Hacia el final de su vida, Mao Tsé Tung (Mao Zedong), el cerebro y también la columna vertebral de la revolución comunista china, se había erigido en algo comparable a un emperador. Adorado por ochocientos millones de súbditos, su imagen estaba en todos lados y sus palabras eran aceptadas como dogmas.
Sin embargo, estaba cada vez más aislado tanto del pueblo como del gobierno que él mismo había formado. Mao murió el 9 de septiembre de 1976, a los 82 años, viejo y enfermo; aquejado por la enfermedad de Parkinson, en sus últimos días atravesaba períodos de semiinconsciencia contrarrestados por otros en los cuales sus facultades mentales parecían funcionar con entera normalidad.
A su muerte, un millón de personas colmaron la plaza Tiananmen de Pekín para llorar a su líder, cuyo cuerpo se exhibía en una especie de sarcófago de cristal.
Los últimos pasos de la conducción de Mao (y los penúltimos también) habían dejado secuelas enormes: tras el catastrófico resultado del no menos catastrófico programa socioeconómico iniciado por Mao en 1958, el segundo plan quinquenal denominado “El Gran Salto Adelante”, en el que murieron unos veinte millones de campesinos (la cifra real varía entre diez millones y cuarenta millones según sean afines o detractores quienes hagan el conteo), llegó la “Revolución Cultural”: un movimiento sociopolítico que transcurrió desde 1966 hasta 1976. La Revolución marcó el regreso de Mao a una posición de poder después de los fracasos de su Gran Salto Adelante, pero el movimiento paralizó políticamente a China y afectó negativamente tanto a la economía como a la sociedad del país.
En mayo de 1966, Mao alegó que elementos burgueses se habían infiltrado en el gobierno y en la sociedad en general con el objetivo de desarrollar el capitalismo. Para eliminar a sus rivales dentro del Partido Comunista de China, Mao insistió en que los revisionistas fueran eliminados mediante la lucha de clases violenta. Los jóvenes chinos respondieron al llamado de Mao formando grupos de la Guardia Roja en todo el país. El movimiento se extendió al ejército, a los trabajadores urbanos y al propio liderazgo del Partido Comunista. Todos esos actores dispersos se involucraron en luchas entre facciones generalizadas en todos los ámbitos de la vida china. Mientras tanto, el culto a la personalidad de Mao creció hasta proporciones inmensas.
En las violentas luchas por todo el país, millones de personas fueron perseguidas y sufrieron una amplia gama de abusos, incluyendo humillación pública, encarcelamiento arbitrario, tortura, trabajos forzados, hostigamiento sostenido, confiscación de bienes y hasta ejecuciones. Un gran segmento de la población fue desplazado por la fuerza, en particular la transferencia de jóvenes urbanos a las regiones rurales durante el movimiento “Envío al campo”. Se destruyeron reliquias y artefactos históricos, y se saquearon sitios culturales y religiosos.
Pero volvamos a lo que ocurría tras la muerte de Mao: mientras el pueblo chino lloraba su muerte, lejos de la multitud ya se libraba la batalla por la sucesión del poder. Chou En-lai (Zhou Enlai), primer ministro de China desde 1949 (y un factor estabilizador del gobierno de Mao durante sus últimos años) había muerto en enero de 1976. Antes de su muerte había preparado para la sucesión a Hua Kuo-feng (Hua Guofeng), quien asumió la presidencia del Partido Comunista sin que todo el partido estuviera de acuerdo. Y había disensos dentro del Partido debido a la actitud autocrática de Mao, y los mismos se agravaron luego de los “experimentos sociales” del líder (“El Gran Salto Adelante”, y la “Revolución Cultural”).
Básicamente había dos bandos: el ala “izquierda” era liderada por Jiang Qing, viuda de Mao y líder de la llamada Banda de los Cuatro. El grupo se completaba con tres colaboradores de ésta: Zhang Chunqiao, Yao Wenyuan y Wang Hongwen, quienes habían desempeñado altos cargos en el Gobierno de la República Popular China durante los últimos años de la vida de Mao. Jiang Qing, patrocinada por Mao, se puso al frente del aparato cultural del Estado y llevó adelante la llamada Revolución Cultural a partir de 1966. El otro bando, el ala “derecha”, era liderada por Deng Xiaoping, enemigo implacable de Jian Qing y su gente. Deng Xiaoping había intentado un cambio de política; por esa razón fue acusado y relegado de cualquier lugar de relevancia hasta que en 1973 Chou En-lai le permitió volver al Partido. A su regreso actuó con moderación, pero Chou En-lai murió y Mao volvió a exonerarlo.
Deng vio con buenos ojos el enjuiciamiento de la viuda de Mao y La Banda de los Cuatro, que comenzó en 1980. Se acusaba a la viuda de haber intentado hacerse con el poder tras la muerte de Mao y de ser responsable de los muchísimos excesos criminales de la llamada Revolución Cultural (que Mao había delegado en su mujer).
Jian Qing era despreciada en el círculo del gobierno; su poder había sido obtenido directamente de Mao. Pero Mao ya no estaba; ergo, el poder tampoco. Se esperaba que Jiang aceptara su culpabilidad en los crímenes, pero Jian jugó su carta: insistió en que todo lo había hecho con la aprobación de Mao. Llamó a sus acusadores “revisionistas y criminales” y no se retractó de sus acciones. Fue sentenciada a muerte, pero dicha pena fue conmutada por la de cadena perpetua.
En cuanto al papel de Mao en la Revolución Cultural, el fiscal determinó que “un error de ninguna manera puede engrandecer los grandes logros de nuestro líder”. Ajá. Eufemismos a la orden del día.