El 26 de noviembre de 1826 llegaron a Buenos Aires los primeros contingentes del Ejército Expedicionario que había librado la guerra contra el Brasil. Triunfantes en el campo de batalla, pero derrotados en el terreno de la diplomacia, los jóvenes generales de las fuerzas nacionales escucharon las voces de la oposición al gobierno de Manuel Dorrego. Estos pedían la inmediata intervención de los militares para defenestrar al gobernador.
La presidencia de Bernardino Rivadavia había cesado abruptamente por las denuncias de manejos económicos turbios realizados por la facción federal, liderada por Dorrego. Rivadavia, acosado por la difícil situación económica, política y militar se había visto obligado a dimitir, guardando un profundo resentimiento por el coronel y su popularidad.
Dorrego se hizo cargo de la gobernación de Buenos Aires y la representación diplomática del país, tratando de tapar los agujeros económicos dejados por la anterior administración. El coronel ya no era el hombre arrebatado de su juventud, ese que se burlaba de la voz aflautada de Belgrano, aunque aún conservaba ese “genio inquieto y valor fogoso” que lo había caracterizado.
En esos días llegaron a oídos del gobernador que el jefe del movimiento revolucionario era Juan Galo Lavalle, hombre de coraje temerario quien, de muy joven, había servido bajo sus órdenes en la desastrosa batalla de Guayabos, infligida por las tropas artiguistas. Al principio, Dorrego no podía creer que Lavalle fuera el líder revolucionario, pero la realidad se impuso y los primeros días de diciembre debió abandonar la ciudad, en busca de las tropas encabezadas por el coronel Juan Manuel de Rosas.
Planeaba con ellas derrotar a los rebelados decembristas. Pronto surgieron diferencias entre Dorrego y Rosas. Este último, era de la opinión de retroceder buscando el apoyo de las tropas santafesinas. Sin embargo, Dorrego optó por resistir en la provincia porteña, y Rosas se llevó a sus colorados del monte hasta Santa Fe, donde se quejó ante Estanislao López de las “estupideces” que había discutido con Dorrego.
Este decidió enfrentarse a la aceitada máquina militar de soldados formados en las guerras de independencia, contra el imperio, hechos en la escuela de San Martín y sus contiendas épicas, con hombres como Suárez, Martínez y Olavarría, que destrozaron a las fuerzas del exgobernador en minutos. El gobernador logró escapar, pero fue apresado por Mariano Acha.
Dorrego barajaba la posibilidad de un exilio en los Estados Unidos, donde ya había pasado años de ostracismo durante el gobierno de Pueyrredón. Así lo pidió el cuerpo diplomático, el almirante Guillermo Brown y el general Díaz Vélez. Pero lo que parecía una contienda más de los enfrentamientos civiles que hasta entonces se habían librado a lo largo y ancho del territorio nacional, se convirtió en una tragedia, la piedra de la discordia que, a pesar del expreso pedido de Dorrego en sus momentos finales, derramó sangre, mucha sangre argentina.
Si bien Lavalle asumió la culpa de esta dramática decisión, lo hizo “como el mayor sacrificio” que podía ofrecer a sus conciudadanos. No hay dudas de haber sido influenciado por un grupo de seguidores de Rivadavia con cartas como la de Juan Cruz Varela (“cartas como estas se rompen”) o la de Salvador María del Carril (“una revolución es un juego de azar en el que gana hasta la vida de los vencidos”). Era menester cortar “la cabeza de la Hidra”.
Tanto Manuel Moreno (hermano de Mariano), como el cónsul francés Mendeville (casado en segundas nupcias con Mariquita Sánchez después de la muerte de Thompson), como el flamígero sacerdote y periodista, el padre Castañeda, señalaron que un conciliábulo de figuras políticas habían sido los instigadores de la ejecución. Entre estos se contaba Julián Segundo Agüero, Bernardo Ocampo, Manuel Gallardo, el sacerdote y decano de la Universidad de Buenos Aires Valentín Gómez, y los ya mencionados Varela y del Carril.
La muerte de Dorrego fue tomada con dolor por gran parte de la población, aunque algunos celebraron públicamente su fusilamiento. Otros, como Valentín Gómez, intentaron poner distancia de la ejecución a través de folletos en los que se explica su posición. Tanto Manuel Moreno como el padre Castañeda en su “Buenos Aires Cautiva”, continúan acusando a Rivadavia (a quien llamaba “sapo antediluviano”), Agüero y Gómez, como los responsables del asesinato.
“La historia juzgará si el coronel Dorrego ha debido o no morir”, escribió Lavalle al almirante Brown – el gobernador delegado – “y si al sacrificarlo a la tranquilidad de un pueblo enlutado por él, puedo haber estado poseído de otro sentimiento que el del bien público”.
En diciembre de 1829 los restos de Manuel Dorrego fueron inhumados en Navarro y trasladados al Cementerio de la Recoleta. En la oportunidad habló Juan Manuel de Rosas; “La mancha más negra de la historia de los argentinos, han sido lavadas por las lágrimas de un pueblo justo, agradecido y sensible”. A las puertas de su mausoleo, por años hubo un clavel rojo y otro blanco, como símbolo de unión de los argentinos a pesar de sus diferencias. Hace años que se ha perdido esta costumbre y solo se ven claveles marchitos…
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