Coronavirus | De la condesa a la corona: la historia de la quinina

La hidroxiquinolina es un derivado de la quinina, un alcaloide extraído de los árboles del género Cinchona del que existen 23 especies que crecen a lo largo de la cordillera oriental de los Andes. La corteza molida de estos árboles ya la usaban algunos pueblos originarios para curar la malaria o paludismo, una enfermedad transmitida por un mosquito que diezmó a la humanidad desde tiempos inmemoriales. Los romanos le dieron este nombre de “mal aire”, por los pantanos que rodeaban a Roma, donde el paludismo era endémico.

En 1633, un jesuita español conoció a esta molienda de corteza que llamaban “quina quina” y que usaban con éxito para tratar la malaria. Los europeos caían postrados por esta enfermedad que no hacía distinción de rangos ni blasones, incluida la esposa del Virrey del Perú Luis Jerónimo de Cabrera y Bobadilla, Francisca Enríquez de Rivera, la condesa de Chinchón. Aquejada por fiebre terciaras (accesos febriles que se dan cada tres días por la reproducción de la especie parasítica de la malaria) estuvo la dama a punto de morir hasta que le fue administrada esta infusión de quina quina. La condesa sobrevivió y se llevó a España la corteza de este árbol que pasó a llamarse “el polvo de la condesa”.

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Cortezas de Cinchona

Cortezas de Cinchona

El árbol también fue trasladado a España y su primera planta fue incorporada al Real Jardín Botánico de Madrid. Como fueron los jesuitas quienes explotaron la producción de estos árboles, también se lo conoce como la “corteza de los jesuitas”.

Como toda droga nueva, se le dio usos más allá de su indicación primigenia y pronto se la comenzó a usar para otras enfermedades para las que su efecto era menos espectacular.

En Europa, corrían los tiempos de la Contrarreforma y los protestantes veían con malos ojos todo lo que los católicos en general y los jesuitas en particular producían. De allí que consideraban a esta “corteza jesuita” como un instrumento de penetración del Maligno. Así, la quinina era un engaño de los jesuitas para apoderarse del alma de los protestantes. Por este motivo, el uso de la quinina en Inglaterra y en el norte de Europa tardó años en generalizarse.

La forma más eficaz para el tratamiento de la malaria fue descripto en 1737 por Charles de La Condamine, un militar que había visitado tierras americanas en una expedición organizada por la Academia Francesa de Ciencias, que también llevó a Europa el curare, veneno que usaban los pueblos americanos para paralizar a sus enemigos, y hoy se continúa usando en anestesias. Otro elemento que Condamine introdujo en Europa fue el caucho.

La quinina fue asilada de la corteza de la Cinchona en 1820 por Pierre J. Pelletier, que también había aislado la estricnina, y Joseph B. Caventou, a quien le debemos el aislamiento de la cafeína.

La tala intensiva de los bosques de la cordillera para producir la quinina hizo que el gobierno de Perú prohibiese su extracción pero los ingleses, mediante un soborno, lograron extraer la planta que se implantó con éxito en sus colonias.

Durante la Segunda Guerra Mundial, era imprescindible utilizar un derivado sintético de la quinina para evitar los accesos de fiebre que impedían el servicio de los combatientes. De allí que Woodward y Doering consiguieron sintetizarla en 1944.

Hoy, la quinina se la usa en el agua tónica por su sabor amargo, base del célebre gin tonic, usado como “bajativo” para mejorar la digestión. También se la usa en bajas dosis para el tratamiento de calambres y en cosmética.

La intoxicación por quinina puede producir mareos, dificultades en la audición, disfonía y zumbidos. En altas dosis, puede ocasionar edema pulmonar y hasta la muerte. Actualmente, a esta planta se la usa para enfermedades autoinmunes como el lupus y la artritis reumatoidea. Sin embargo, su uso crónico produce una alteración del epitelio pigmentado de la retina con la consiguiente baja de agudeza visual.

En las dosis propuestas para el tratamiento del coronavirus (en combinación con un antibiótico, la azitromicina), los efectos colaterales son menores ya que se lo usaría por 15 días y en dosis inferiores a las habituales. Por suerte, después de haber sido usado por millones de personas a lo largo de los siglos, se conocen sus límites e indicaciones.

Si bien falta experiencia para conocer exactamente su valor terapéutico en esta enfermedad (aunque los estudios son auspiciosos) es bueno conocer que tenemos una segunda linea de defensa (después de la cuarentena) contra este virus que necesitó de una condesa para arrebatar una corona.

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