser. Así lo asegura Mansilla en “ENTRE NOS” al decir que había escuchado a su abuela (madre de Juan Manuel de Rosas) decir: “En casa todo a la vista, y el que desee repetir que lo haga, sino, se vuelve como en casa de Marica, que todo es nada mas que cuatro papas a la inglesa”

No nos había llegado aún la influencia de la cocina italiana, solo se conocía la vieja comida española, complementada con los productos del país y algo de influencia autóctona. Por lo tanto no existían la pizza, las pastas ni las tartas ni nada que no fueran cocidos o asados. Y así se vivía, comía, y convivía…

Algunas costumbres mendocinas y una anécdota sobre San Martín

Refiere el General Juan Ignacio Fotheringham (de origen inglés) que en Mendoza se había hecho muy amigo de la tradicional familia González, los cuales eran propietarios del rancho que actualmente se conoce como “Casa de Piedra” en nuestro pedemonte; y alaba las buenas maneras de sus propietarios y su tradicional hospitalidad. En una oportunidad, estando dicho General de maniobras en Mendoza con su regimiento se encuentra con el señor González, propietario de dicha estancia y le dice “el domingo voy a ir a visitarlo”, cuando llegó el domingo, encontró la actual “Casa de Piedra” engalanada y con todo dispuesto para agasajar a doscientos visitantes. ¡Gonzalez había pensado que el General iba con todo su regimiento, y como cosa muy natural había mandado ordenar todo para atenderlos y agasajarlos! Así era la manera como se conducían estos grandes señores, cuyas buenas maneras enraizaban en las formas de los viejos hidalgos españoles.

Refiere Ricardo Rojas en su libro “El Santo de la Espada” que hallándose el General San Martín en Mendoza preparándose para iniciar la campaña libertadora, corrían rumores de que los españoles planeaban cruzar los Andes e invadir Mendoza. A su vez, el exiguo ingreso del General no le alcanzaba para subvenir a sus gastos personales y mantener a su esposa Remedios, que se había trasladado a nuestra ciudad. Entonces dispuso que su esposa volviese a Buenos Aires y quedase en la residencia del señor Escalada, padre de Remedios. La gente malintencionada comenzó a rumorear que la enviaba para resguardarla de la posible invasión de los españoles, entonces el General dispuso, para achicar gastos en su familia que Remedios continuara viviendo sola y trasladarse él a convivir con la tropa en el Plumerillo. De tal manera, cuando gozaba de un día libre salía y visitaba a su señora, y una vez al mes, cuando cobraba, su diversión consistía en invitar a Remedios a pasear por la alameda y detenerse en el negocio de un anciano español e invitarla con una crema helada de las que se vendían allí…

¡Que lejos estamos de todo aquello!

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