Charles Lindbergh, el héroe menos pensado

Dos semanas antes de despegar del aeropuerto de Nueva York, nadie había oído hablar de Charles Lindbergh. A pesar de ser el hijo del senador por Minnesota, la primera vez que se publicó la noticia del viaje en el New York Times, escribieron mal su nombre. Ya tendrían oportunidad de corregirlo.

Entre los antecedentes de este joven aviador de 25 años, se contaba el de haber sido el piloto que más veces se había salvado de morir en un accidente, gracias a haber saltado en paracaídas en el momento oportuno. Cuatro veces Charles Lindbergh se había arrojado de un avión en picada, todo un récord que no ha sido superado, pero que no era garantía para lograr su cometido.

El abuelo de Charles había llegado de Suecia. Su apellido era Mansson, pero por algunos problemas legales y financieros se cambió el nombre a Lindbergh. El padre de Charles era un abogado que llegó a senador, y su madre era profesora de química que ejerció una notable influencia sobre su hijo, aunque la relación que los unía era, según la prensa, fría y distante. A pesar de que nunca se divorciaron, los padres de Charles vivían separados. Su padre falleció de un accidente cardiovascular en 1924.

Charles había nacido en Detroit el 4 de febrero de 1902 y estudió ingeniería, aunque no llegó a graduarse para dedicarse a la aviación. Le fue concedido el título de capitán de la reserva del ejército americano gracias a un curso de piloto que realizó en 1921.

Charles era abstemio, no fumaba ni bebía café, y hasta el momento que anunció su intención de cruzar el Atlántico, nadie le conocía una pareja. Para cuando se presentó al premio Orteig, hacía apenas cuatro años que volaba solo.

Su vida hasta entonces, había sido tan apacible, que cuando los periodistas llegaron a Little Falls, su pueblo natal, a buscar anécdotas de su juventud, nadie podía recordar nada notable del joven. De hecho, cuando Charles escribió su autobiografía, solo destinó unos pocos renglones a su infancia. En realidad, gracias al puesto político de su padre, había conocido la Casa Blanca, visitado el Canal de Panamá y estudiado con los hijos de Teddy Roosevelt. Pero su actitud era tan distante que parecía no formar parte del medio en el que se movía. De hecho, había pasado por once colegios antes de graduarse, pero sus compañeros apenas lo recordaban.

La industria aeronáutica en Estados Unidos era muy limitada, de hecho, ese año (1927) en Alemania las compañías de aviación habían transportado casi 150.000 pasajeros, mientras en U.S.A. ninguno.

La actividad aerocomercial no estaba regulada en América, a punto tal que no se llevaban registros de las muertes por accidentes aéreos (por estimaciones periodísticas se calculaban que sumaban 500 muertos).

La mayor parte de los pilotos se ganaban la vida fumigando cosechas, transportando correo y lucrando con acrobacias en las ferias locales. De hecho, no todas las ciudades tenían aeropuertos (San Francisco, por ejemplo, no contó con uno hasta 1927). Y ninguno de ellos tenía torre de control.

Curiosamente, el hombre encargado de regular el transporte aéreo en U.S.A. era Dwight Whitney Morrow, un abogado que nada sabía de aviones y por circunstancias azarosas de la vida, sería el suegro de Charles.

El gran mérito de Lindbergh no fue volar sobre el Atlántico, sino lograr acondicionar una nave para concretar la hazaña. Tuvo que convencer a casi un centenar de empresarios que dispusieron los medios para hacer un avión de acuerdo a sus criterios. La ciudad de San Luís, Misouri, se había convertido en el centro de la industria aeronáutica en Estados Unidos y hacia allí viajó Charles, dispuesto a organizar este vuelo. Por tal razón, la nave se llamó “El Espíritu de San Luís”, en honor a la ciudad y no del santo, que no tenía en su haber ninguna proeza aérea.

Después de algunas entrevistas, logró que una pequeña fábrica de aviones llamada Ryan Airlines (al borde de la quiebra) le vendiese una de sus máquinas por U$S 6.000.

Por dos meses Charles trabajó con los ingenieros a fin de lograr una máquina que pudiese cargar suficiente combustible para el viaje. Para lograrlo, el Espíritu de San Luís (vea bien las fotos) no tenía parabrisas. El tanque principal fue ubicado en la parte delantera de la nave. Lindbergh veía por las ventanillas laterales, pero para mirar hacia adelante, tenía un periscopio.

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El avión tampoco tenía frenos (entonces ningún avión los tenía)

La nave era algodón Pima pintado con seis capas de pintura de aluminio. Solo la punta del avión era de metal. El tablero de control tenía diez relojes, el central era el de combustible. ¡Y tenía un solo motor! En definitiva, la empresa en la que se embarcaba Lindbergh era como cruzar el Atlántico en una tienda de campaña.

