Arturo Capdevila – Presencias

1962. La esquina es gris. Gris es la casa, gris la puerta cochera, ancha y de hoja doble. Un ventanal de línea algo sesgada asoma su rectángulo sin cortinas, como con desdén, a la calle. Hace años -de treinta en más- que mira sin ver cómo la ciudad crece; cómo estratifica en derredor sus babélicas graderías de crudos colores asépticos; cómo estira sus miembros pletóricos; cómo gana en insolencia lo que ha perdido en humildad. En Juncal, casi sobre Canning, el desarrollo capitalino no repara mucho en matices. Tampoco repara en ellos -pero porque es altiva- la señera casa gris. En ella vive don Arturo Capdevila. O el doctor Capdevila. Como ustedes quieran; quien acapara en este momento nuestro interés es el autor de “Melpómene”. La obra acaba de cumplir medio siglo y el peregrinaje se impone. Ustedes recuerdan -¿verdad?- aquel cadencioso andar: “Melpómene, la Musa de la tragedia viene…”

Y éste es el poeta. La calificación es limitativa, lo veremos enseguida. Tres veces padre, nueve veces abuelo, sus 73 años menudos y ágiles se atarean en mil menesteres. El número de sus libros… ¿Cuántos, don Arturo? No recuerda: sesenta, setenta, quizás más. Poco importa en el fondo. Tiene que seguir, seguir. Como el Chantecler de Rostand, no puede admitir que amanezca sin que él haya cantado. ¿Suscita acaso con ello el amanecer? Él sabe muy bien que no, pero nada le cuesta creerlo: es bueno pensar que se ayuda un poco a que salga el sol. ¡Qué perfecta conjunción de cigarra y hormiga!

Hace tres décadas que trabaja entre estas paredes cuyo espacio parecen carcomer los libros. Los hay por todas partes y en todas las disposiciones imaginables: alineados, apilados, escalonados desparramados. Cubren clásicas estanterías, asaltan los muebles, echan a andar en inmóvil procesión a lo largo de un pasillo adyacente, hacia el remanso de una misteriosa antecámara. Emergen de esta marea de papel un receptor de alta y anticuada caja, un sofá, un par de sillones, un escritorio estilo ministro sobre el que hay una cabeza ya recubierta por la pátina verdosa del bronce. Es la de Capdevila. La esculpió un italiano llamado Primitivo Icardi que se radicó en Córdoba, donde murió relativamente joven, tras un fugaz viaje a su país natal. Y en un rincón -celeste y oro- otro recuerdo de la Docta: la efigie de Nuestra Señora de Montserrat.

Don Arturo evoca su infancia. Siempre habla de ella, vive en ella. “En el Colegio de Santo Domingo pasé las mejores horas de mi vida”. Mantiene hacia seres y cosas una suerte de fidelidad que sobrecoge. Sus primeros amores no han cambiado. El Cantar de los Cantares lo colmó siempre de embeleso. Y detrás de él, entero, omnipotente, indiscutido, un solo artista: Víctor Hugo. Hay que tener una valentía poco común para confesar una admiración excluyente.Decimos bien: excluyente, no negadora. Para Capdevila, Hugo sobrepasó a su tiempo además de dominarlo. Fue también parnasiano y simbolista. Don Arturo no deja nunca de manifestar su respetuoso afecto, Place des Vosges, cada vez que va a París. Pero tiene otros devotos. Ama todo lo español, Galdós en especial. Y en América, desde luego, Darío, Lugones. Así y todo, su expresión poética ha buscado un cauce esencialmente española, la del romance. Él gusta de su facilidad sujeta no obstante a las normas de la métrica. Porque la métrica es ley sagrada para el poeta. Cuando se le pregunta qué piensa del verso libre, contesta: “La libertad es hija de la ley y salirse de la ley es perder la ley y la libertad”. O bien: ¿Por qué no poner en prosa líneas arbitrariamente cortadas?

Si se medita un poco sobre estas respuestas, se cae en la cuenta de que todo es y ha sido ley para Capdevila. Doctor en jurisprudencia, escribió tratados de derecho. Historiador, se ajustó a un método de búsqueda determinado. Ensayista, se sometió a todos los rigores de la exégesis. Autor dramático, se cuidó mucho de infringir los cánones del género. Poeta, versificó sin apartarse un ápice de la prosodia. Y hombre de ciencia, siguió la ruta generalizadora de los grandes investigadores. Este último es un Capdevila a quien pocos conocen. La medicina -lo confiesa él- fue su primera gran vocación.

Estudió por su cuenta, alternando sus experimentos con su tarea literaria. Ha escrito sobre la lepra y sobre el cáncer. La lepra le interesó, hace de esto muchos años, cuando fue a un leprosario en busca de un héroe para las novelas que pensaba escribir. Observó, indagó. Con el correr del tiempo se inclinaría con pasión sobre el microscopio. Sostiene una tesis que muchos especialistas consideran seria y valedera. Lo mismo en lo que respecta al cáncer. Para referirse a su enfoque personal creó una disciplina. Y una palabra: prandilogía. Esto significa, sin mayor traición a la idea, que “toda enfermedad se ingiere”. Y aquí también Capdevila encontró la ley, rectora de todo acontecer humano. Está escribiendo su sexto libro de medicina. No descansa. Estima que no podría. Como Booz, está soñando que crece como un enhiesto tronco hirsuto de retoños, mientras Rut duerme esperando a sus pies.

¿Y Melpómene? Convocada otrora por un arrebato emocional, hoy viene sola y se sienta a la vera del hombre. Sus coturnos ya no tocan a rebato. Su máscara es la de la calma. Esta es su morada. No es más que la conciencia que el hombre tiene de su fragilidad y de su fortaleza. Vive en el tiempo sin tiempo del hombre interior. Es su ayer, su hoy, su mañana, su siempre. Y hace -a no dudarlo- que Capdevila sea al mismo tiempo cigarra y hormiga.

Roberto Bensaya, Buenos Aires, 1962.

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