Alejo Carpentier es un nombre que resuena en la historia cultural por su notoriedad como uno de los escritores cubanos más importantes del siglo XX. Notoriedad, que sin embargo muchas veces distrae de otras facetas de su persona, como su impresionante vocación musical. Es que, antes de ser escritor, el célebre autor se había dedicado al estudio de la música, aprendiendo a tocar el piano a muy temprana edad, principalmente, por influencia familiar: Su padre había soñado con ser chelista, tomando clases con el mismísimo Pau Casals, y su madre tocaba el piano. Con éste historial, se esperaban grandes ejecuciones de él y Carpentier mismo aseguró que en algún momento pensó en componer profesionalmente, pero no creía que sus habilidades estuvieran a la altura. En cambio, para él el instrumento era un elemento que, ante todo, permitía acercarse a las composiciones a las cuales era difícil acceder en un momento muy incipiente de la producción discográfica. Aunque nunca llegó a ser un gran músico, la música siempre lo acompañó y es uno de los elementos que recorren toda su trayectoria como escritor. Desde lo más básico, basta mirar títulos como La consagración de la primavera o Concierto barroco para descubrir obvias referencias musicales. En un nivel más profundo, es notable como la literatura y la música se mezclan en la obra de Carpentier al punto de usarse como elemento para estructurar la narración (El Acoso de 1956, por ejemplo, está basado en una sonata) y en el desarrollo de los personajes. Pero incluso en los inicios de su carrera en las letras, antes de cumplir los veinte años y transformarse en el redactor en jefe de la mítica revista Carteles, Carpentier ya trabajaba como crítico de espectáculos. Esta es una profesión que ejercería hasta el final de su vida en 1980, llegando a escribir tantas reseñas que Zoila Gómez, quien las compiló de forma incompleta por primera vez en 1979, aseguró que tuvo que detenerse en tan solo tres tomos por el “impresionante volumen de la colección”. Este constante deambular en el mundo de la noche y los escenarios de la Habana lo puso en contacto con muchísimas figuras del medio entre los que se destacan los músicos Alejandro García Caturla y Amadeo Roldan, dos de sus más estrechos colaboradores. Armado de estos contactos y de un profundo amor, en esos años iniciales, por la vanguardia europea no llama la atención que terminara transformándose, más allá de un simple comentarista, en un importante difusor de la música nueva en la isla. Desde inicios de la década del veinte y aún después de su exilio a Paris en 1927, se esforzó por generar espacios alternativos como la Orquesta Filarmónica de La Habana y organizó programaciones que incluyeran música de vanguardistas como Debussy, Ravel o Stravinsky. Su interés por los paisajes sonoros y su vasto conocimiento en la materia despertaron en él también una veta musicóloga que exploró en profundidad en La música en Cuba (1946). Este libro, inaugural en muchos sentidos, buscaba, enmarcado en una renovación generalizada de los estudios sociales en Latinoamérica, destacar a la música como un elemento que consideraba central en la identidad cubana. El punto de partida de la investigación en 1939 era complejo, ya que no abundaban las fuentes disponibles, por lo que dedicó varios años y kilómetros recorridos a la búsqueda de documentos que se creían perdidos o inexistentes – como las partituras de Esteban Salas, compositor cubano del siglo XVIII – y, armado de esta información, fue capaz de desarrollar una teoría que ponía a la música, antes que cualquier otro arte o saber, como cúspide de la nacionalidad. Como muchos otros que pensaron en las características fundantes de la cultura americana, para Carpentier el mestizaje, la hibridez, era una lente a través de la cual se podía contemplar, también, el desarrollo de la música cubana desde sus orígenes, combinación de lo español, lo africano y lo indígena. Gracias a que pensaba en esta mezcla no como algo estático, sino en constante evolución, el resultado fue el de un trabajo que no distinguía entre alta y baja cultura, sino que enfatizaba la idea de pluralismo e insistía en que cualquier pieza podía ser importante para desentrañar las bases de la cubanidad y demostrar la increíble variedad sonora que existía en la isla.
Aunque reconocido por su osadía, las teorías presentadas en éste, su primer ensayo, hoy no están desprovistas de polémica y abundan las opiniones de quienes lo critican por su falta de rigurosidad, pero en su obra Carpentier trazó un recorrido claro a lo largo de la historia cultural del país y evitó caer en el exotismo, trabajando la música como el espacio de intercambio por antonomasia. Fue uno de los primeros en plantear las líneas de una investigación cuyo desarrollo brilla casi como el de una novela una novela y que se permitió alejarse de lo que se consideraba tradicionalmente criollo e indagar en las influencias del folklore afrocubano, hasta entonces bastante ignoradas.