Así como el ignorante está muerto antes de morir,
el hombre de talento vive aun después de muerto
Publilio Siro
“Moriré como un rebelde. No pierdan tiempo en lamentar mi muerte, organícense”, esta fue la despedida de Joe Hill.
Lamentablemente, la falta de organización impidió que se cumplieran sus últimos deseos y sus restos encontraron singular reposo durante setenta años en una oficina de correos. ¿Cómo llegó Joe hasta allí? Es una historia que comienza en Suecia, en 1879, cuando nació Joel Emmanuel Hägglund. Los años y las luchas partidarias lo convertirían en Joe Hill, el legendario gremialista, cantor y poeta que muriera fusilado en 1915.
Luego de la muerte de sus padres, Joe viajó a Estados Unidos con uno de sus hermanos, buscando fortuna en esa tierra de promesas. Recorrió el país ejerciendo múltiples oficios: fue minero, estibador portuario y sobre todo poeta. En 1910, se unió a los Trabajadores Industriales del Mundo [Industrial Workers of the World]. Los wobblies ‒como eran conocidos los integrantes de este grupo, cuya sigla en inglés era Iww‒ rechazaban todo tipo de negociación gremial y promovían “acciones directas” para imponer su retórica revolucionaria. Durante su militancia sindical, Joe utilizó sus canciones como modo de lucha y difusión de consignas partidarias. Las cantaba en las reuniones sindicales, en las calles de los barrios obreros y durante las huelgas, como himnos combativos. Su activa participación sindical, sumada a los poemas que satirizaban la mentalidad burguesa estadounidense, prontamente lo convirtieron en un ídolo del movimiento radical.
Work and pray, live on hay
You’ll get pie in the sky when you die
* * *
Trabajen y recen, y vivan del heno,
al morir tendrán su porción de cielo.
A Joe Hill no le tocó ninguna porción de ese cielo.
En 1913, se instaló en Utah, donde organizó una huelga. Un año después, subsistía precariamente en Salt Lake City, sin trabajo fijo, cantando en algunos actos partidarios.
Un día, dos hombres enmascarados mataron a un ex policía llamado John Morrison y a su hijo. Morrison, antes de morir, logró herir a uno de los agresores. Pocas horas después, Joe Hill fue a atenderse a un hospital con una herida de bala.
No fue difícil atar los cabos sueltos y el poeta fue acusado del asesinato de Morrison, aunque nadie pudo identificarlo como el agresor. Tampoco Joe explicó muy claramente la forma en que había sido herido. Contó una vaga historia sobre una pelea por el honor mancillado de una señorita, pero ni la señorita ni el agresor se presentaron a declarar.
Desde el comienzo, Joe Hill tuvo a la prensa en contra. Comunista, activista y extranjero: era todo lo que necesitaba la burguesía estadounidense para condenarlo. Tampoco era mormón, lo que en el estado de Utah era como una maldición divina.
Pocos días más tarde, el juez firmaba su sentencia a morir fusilado.
Gran revuelo internacional. Suecia pidió revisar el caso. Setenta y cinco mil cartas inundaron la gobernación de Utah. El presidente Wilson envió dos telegramas pidiendo la anulación de la pena de muerte. Todo fue en vano. Joe Hill fue fusilado el 19 de noviembre de 1915.
Consciente de su martirio, Hill pretendió convertirse en un santo del proletariado. Antes de morir escribió un poema, Mi último deseo:
My body? -Oh!- If I could choose,
I would to ashes it reduce,
And let the merry breezes blow
My dust to where some flowers grow.
Perhaps some fading flower then
Would come to life and bloom again.
This is my last and final will.
Good luck to all of you.
* * *
¿Mi cuerpo? -Oh!- Si pudiera elegir
a cenizas lo reduciría
y que sople mi polvo la suave brisa
donde algunas flores crecen.
Quizás allí alguna flor desfallecida
una vez más vuelva a la vida.
Este es mi último y final deseo.
Buena suerte a todos ustedes.
En realidad, no fue este su último deseo. En una carta a sus camaradas, les suplicó: “Sáquenme de Utah cuando muera”.
Así lo hicieron. Su cuerpo fue despedido de Salt Lake City por miles de obreros que lo acompañaron hasta la estación. Viajó en tren hasta Chicago, donde otra manifestación lo recibió entonando sus canciones. Dos días después, su cuerpo fue cremado. La idea era remitir sus cenizas a todos los comités del mundo de la Iww y, el 1 de mayo de 1916, dispersarlas al viento como un homenaje a este poeta de la protesta. Bella idea que no se pudo cumplir, al menos en el tiempo y forma que habían planeado.
En 1915, el Congreso de Estados Unidos, ante la guerra que se declarara en Europa, había emitido el Acta de Espionaje. En ella, se prohibía remitir cualquier material considerado sedicioso… y los restos de Joe Hill fueron considerados sediciosos.
El correo confiscó los sobres con cenizas y los remitió al Bureau of Investigation (precursor del actual FBI4). Esta oficina nunca se expidió sobre el caso. Recién en 1944, el Correo Central envió todo el material incautado por el Acta de Espionaje al Archivo Nacional. Entre ellos, estaba lo que quedaba de Joe Hill.
En 1986 (¡cuarenta y dos años después de recibidos los sobres!), los burócratas del Archivo Nacional comenzaron a ordenar lo que se había confiscado en 1915 y se encontraron con las cenizas del poeta. Fue entonces cuando una pregunta paralizó a los burócratas (ya de por sí, catatónicos)… luego de siete décadas, ¿a quién pertenecían esas cenizas?
Los pocos dirigentes que quedaban de los Trabajadores Industriales del Mundo reclamaron los sobres confiscados. No era tan fácil dar curso a esta solicitud.
Los estatutos del Correo establecían que quienes retiraran sobres o encomiendas debían justificar su posesión y/o parentesco. Vale aclarar que no había parientes de Joe Hill vivos ¿Qué hacer entonces?
El tema podría haber seguido así, en vericuetos burocráticos, hasta la resurrección del mismo Hill durante el Juicio Final (cosa en la que Joe, obviamente, no creía). Fue entonces cuando una solución legal terminó con la discusión. Los abogados del Correo llegaron a la sesuda conclusión de que los restos humanos no son “archivables” por naturaleza, para eso existen los cementerios. ¡Brillante! Los burócratas del Archivo Nacional respiraron aliviados, podían hacer entrega de las cenizas a los Trabajadores Industriales del Mundo y así cumplir con el último deseo de Joe Hill, con solo setenta años de demora. Eso sí, no entregaron las cenizas en sobres, porque los sobres sí son “archivables”. Lo que quedaba del poeta fue remitido en bolsitas de polietileno.
De esta forma, después de largos años de espera, Joe Hill pudo flotar sobre la suave brisa que llega donde crecen las flores.