“Resolved lo que queráis, pero afrontando la responsabilidad de dar entrada a esa mitad de género humano en política, para que la política sea cosa de dos, porque solo hay una cosa que hace un sexo solo: alumbrar; las demás las hacemos todos en común, y no podéis venir aquí vosotros a legislar, a votar impuestos, a dictar deberes, a legislar sobre la raza humana, sobre la mujer y sobre el hijo, aislados, fuera de nosotras”. Era el año 1935 cuando Clara Campoamor escribía estas palabras en El voto femenino y yo: mi pecado mortal, una obra en la que exponía la lucha por el derecho de voto de las mujeres y en la que había invertido muchas horas los años anteriores. En diciembre de 1931 había sido aprobada la nueva Constitución que reconocía ese derecho, un triunfo logrado tras muchas dificultades y decepciones.
Una vida de militancia política
Nacida en Madrid el 12 de febrero de 1888, Clara Campoamor tuvo que abrirse paso desde muy pequeña en una sociedad especialmente dura para las mujeres: la muerte de su padre la obligó a empezar a trabajar cuando apenas tenía diez años. Puede que fuera esta desgracia, no obstante, la que la forzara a buscarse la vida y conseguir un empleo público como profesora de mecanografía con solo 26 años.
Fue precisamente en esta época cuando Clara empezó a frecuentar los ambientes intelectuales madrileños y entró en contacto con activistas feministas como la sufragista Carmen de Burgos. También empezó a escribir para el diario conservador La Tribuna, donde conocería a su futura compañera en las Cortes Españolas, Eva Nelken. Todo ello despertó en ella el interés por la política y en particular por la situación de la mujer. Empezó a colaborar en diversas asociaciones feministas, dando conferencias y escribiendo para la prensa.
Aunque el activismo feminista estaba presente en las grandes ciudades como Madrid y Barcelona, se trataba mayoritariamente de agrupaciones de carácter profesional y académico. La propia Campoamor, que se había licenciado en Derecho y había sido la segunda mujer en ingresar al Colegio de Abogados de Madrid después de Victoria Kent, participó en la fundación de dos de estas agrupaciones: la Federación Internacional de Mujeres de Carreras Jurídicas y el Instituto Internacional de Uniones Intelectuales.
El salto a la política
Sin embargo, en el panorama legislativo la alternancia de liberales y conservadores en el gobierno impedía la implantación real de medidas prácticas. Fue por ello que Clara Campoamor tomó la decisión de dar el salto a la política con el Partido Radical de Alejandro Lerroux. La influencia de sus compañeros liberales la llevó a entrar también al mundo de la masonería, un hecho que sería determinante para ella en un futuro próximo.
En las elecciones de 1931, que siguieron a la proclamación de la Segunda República, las mujeres pudieron presentarse aunque no votar. Campoamor resultó elegida junto con Victoria Kent, que se presentó por el Partido Radical Socialista. Parecía su mejor oportunidad para llevar los derechos de la mujer al ámbito legislativo. Sin embargo, sus propios compañeros pronto la empezarían a mirar con recelo.
La primera lucha para lograr sus objetivos fue la redacción de la nueva Constitución republicana. Las expectativas de Clara eran ambiciosas y contemplaban no solo el voto de las mujeres sino el divorcio y la igualdad de los hijos e hijas nacidos fuera del matrimonio, además de la abolición de la prostitución. Incluso dentro de los sectores progresistas, había la opinión de que no sería fácil implantar cambios tan profundos en una sociedad muy machista e influenciada por un catolicismo muy conservador, especialmente en el medio rural. A pesar de ello, logró que se incorporara a la Constitución una gran parte de sus demandas, salvo lo relativo a la prostitución y al sufragio femenino.
La culminación de un proyecto
La batalla por el voto de las mujeres no estaba del todo perdida, sin embargo, ya que finalmente se debatió en las Cortes a finales de ese mismo año. En ese momento se evidenciaron los recelos y el tacticismo de los partidos alrededor de su propuesta: más que defender u oponerse a los valores del proyecto, muchos grupos estaban más preocupados del beneficio electoral que podían sacar de ello.
A pesar de que el sufragio femenino fue finalmente aprobado, Clara Campoamor no ocultaba su decepción por lo que sentía como una traición de los suyos, el Partido Radical al que se había unido por sus ideales republicanos. Con la excepción de cuatro compañeros, su propio grupo le había negado el apoyo por miedo a que las mujeres españolas, según ellos muy influenciadas por la Iglesia, votaran mayoritariamente a los partidos conservadores -parte de los cuales, por ese mismo motivo, votaron a favor.
La mayor decepción para Clara, además de la falta de respaldo de su partido, fue la oposición de su antigua compañera Victoria Kent. Aunque ambas compartían ideales, estaban en desacuerdo sobre el camino para aplicarlos: Kent opinaba que antes que legislar había que trabajar mucho en el cambio de mentalidad de la sociedad española, o sus propuestas fracasarían. Su enfrentamiento era un reflejo del miedo que había por la fragilidad del proyecto republicano, en esos años previos a la insurrección militar, en los que a menudo pesó más el cálculo interesado que los ideales.
Ninguna de las dos renovó su escaño en las elecciones de 1933, aunque Alejandro Lerroux le ofreció a Clara un cargo como Directora General de Beneficencia y Asistencia Social. Sin embargo, dos decepciones más la llevaron a abandonar definitivamente la actividad política: la alianza del Partido Radical con la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), ganadora de las elecciones de 1933; y finalmente, la dura represión de la insurrección obrera en Asturias en octubre de 1934.
El exilio
Al estallar la Guerra Civil Campoamor se exilió en París, donde permaneció hasta 1955 trabajando como traductora. Sobre ella pesaba el peligro evidente, tras la victoria franquista, de ser republicana, feminista y lo peor a ojos del régimen, masona: por este último motivo se abrió un proceso contra ella, en el que habría sido condenada a 12 años de cárcel de haber regresado a España. Posteriormente se trasladó a Lausana (Suiza) para continuar con su actividad como abogada y allí murió en 1972.
A lo largo de su exilio compaginó sus empleos con la escritura de diversas obras sobre el feminismo y, en particular, su experiencia en el ámbito político. En estas se muestra muy crítica con los parlamentarios, especialmente con los republicanos, quienes considera que obstaculizaron la mejor oportunidad que había existido para lograr una mayor igualdad de género. Una oportunidad que el franquismo echó abajo junto con su recuerdo, que solo en años recientes se ha recuperado a pesar de la gran importancia que tuvo como pionera de los derechos de la mujer en España.