Como decía esa vieja canción de Serrat: “Por una noche se olvidó que cada uno es cada cual” y aunque se refería a la noche de San Juan, la expresión es válida para los carnavales, que este año no permitirán ver cómo “el prohombre y el gusano, bailan y se den la mano sin importarle la facha”.
Aunque muchos coincidan en que el carnaval es una derivación de las celebraciones romanas, como las Saturnales, las Lupercales o las bacanales en honor a Dionisio, donde era frecuente ver escenas como las que describía Serrat, es difícil precisar el origen de estas fiestas.
No todos coinciden con su génesis y hay quienes le atribuyen un origen egipcio (en honor al toro Apis) o de Sumeria, adorando al dios Baal. Tampoco coinciden con la etimología ya que su acepción más común es el carnen-levare, o abandonar la carne, como inicio de la cuaresma.
En cambio, versiones más modernas sostienen que proviene de una procesión de botadura de naves por la diosa egipcia Isis -carrus navalis-; otros autores le adjudican un origen hindú con connotaciones eróticas por la diosa Kamadeva, la deidad del amor, a quien está dedicado el Kamasutra. En la mitología griega, relacionado con las fiestas dionisíacas, aparece la figura del Rey Momo, el dios del sarcasmo.
Opciones y debates sobre el origen del carnaval no faltan, pero lo cierto es que esta explosiva mezcla de anonimato, erotismo y bromas pesadas convirtieron al carnaval en una celebración non sancta proclive a excesos, desenfrenos y desahogo, y en esta algarabía exagerada está la clave del éxito de estas celebraciones milenarias en distintas partes del mundo, que por muchos años habilitaron una confraternización sin discriminaciones sociales.
Venecia se caracterizó por una tolerancia religiosa y espíritu más liberal que las otras ciudades y Estados. Gracias al florecimiento económico, los habitantes de la Serenísima desarrollaron una extraordinaria afición por los festejos que llegó a su apogeo cuando en 1296 comenzaron las celebraciones de los carnavales, que con los años excedieron los cuatro días para pasar a durar varias semanas.
Príncipes, millonarios y artistas, como el famoso Casanova, Gabriele D’Annunzio, Robert Browning, George Sand, Alfred de Musset y Carlo Goldoni, amparados tras las celebres máscaras que garantizaban su anonimato, acudían desde toda Europa para gozar de sus bondades y esas libertades.
Cada máscara tenía su historia e identidad. Arlequíno, por ejemplo, era un personaje astuto y burlón, contrapuesto a Pantaleone, un usurero tacaño y gruñón. Polichinela representa al filósofo soñador, mientras que Colombina a una inocente femme fatal que rechaza las pretensiones de Pierrot, el payaso enamoradizo al que siempre se lo ve con una furtiva lágrima, consecuencia de tales despechos.
Esta actitud irreverente de las clases más bajas amparadas por el anonimato, actuaba como válvula de descompresión de los problemas cotidianos. Los ritos de igualdad en una transgresión autorizada, terminaban consolidando el orden establecido, después de liberar tensiones y permitir una parodia crítica a las autoridades. De hecho, Venecia, una de las ciudades-estado más antigua de Europa, casi no sufrió revueltas sociales como las que convulsionaron a otras poblaciones gobernadas con menos liberalidad.
Como decía Serrat, que cada uno es cada cual, podría contribuir a recuperar el ánimo colectivo y aminorar los costos sociales de la malaria.