Siguiendo la lógica de premios y castigos, el pintor alemán perteneciente a la escuela pictórica flamenga Hans Memling (1443 – 1494) dividió el cielo y el infierno mediante la figura de un ángel guerrero, el arcángel Miguel, ocupado en separar las almas que a su diestra se dirigirán hacia las puertas del cielo, representadas como la entrada de un idílico Jerusalén. A la izquierda del Arcángel, se encaminan los pecadores, entre los que se destacan algunas figuras de eclesiásticos, identificables por la tonsura que lucen sobre su testa. Estamos en plena Reforma y aunque la obra haya sido pintada por encargo de los Médicis en Brujas, era imposible no condenar a algunos sacerdotes a los fuegos eternos. La corrupción de la Iglesia era universal.
Memling no imaginó un infierno lleno de figuras grotescas sino que se detuvo en las expresiones de dolor, los rostros desencajados y las miradas aterradas de los condenados, sin deformar sus facciones para que el público pudiese reconocerse en estos rostros.
Este cuadro sufrió un curioso periplo. A pesar de estar destinado a la casa Médicis en Florencia, como dijimos, terminó en manos de un pirata llamado Paul Beneke, que se llevó el tríptico a Danzing, ciudad donde permaneció por tres siglos, a pesar de ser reclamado reiteradamente por sus verdaderos dueños, los Médicis. Más tarde lo hizo el Papa Pío II y después el Rey de Prusia. Al final, Napoleón, siguiendo su costumbre de arrebatar tesoros artísticos, lo llevó a París de donde fue sustraída por Hermann Göring durante la Segunda Guerra Mundial, y a su debido tiempo, por el Ejército Rojo. Los rusos no tuvieron mejor idea que llevársela al Hermitage de San Petersburgo donde, después de años de reclamos, volvió a Gdansk (antigua Danzing), la ciudad donde había sido exhibida después de su primitiva sustracción.
A diferencia de Memling, El Bosco (1450-1516) en El Jardín de las Delicias no pinta un cielo y un infierno a donde son destinados un número equivalente de hombres y mujeres; el Edén (la parte izquierda del tríptico) está casi despoblado, mientras que en el Jardín de las Delicias —retablo central— representa un mundo lleno de seres fantásticos con hombres y mujeres desnudos en actitudes lascivas. Del Paraíso casi deshabitado pasamos, en el extremo izquierdo del tríptico, a un misterioso y tenebroso infierno, donde Satanás engulle a los condenados para eliminarlos como excrementos. Cada pecador sufre un castigo particular de acuerdo a su falta, sin escatimar medios de tortura que incluyen instrumentos musicales. Cualquier cosa es buena para punir a aquellos que se desvían del camino señalado.
Convencido de la perdición inexorable del hombre, El Bosco inscribe en la tradición milenarista. Creía que el hombre contemporáneo era sordo a las leyes divinas, había pecado, no parecía tener propósito de enmienda y merecía que llegase el fin de los tiempos para su juzgamiento. Un conjunto de artistas convencido de que la relajación de las costumbres conducía a la humanidad hacia un futuro sombrío, reflejó en pinturas y textos su condena. Eran los tiempos del Malleus maleficarum, del Ars moriendi, de La Nave de los Locos, de Sebastián Brant, y El elogio de la locura, de Erasmo. Estos textos pretendían imponer un nuevo orden moral.
Si bien el oscuro simbolismo de alguna de las obras del Bosco despierta la sospecha de que Jeroen Anthoniszoon van Aekenl (el verdadero nombre del artista) podría haber pertenecido a alguna secta herética (como la de los adamitas), el hecho de que la obra haya sido adquirida por Felipe II de España, da por tierra con esta suposición. Sus dueños originales habían sido los miembros de la Casa de Nassau y por herencia llegó a Guillermo de Orange, líder de la revolución holandesa contra los Habsburgo. La obra fue confiscada por el duque de Alba durante la activa represión de los holandeses por parte de España y, posteriormente, adquirida en subasta por Felipe II en 1593. Esta pintura apocalíptica permaneció en los aposentos del rey español en el Escorial hasta la muerte de Felipe. Originalmente se lo llamó Una pintura sobre la variedad del mundo, nombre basado en los exóticos animales que aparecen en el tríptico. Sin embargo, las escenas de lujuria primaron sobre las variedades zoológicas y, al ingresar a la colección del Prado, cambió su nombre al De los deleites carnales, o más elípticamente, El Jardín de las Delicias. Como señaló José de Sigüenza en 1605, esta era una “sátira pintada de los pecados y desvaríos de los hombres”, disparates de los humanos que el artista recoge con gran detalle y castiga con un infierno oscuro y desesperanzado, el único que podía caber en el esquema político religioso de Felipe II quien contempló esta pintura hasta el final de sus días.
Texto extraído del libro LA MAREA DE LOS TIEMPOS, de Omar López Mato (Olmo Ediciones, 2013).