A principios de abril de 1767, luego de que el documento conocido como la Pragmática Sanción viera la luz, por orden de Carlos III, rey de España, sin explicaciones y con gran severidad se ordenó la expulsión de los jesuitas de todos los dominios hispánicos. Ese mismo día comenzó el éxodo que, junto con los miembros provenientes de las colonias, que recién se enteraron de todo esto alrededor del mes de junio, deportaría a casi 6 mil jesuitas a los Estados Papales y finalmente culminaría con la disolución de la orden en 1773.
El evento, tan llamativo por sí sólo, cobra nuevos significados si se lo considera como tan sólo uno de los síntomas de una inmensa enemistad que venía gestándose desde hacía siglos. Porque la Compañía de Jesús, ciertamente, no era algo nuevo. La orden había sido creada casi 250 años antes, en 1534, por Ignacio Loyola y en 1540 sus promotores, imbuidos por el espíritu de la Contrarreforma, lograron conseguir el favor del Papa. Marcados por su empuje, su perfil intelectual y su predisposición activa para ir a donde fueran necesitados, rápidamente se transformaron en un arma de evangelización de gran efectividad. Establecieron universidades por todo Europa y, ganando favores de diferentes coronas, fueron capaces de establecer misiones en lugares tan diversos como India, Japón, China y América, continente en el cual se transformaron en una de las órdenes más influyentes.
En lo que respecta a su relación con la monarquía española, no llama la atención que, con lo vasto y siempre necesitado de recursos del Imperio Español, las misiones jesuíticas se llegaron a transformar en un inmenso aliado, especialmente en las zonas de frontera. Desde 1568 habían empezado a desembarcar miembros de la organización en toda América, destacándose el trabajo que llegarían a hacer en la zona de Paraguay. Allí, además de educar y evangelizar a cerca de 100 mil indígenas, los jesuitas llegaron incluso a formar milicias y actuar como una barrera protectora frente a los avances de los bandeirantes portugueses.
Esta relación entre los jesuitas y la corona, aparentemente idílica, sin embargo, empezó a deteriorase hacia mediados del siglo XVIII. Se suele citar como principal disparador del problema al “Motín de Esquilache” – una serie de revueltas producidas en 1766 en España en contra de las reformas impulsadas por el marqués del mismo nombre que se acusó a los jesuitas de organizar – pero hoy queda claro que, si bien catalizó la expulsión, detrás de todo esto había fuerzas más importantes operando.
Esta época, como prueban las expulsiones de los jesuitas de Portugal en 1759 y de Francia en 1764, el sentimiento antijesuita era una tendencia europea. Lejos de ser un mero capricho, como bien indicó el historiador Magnus Mörner, no se puede entender lo que estaba en juego entonces si no se tiene en cuenta el fenómeno del regalismo. Esta actitud, que él define como “la afirmación de los derechos del soberano en asuntos eclesiásticos a expensas del papa”, estaba en boga en esos años de anticlericalismo y se alineaba perfectamente con las aspiraciones absolutistas de los monarcas europeos del siglo de las luces. En España, específicamente, gracias al Real Patronato de Indias, instaurado en 1503, el rey ya contaba con el derecho de nombrar prelados en las colonias, pudiendo ejercer un control efectivo sobre la Iglesia allí, pero las excepciones abundaban y muchos creyeron ver que favorecían especialmente a los jesuitas.
Así, su independencia y su lealtad al Papa les permitió zafarse de controles como el diezmo a pagar a la corona o la capacidad de reclutar miembros fuera de Hispanoamérica. Esta presencia extranjera, sumada al hecho de que los intereses económicos jesuitas prosperaron como ningún otro, suscitó envidias y sospechas que, aunque se dieron principalmente en las colonias, rápidamente permearon a la Metrópolis.
Así, con el ascenso al trono de Carlos III, ferviente antijesuita, en 1750, se empezó a gestar un cambio. Purgó a los jesuitas, antes tan presentes en la corte española, y les quitó muchos de los privilegios que les habían sido concedidos. Finalmente, con los antecedentes europeos y con la excusa de los desmanes de 1766, avanzó en su contra y los expulsó. Todo, con el fin de acrecentar su control y demostrar su poderío frente a la Iglesia.
La partida de los jesuitas, por supuesto, tuvo serias secuelas. A nivel educativo, sus institutos, presentes en todo el mundo, debieron pasar a manos de otras órdenes o secularizarse y, de paso, cambiar sus programas. Quien lo quiera juzgar a una luz más positiva, podrá leer en esta acción una apertura a nuevos saberes, pero considerando también que ahora todo pasaba a estar dominado por las ideas monarquistas. Así y todo, el cambio de currículo parece bastante menor comparado con lo que sucedió con la obra realizada por los jesuitas en América. Allí las misiones sufrieron distintos tipos de destino, desde la venta o apropiación por la corona, hasta su traspaso a otras órdenes, pero la decadencia terminó por instalarse en casi todas las empresas, desterrando así su influencia además de su presencia física.