A fines de 1978, Jean-Paul Sartre (1905-1980), el filósofo francés que había conmovido al mundo con su filosofía existencialista, por su libre relación de pareja con Simone de Beauvoir y por haberse dado el lujo de rechazar un Premio Nobel, era apenas una sombra de lo que había sido. Casi ciego por los problemas visuales que arrastró toda su vida, mal vestido y decrépito, arrastraba sus pies por los cafés de la Rive Gauche que habían conocido sus años de esplendor. En esos días de decadencia fue acosado por quien fue su protegido, Gérard de Cléves, un poeta loco a quien Jean Paul solía ayudar con unos francos cuando Cléves era dado de alta del hospital psiquiátrico donde pasaba largos períodos de encierro. Los pedidos de Cléves se hicieron insistentes, un día tras otro acosaba a Sartre golpeando la puerta de su casa solicitando ayuda hasta que un día, hastiado, Sartre amenazó con no darle ni un centavo más. Cléves, enajenado, se enfureció y atacó a Sartre con un cuchillo y le hizo un tajo en la mano. A duras penas Sartre y su hijastra pudieron cerrar la puerta y llamar a la policía que, no sin esfuerzo, pudo reducir a Cléves.
Desde ese día este anciano tierno, libre y orgulloso, tímido y de paso titubeante, se volvió turbado por las miradas de los otros, que él apenas podía vislumbrar a través de la niebla de sus ojos, pero que sentía como puñales. En 1973, Sartre debió asumir su ceguera. A los 4 años había perdido el ojo derecho (de allí su estrabismo). A los 77 años, su ojo izquierdo sufrió una trombosis venosa, secundaria a la hipertensión y los excesos de alcohol y al uso de drogas, como los opiáceos y la mezcalina que consumía. A esta limitación visual se sumaron otros males, como trastornos circulatorios y dolor en las piernas. Todo esto contribuyó a su decadencia. “Mi oficio de escritor está destruido”, confesó, a la vez que sus amigos eran testigos de sus minusvalías. Después de todo, en los otros estaba el infierno.
Jean Pouillon, uno de sus seguidores de siempre, confesó la angustia que le producía ver como a Sartre se le caía la comida mientras cenaban y como le era difícil mantener una conversación coherente. A Jean, como a muchos de sus amigos y discípulos, le angustiaba ver la decrepitud del maestro.
El 4 de febrero de 1980 Sartre se hizo un chequeo médico. Todo parecía normal, aunque continuaba fumando y tomando en exceso, además de frecuentar a sus “amores contingentes”. Las mujeres lo rodearon hasta el final, prolongando su condición de mujeriego y polígamo. Siempre le gustaron las mujeres bonitas porque “le resultaban menos cómicas que los hombres”. Buscaba en las mujeres una atmósfera sentimental e intelectual para sus frecuentes encuentros sexuales que mantuvo hasta edad avanzada.
En este período final de su vida, dada su discapacidad, se apoyó en su secretario Pierre Victor y Arlette Elkaïm, su hija adoptiva. Victor fue su último interlocutor intelectual ya que conocía a la perfección la filosofía de su mentor, a quien asistió para superar sus limitaciones visuales y físicas.
A Arlette la conoció en 1956, cuando esta joven estudiante de origen argelino, fascinada con los textos de Sartre, se presentó para conocer a su ídolo. Su inteligencia y atrevimiento captaron la atención del filósofo quien decidió adoptarla.
Arlette lo asistió hasta el final y hasta llegó a recriminarle a Simone de Beauvoir “usted lo ha traicionado… yo hice lo posible por convertirme en sus ojos mientras usted no hizo nada…”
Victor no se quedó atrás en las críticas a Beauvoir. La devoción que sentía por Sartre, había convertido a este amigo y secretario en un profundo conocedor de la filosofía sartriana, quizás más que el mismo Sartre ya que en los últimos años fue él quien guió las lecturas del filósofo. No era poco lo que le debía Victor a Sartre, ya que este último no solo le dio trabajo cuando llegó como exiliado sino que le escribió al mismo presidente Giscard d’Estaing una carta para solicitar la ciudadanía francesa para Victor, aclarando que sin la ayuda de este joven le sería imposible completar su obra. El presidente accedió al pedido a pesar de la militancia extremista de Victor.
Gracias a Victor y Arlette, Sartre puede “ver” y leer. Ellos le informaban de las novedades mundo y lo mantenían activo. Así sobrevivió intelectualmente para proyectar su próximo libro: Poder y Libertad. Sin embargo, Simone de Beauvoir no compartía esta nueva dependencia. “Lo están manipulando”, sostuvo, y uso sus poderes para evitar la publicación de esta obra, guiada por las manos de Victor y Arlette.
El 20 de marzo de 1980 fue internado en el hospital Broussais. Esa mañana Simone fue a visitarlo y lo encontró semi paralizado en la cama. Llamaron a la ambulancia que lo llevó por las calles de París, sin Simone. Ella no quiso posponer un almuerzo que tenía programado con Jean Pouillon. Después de comer se fue a verlo al hospital donde yacía inconsciente. Un edema agudo de pulmón lo tenía al borde de la muerte. El Dr. Housset habló de insuficiencia renal, su cuerpo esta colapsando. No había mucho que hacer, más que dejarlo morir en paz.
Las visitas se sucedían. Todos querían hablar con el hombre que se estaba yendo. A pesar de la agonía, continuaba fuerzas para pelearse con Simone y de darle esperanza a Victor.
Como con otros personajes notables, nadie se pone de acuerdo en cuáles fueron sus últimas palabras.“¿Cómo haremos para pagar el entierro?”, parece haber preguntado… Según Simone, fueron “Te he amado demasiado, pequeño castor”, el nombre que él le daba a su amante de siempre, a pesar de sus engaños, celos y desatención. Alguna vez sostuvo que no debíamos juzgar a las personas que amamos y Jean Paul había amado demasiado …
El 15 de abril la oscuridad fue total o como alguna dijo ese viejo filósofo: “vuelvo a la naturaleza”, pero lo hizo dejando una marca en este mundo, dandole sentido a su existencia. El 19 de abril el cortejo fúnebre pasó frente a los cafés y bistrós que solía frecuentar. Allí estaba Camus, Nizan, Gide, Fanon, todos juntos para dale el último adiós…
Una historia como esta, de amor desencontrado, de amor en demasía, merece una épica después de la muerte, “esa continuación de la vida sin mí”. Ahora más allá de las discusiones y deslealtades Jean-Paul y Simone yacen juntos en el cementerio de Montparnasse, no muy lejos de su amado Baudelaire.
“La existencia es una imperfección”, escribió Sartre y esa imperfección había terminado.