Céline, de odios y presitgios

Desacralizar. Esa parece ser la palabra que más se ajusta a los tiempos que corren. En el afán de correr el velo, de descubrir la podredumbre detrás de cada figura aparentemente intachable, el mundo se ha llenado de personajes incómodos y, especialmente en el ámbito artístico, se plantea un debate. ¿Qué hacemos con los genios monstruosos? ¿Se puede separar al autor de su obra?

Esta pregunta, aunque aparentemente nueva para muchos, tiene una larga trayectoria aplicable, desde hace décadas, a individuos como Louis Ferdinand Céline. Figura incómoda por antonomasia, para quien quiera ver al mundo en términos de buenos y malos, Céline tiende a caer en la segunda categoría. Antisemita declarado, misógino, misántropo, filonazi y aparente colaboracionista, muchos preferirían olvidar a un individuo así, pero Céline, parecieran decir algunos críticos, para hacernos las cosas más difíciles también escribió Viaje al fin de la noche. Este único libro – una obra de arte nihilista y, en cuanto a su forma, uno de los más influyentes para la literatura del siglo XX – formó la base de su fama y su legado, y nos hizo imposible sacárnoslo de encima.

Sin disminuirlo en este aspecto, hay algo de cierto en que Céline es de esos autores que nadie vio venir. Su primera novela apareció cuando tenía 38 años y, a diferencia de otros escritores, no tuvo una formación que apuntara a una vida en las letras. Y, sin embargo, habiendo nacido un 27 de mayo de 1894, como muchos de los hombres de su generación terminaría descubriendo que tenía algo que decir. Después de todo, él también partió al frente en 1914. Al igual que millones de jóvenes, quien entonces no era más que un suboficial llamado Louis Ferdinand Destouches, fue testigo de la masacre perpetrada en nombre de los ideales nacionalistas. Como todos ellos, él también vio desintegrarse los ideales del pasado y que tuvo que ponerse a pensar con qué llenar esos espacios.

Su experiencia en la guerra fue breve, pero intensa. Para finales de 1914, después de haber sido herido de gravedad en Ypres, Céline quedó fuera de combate. Pasó los siguientes años de la guerra ocupado en otras tareas que lo llevaron a Londres y a Camerún – de donde volvió enfermo de malaria en 1917 -, teniendo su primer acercamiento a la medicina en 1918, cuando participó de una campaña de prevención de la tuberculosis en Bretaña.

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Con la paz finalmente llegó, la década de 1920 trajo consigo una cierta estabilidad en la vida de Céline. Contrajo matrimonio con Édith Follet, madre de su única hija, Colette, se recibió de doctor en medicina y, para 1925, fue destinado a Ginebra como delegado del Instituto de Higiene de la Sociedad de Naciones. El matrimonio se disolvió al poco tiempo – probablemente por los viajes frecuentes que Céline debía hacer a África y a América, y por el desarrollo de su relación con Elizabeth Craig, su amante más famosa -, pero todas estas experiencias le sirvieron para realizar su transición hacia la literatura.

Así, mientras trabajaba de médico y asistente de dispensario en Bezons, Céline se dedicó a escribir Viaje al fin de la noche (1932). De fuertes tonos autobiográficos y con un realismo sórdido, la novela encantó y escandalizó a gente de esta y otras generaciones. Pero mucho más que eso, con su novedoso empleo de un lenguaje con grandes indicios de oralidad, mostró la forma en la que el tedio empujaba al hombre moderno a buscar un destino elusivo y, eventualmente, inexistente.

Con este libro, por su crítica al capitalismo y al colonialismo, Céline también se ganó el respeto de los ámbitos de izquierda, aunque esta admiración terminaría durando poco. Luego de publicar La Iglesia (1933) – una obra de teatro que ya tenía elementos antisemitas, pero que pasó sin pena ni gloria – Céline presentó su segunda novela, Muerte a crédito (1936). Por su sordidez, el libro no fue bien recibido y en este punto, sin obtener el mérito con el que él había soñado, el mundo del Céline literato se vino abajo. En su lugar, en cambio, surgió la bestia antisemita.

