En la construcción de nuestro relato histórico se ha tratado de ocultar todo atisbo monárquico de nuestros próceres. Belgrano, San Martín y Pueyrredón, los hacedores de nuestra nación, fueron convencidos monárquicos, atentos a la violencia desmedida desplegada por los republicanos franceses, que convirtieron la revolución en una carnicería. La derrota de Napoleón en Rusia y la ascendente figura del zar Alejandro habían creado en Europa la necesidad de restaurar de una vez y para siempre la institución monárquica como forma de gobierno.
Solo Estados Unidos persistía como ejemplo republicano. Los gobiernos patrios que se sucedían a ritmo vertiginoso (Primera Junta, Junta Grande, Triunviratos, Asambleas y Directorios) tenían una cosa en común: el pánico a una retaliación española. De allí que se mantuviese “la máscara de Fernando VII” y la bandera española flameando sobre el Fuerte de Buenos Aires. De hecho, Belgrano había sido severamente reprendido por Rivadavia al enarbolar la enseña patria. Una cosa era la escarapela necesaria para poder individualizar a las facciones en pugna (que además mantenía los colores borbónicos) y otra era luchar bajo bandera propia. Curiosamente, los partícipes de esta disputa fueron convocados por el director Posadas a fin de buscar un príncipe europeo para instaurar una monarquía en el Río de la Plata.
Al pasar por Río de Janeiro, los diplomáticos argentinos sufrieron otro desaire. La reina Carlota, hermana de Fernando VII, se negó a recibirlos. Hasta entonces, habiendo sido el único miembro de la familia que no había caído presa de Napoleón, promocionaba su figura como la legítima opción de continuidad para los Borbones. Vuelto su hermano al trono, nada tenía que hablar con estos revoltosos.
Pocos años antes, Belgrano se había entusiasmado con la propuesta del carlotismo, que además era bien visto por la diplomacia británica. El problema es que Carlota estaba casada con Juan VI de Portugal y los lusitanos eran los enemigos acérrimos de las colonias por sus pretensiones territoriales.
Así las cosas, siguieron a Londres donde se encontraron con Manuel de Sarratea que había iniciado un proyecto que entusiasmó a Belgrano y Rivadavia: coronar al infante Francisco de Paula, hijo menor del exrey Carlos IV (aunque fuera fruto de los escarceos entre la reina María Luisa de Parma y el ministro Godoy). Con la anuencia de los británicos (gesto indispensable para que los porteños tomasen alguna decisión) fueron a entrevistarse con Carlos IV que vivía su exilio en Roma. El retorno de Napoleón a Francia después de haber permanecido en la isla de Elba, le daba algunas posibilidades al ex monarca de volver a ocupar el trono de España.
De intermediario actuó el conde de Cabarrús, hijo de un asesor de finanzas del reino, con quien firmaron un compromiso, “a fin de conseguir del justo y piadoso ánimo de su majestad… la cesión del serenísimo infante con Francisco de Paula“.
Ya se habían planteado una constitución para una monarquía parlamentaria, se tenía pronto el escudo de armas del nuevo reino (diseñado por Belgrano) y los distintos títulos mobiliarios que habrían de repartirse entre los políticos criollos a fin de crear una aristocracia local. También estaba decidido que Carlos IV y Godoy, el llamado Príncipe de la Paz, habrían de cobrar una anuencia anual por el resto de sus días.
Sin embargo, el temor a Napoleón que tenía Carlos IV y la negativa de Fernando VII a ceder un ápice de su poder sobre las colonias, echó por tierra los planes de los diplomáticos porteños. Sarratea no se dio por vencido y junto a Cabarrús propuso secuestrar al infante, circunstancia que irritó a Belgrano, quien por poco llega a un duelo con el conde.
En julio de 1815 el Directorio revocó los poderes de Belgrano y Rivadavia. El primero después de permanecer unos días en Europa, volvió al país para comandar la compleja situación mundial con los asistentes al Congreso de Tucumán.
Mientras tanto, Rivadavia y Sarratea continuaron con la idea de traer un monarca a estas orillas. En mayo de 1816 el conde de Cabarrús entrevistó al primer ministro español don Pedro Ceballos, con un poder de Sarratea, a fin de establecer un reino independiente en el Río de la Plata. Ceballos rechazó de plano la propuesta. Sin embargo, esta negativa no intimidó a Rivadavia quien se presentó ante el mismo ministro con las credenciales vencidas extendidas por un Director Supremo que ya no ejercía. En la carta de presentación el futuro presidente argentino le pedía a Fernando VII “que se digne, como padre de sus pueblos, a darles a entender los términos que han de reglar su gobierno y administración”.
A pesar del reconocimiento de su vasallaje al monarca como representante de una colonia integrante de la monarquía, Rivadavia fue expulsado de España el 16 de julio de 1816, cuando aún se desconocía que las Provincias Unidas, acababan de declarar su independencia de la metrópolis.
Las propuestas monárquicas se sucedieron y fue el mismo Belgrano quien propuso consagrar a un inca como rey de esta comarca. La idea fue defenestrada por el diputado José Manuel García y Tomás de Anchorena, quienes ridiculizaron la propuesta, argumentando que ninguna princesa europea estaría dispuesta a casarse con un “cholo”.
Las ideas monárquicas subsistieron hasta que la fallida constitución de 1819, redactada por muchos integrantes del Congreso de Tucumán (es decir lo más granado de la intelectualidad del exvirreinato) fueron rechazadas por los caudillos del interior, justamente por la posibilidad de caer en una monarquía parlamentaria tipo británica.
Los últimos días de Belgrano estuvieron signados por esta disputa ya que entregaba su último aliento mientras Buenos Aires se sumía en el caos al no haberse aprobado ni la constitución de 1819, ni una forma de gobierno nacional.
Como decíamos al comienzo, las inclinaciones monárquicas de nuestros prohombres fueron escondidas en un segundo plano ya que el nuevo proceso educativo del Centenario debía borrar toda mácula de los hacedores de la Patria a fin de que los hijos de los inmigrantes (arrojados de la vieja Europa gobernada por monarcas) pudiesen sentirse orgullosos de la amplia visión de los constructores del país que habían adoptado. Cabe comprender que no hay nada “pecaminoso” en la actitud monárquica de Belgrano y tantos otros, que veían con naturalidad las funciones de un rey así como otras instituciones propias de la época.
Entender la historia es ubicarse en la cronología y el espacio, las ideas y cosmovisión de los agentes actuantes en ese tiempo y lugar. Juzgarlos con la moral e ideas del siglo XXI es distorsionar las perspectivas de esos individuos, incurriendo en un tendencioso anacronismo.
Nota también publicada en https://www.ambito.com/opiniones/belgrano/dia-la-bandera-lo-que-no-sabemos-n5111177