Andrés Bello, al servicio de América

Andrés Bello es uno de esos intelectuales decimonónicos cuyo nombre despierta admiración en toda América Latina por la increíble dedicación que él invirtió en este continente. Como pocos en estas tierras, vivió una vida compleja, ajetreada y atravesada por las realidades de un espacio que dejaba de ser una unidad imperial para transformarse en diversas naciones. Pero desde esta nueva perspectiva, él se distinguió al ser capaz de reconocer, estudiar y difundir la originalidad Hispanoamericana.

Más aún, en un derrotero que se vuelve inabarcable, encontramos a un Bello que siempre estuvo dispuesto a servir a su patria, cualquiera que fuera. Lo vemos en su período de formación inicial en Venezuela, en su momento de expansión y perfeccionamiento en Inglaterra, y, sin dudas, en una tercera etapa de consagración en Chile.

El primero de todos ellos, desde ya, comenzó con el nacimiento de Bello en Caracas, entonces capital de la Capitanía General de Venezuela, el 29 de noviembre de 1781. Hijo de Don Bartolomé Bello, abogado, y de Ana López, la nieta de Juan Pedro López, el más importante pintor venezolano de los tiempos de la colonia; su pertenencia a una familia de cierta posición social le permitió contar desde muy joven con los alientos necesarios para desarrollar su intelecto. Así, de las escuelas de frailes pasó rápidamente a la Universidad, dónde se recibió de Bachiller en Artes, y de allí, a los estudios en Derecho y Medicina, ambos inconclusos. En paralelo, trabajó como profesor particular, se interesó por las ciencias – destacándose su contacto con Aimé Bonpland y Alexander Humboldt en su expedición a la Silla del Ávila en 1800 – y por los idiomas, llegando a dominar el francés, el inglés y el latín que, en el caso de los últimos, aprendió de forma autodidacta.

Tal compromiso con el saber, aún en estos primeros años, logró llevarlo a lo más alto de la administración colonial y obtuvo por concurso el puesto de Oficial Segundo de la Secretaría del Capitán General en 1802. Desde esta posición, él trabajó en importantes campañas, como la famosa Junta de la Vacuna en 1807 – a la que también dedicaría poemas – destinada a resolver el flagelo de la viruela, y ejerció con orgullo el puesto de redactor de la Gaceta de Caracas, uno de los primeros medios del país creado a partir de la introducción de la imprenta en la región en 1808.

Sin embargo, como muchos de sus compatriotas, con la llegada de la revolución el 19 de abril de 1810, Bello se dejó seducir por los aires independentistas. Así, rápidamente, abandonó su lealtad a la corona española y, para junio, por sus conocimientos de inglés, ya se encontraba embarcado hacia Londres junto con Simón Bolívar y Luis López Méndez en una misión creada para lograr el reconocimiento británico de la naciente República de Venezuela.

Una vez llegados al otro lado del Atlántico, no obstante, la situación se tornó difícil para un grupo que no consiguió los apoyos deseados en el momento en el que más los necesitaban. En América, la Primera República cayó y la misión se desbandó, debiendo Bolívar retornar a Venezuela. Para Bello, de todos modos, la situación tuvo sus ribetes positivos en tanto que Londres le permitió ganar la perspectiva suficiente como para percibirse, más que venezolano, americano. Allí pudo aprovechar el contacto con revolucionarios y con personas influyentes de la cultura, las bibliotecas y los museos; todos elementos que lo habilitaron a hacerse una idea más acabada del continente que había dejado atrás y la forma en la que aquél se sacudía con la creación de cada nuevo estado.

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En general, se ha dicho que este es el período en el que Bello empezó a perfilarse como el intelectual que la posteridad recordaría. Después de todo, fue en estos años que Bello escribió sus versos más famosos – Alocución a la Poesía (1823) y Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida (1826) -, que participó de varias empresas periodísticas y que entró en contacto con los avances más modernos en materia de ciencia. Pero, a pesar de todo, los 19 años del venezolano en Inglaterra también fueron años de desesperación. Como el Zama de Di Benedetto, Bello esperaba pacientemente – sufriendo de todo, desde penurias económicas, hasta la muerte de su primera esposa y su tercer hijo – que desde Venezuela le anunciaran qué era lo que debía hacer con el proyecto de embajada que lo había llevado allí en primer lugar.

Las razones de la espera no están del todo claras y se han considerado factores que van desde lo coyuntural hasta la relación específica que Bello mantenía con Bolívar, pero lo cierto es que, en algún momento, Bello se cansó. Su frecuentación de los círculos latinoamericanos en Inglaterra lo llevó a conocer a gente de la embajada chilena y, necesitado de trabajo, se puso a su servicio. Cuando se le venció el contrato, si bien parece que apareció la notificación que le llegaba desde la recientemente formada Gran Colombia, surgió la posibilidad de viajar a Chile y él eligió partir.

De este modo, hacia 1829, comenzó la que sería la tercera y última etapa en la vida de Bello. En una carta que le dirigiera Juan Germán Roscio, prócer venezolano, cuando todavía se barajaba la posibilidad de que él volviera a su tierra natal, él le había escrito: “Ilústrese más para que ilustre a su patria”. Pero todo el saber que él había recopilado tras largos años de estudio, no fue a parar a Venezuela, sino a su nueva patria chilena y, de ahí, al resto de América. Un lugar en el que todavía estaba todo por hacerse y en el que, tal como lo había hecho hasta entonces por los suyos, se dedicaría intensamente durante 36 años al servicio público. Así, instalado en Santiago, del Ministerio de Hacienda pasó al de Relaciones Exteriores, se le otorgó la ciudadanía en 1832, llegó a ser Senador desde 1837 hasta 1864, contribuyó en la redacción de la Constitución de 1833 junto con Mariano Egaña y, ya muerto su colega, escribió el Código Civil chileno de 1835, obra extremadamente influyente de la jurisprudencia latinoamericana.

No contento con eso, además se preocupó por la educación, gestó reformas ortográficas, teorizó sobre el idioma y la cultura castellana y se esforzó por lograr que éstas se ampliaran para incluir una perspectiva americana. Así es que, para Bello, no bastaba poner el foco, tal como afirmaría Sarmiento, sólo en la educación primaria. Él estaba convencido de que la instrucción del pueblo era “una necesidad primera y urgente; como la base de todo sólido progreso; como el cimiento indispensable de las instituciones republicanas”, pero el contenido de esa educación debía ser elaborado teniendo en cuenta el contexto local. Tal como él lo expresó para el caso chileno: “su civilización es una planta exótica que no ha chupado todavía sus jugos a la tierra que la sostiene”. Por eso, para producir saberes verdaderamente americanos, saberes que no fueran meras importaciones europeas, Bello alentó la creación de la Universidad de Chile, institución de la que fue rector desde 1843 hasta su muerte.

Por todo esto, para cuando Bello falleció de fiebre tifoidea el 15 de octubre de 1865, a punto de cumplir 86 años, lo hizo siendo considerado un héroe chileno. Para cualquiera que hoy se acerque al país, sin duda aún verá las estelas de su influencia en su patria de elección, pero más que patrimonio de una sola nación, Bello merece ser recordado como algo más grande. Tal como expresó el historiador Alfredo Gorrochotegui, “Bello tiene un gran significado para América y es el hecho de que pensó América”. En actitud integradora, en una vida de sacrificio silencioso y tímido, Bello fue a contramano de su tiempo, ignoró las divisiones geográficas y, en definitiva, se alzó como una suerte de apátrida, alguien que sacrificó sus dos nacionalidades para alzarse con una identidad completamente nueva.

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