Henri Godard, uno de sus biógrafos, examinó con gran lucidez este momento, fundamentalmente para entender por qué Céline se la agarró contra los judíos en este punto. Examinando su obra y su correspondencia, para cualquiera queda claro que él ya cultivaba estos sentimientos de odio, pero de una forma más atávica. Es más, según Godard, en Muerte a crédito el autor incluso satiriza en el personaje de padre a aquellos individuos que, frente al más mínimo problema, denunciaban una conspiración masónica-israelita. Fue entonces este quiebre posterior – suscitado por el fracaso de su novela, por el decepcionante viaje a la URSS documentado en Mea Culpa (1936), y por, aparentemente, el rechazo que sufrió de parte de unos empresarios judíos frente a su deseo de montar un ballet de su autoría – que desató en Céline algo que para Godard era “como un virus que podría haber permanecido inerte en otras circunstancias, pero que, de una sola vez, se encontró activado al máximo”.

En los siguientes años, además de aproximarse a sectores de extrema derecha, se siguieron varios panfletos antisemitas, como Bagatelas por una masacre (1937) y La escuela de los cadáveres (1938), que fueron publicados con la ayuda de la agencia de propaganda filonazi Welt-Dienst. Repletos de injurias proferidas en contra de los judíos y otras minorías, los textos abogaban además por una alianza estratégica con Alemania, básicamente basada en el argumento de la unidad racial.

Aunque fueron retirados de circulación en 1939 cuando se endurecieron las leyes para evitar “incitar al odio” desde la prensa, todo esto, lógicamente, impactó en su actividad durante la guerra. Hoy se mantiene abierta la cuestión de si realmente Céline fue o no un colaboracionista, dado que se considera que, por ser considerado perjudicial por algunas figuras del régimen, no actuó como funcionario ni firmó (y ni siquiera cobró por) artículo alguno. Así y todo, además de indicios recientes que indicarían que denunció a, por lo menos, una persona a las autoridades, queda claro que al autor le gustaba provocar. Céline mandó varias cartas a periódicos pronazis sabiendo perfectamente que las iban a publicar y vio como sus panfletos de finales de los treinta (a los que se agregaría un tercero, sin traducción, llamado Les beaux draps), además, fueron recuperados por la prensa afín a la ocupación.

Por sostener estas posturas sintió miedo en 1944 y, frente al desembarco aliado, escapó a Alemania para instalarse en Dinamarca. Una vez terminada la guerra, el gobierno francés intentó extraditarlo y juzgarlo por alta traición, pero en las cortes danesas se logró reducir su sentencia a sólo un año y medio en prisión por “rebeldía”.

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En 1951, tras removerse su designación de “desgracia nacional”, Céline pudo volver a Francia y se instaló en el suburbio parisino de Meudon con su mujer, Lucette Destouches. Lejos del arrepentimiento, mantuvo sus ideales perversos, pero los sostuvo con más sutileza y menos virulencia. Así, pasó los siguientes diez años de su vida enteramente entregado a la escritura de novelas, algunas de gran valor literario, como Conversaciones con el profesor Y (1955) y la Trilogía Alemana (De castillo a castillo (1957), Norte (1960) y Rigodón, terminada en 1961, pero publicada póstumamente en 1969).

Para cuando murió en 1961, Céline había recuperado algo de su prestigio perdido, especialmente influyendo estilísticamente en los jóvenes escritores de la Generación Beat estadounidense. Sin embargo, su ideología, como dos lados de una misma moneda, era inevitable y lo acompañaría en su legado. ¿De qué manera, si no, entender que, en 2011, cuando se iban a celebrar oficialmente los 50 años de su nacimiento, por demanda de diversas organizaciones se decidió dar marcha atrás con los preparativos? Décadas después de muerto, Céline seguía dando que hablar.

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