El primer vuelo de prueba lo realizó en abril de 1927, y la máquina llegó a los 200 km por hora. Este y los que le sucedieron fueron vuelos cortos, de pocos minutos.

Cuando Lindbergh se enteró que Nungesser y Coli habían departido de París, pensó en cambiar su proyecto y ser el primero en cruzar el Pacífico. Probablemente, ésta hubiese sido su pasaje a la muerte… Pero la desaparición de los franceses franqueó el vuelo de Lindbergh, quien debió esperar a que mejorase el tiempo para despegar (las inundaciones de ese año en la cuenca del Mississippi, fueron las peores del siglo).

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Charles Nungesser y François Coli.
Charles Nungesser y François Coli.

 

A pesar de su timidez, Lindbergh pronto se convirtió en un preferido del público americano. El día que llegó a Nueva York, 30.000 personas lo esperaban en Curtiss Field. Este también fue el comienzo de una relación tortuosa con la prensa, que insistía en preguntarle cosas de su vida particular, a las que él respondía de forma poco locuaz. En un momento dos hombres de prensa entraron abruptamente a la habitación del hotel donde se hospedaba, para tratar de tener una foto más espontánea de este joven que tenía a todo el mundo muy intrigado. Tampoco tuvieron suerte los hombres de prensa cuando la Sra. Lindbergh fue a despedir a su hijo. No se sacaron fotos abrazados, y ella solo se despidió con un parco “Buena suerte y adiós”.

Había otros dos aviones que aspiraban llegar a París. El América, del comodoro Byrd, y el Columbia, de Chamberlin y Acosta. Para los entendidos, éstos dos tenían más posibilidades de completar el viaje que el Espíritu de San Luís, pero Lindbergh sabiendo que el clima sobre el Atlántico había mejorado, se adelantó a sus competidores, fue al aeropuerto Roosevelt y preparó su nave para la aventura.

Curiosamente, el aeropuerto Roosevelt se llamaba así por el hijo del ex presidente, Quentin Roosevelt, piloto muerto durante la Primera Guerra Mundial, que había sido compañero de estudios de Lindbergh.

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Finalmente partió a las 7,52 horas del 20 de mayo de 1927, con cinco sándwiches de pollo y tres litros de agua. Después de tres intentos logró despegar. Lo esperaban 33 horas de vuelo hacía la gloria.

A pesar que las relaciones entre Francia y Estados Unidos no atravesaban su momento más feliz, más de 100.000 franceses corrieron al aeropuerto de Le Bourget a recibir al piloto americano cuando se enteraron que éste aterrizaría en suelo galo.

El piloto no tenía la menor idea sobre la reacción del público, es más, estaba preocupado porque no tenía visa, ni reserva de hotel, y quería hablar lo antes posible con su mamá para que avisarle que había llegado en una sola pieza. Además, por cuestiones del peso que podía transportar, no había llevado ropa ni su cepillo de dientes.

A las 10:22 PM tocó tierra, y minutos más tarde se desató la locura: miles de franceses que se dirigieron a Le Bourget causando un atascamiento infernal. La gente dejaba sus automóviles en el camino y seguía caminando, para ver al nuevo héroe para llevarlo en andas. No solo querían tocar al ídolo, sino también llevarse un souvenir de este momento histórico. En pocos minutos estaban desarmando al Espíritu de San Luís, y a Charles le robaron el casco, su saco, el cinturón y la bufanda… Dos aviadores franceses fueron a su rescate y lo trasladaron a la residencia del embajador norteamericano. Lo primero que pidió al llegar, fue un vaso de leche. Aun después de casi 60 horas sin dormir, el joven piloto se prestó a una breve conferencia de prensa. Después se fue a descansar, y diez horas más tarde era el hombre más famoso del mundo. Un periódico afirmó que su vuelo había sido “el acontecimiento más significativo de la humanidad, desde la Resurrección”.

Entonces Lindbergh no podía imaginarse que sería paseado por el mundo como un semidiós, que se casaría, tendría un hijo y que éste moriría víctima de un secuestro, llamado “el crimen del siglo” (ver link: https://historiahoy.com.ar/el-crimen-del-siglo-n802). Tampoco se imaginaba que sería el más vehemente opositor a que los Estados Unidos entrara en guerra con Alemania, ni que recibiría una condecoración de manos del Führer. Menos aún se imaginaba que ganaría el Premio Pulitzer (1954), y que asistiría al Premio Nobel de Medicina, Alexis Carrel a diseñar una bomba cardíaca, buscando juntos las llaves de la inmortalidad.

Al momento de aterrizar en París, Lindbergh dejó de ser el héroe menos pensado para convertirse en una de las personalidades más conocidas y controvertidas del siglo XX.

Charles Lindbergh murió a causa de un linfoma, el 26 de agosto de 1974, en Kipahulu, Hawai.

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