Thomas Mann nació en Alemania (Lübeck, 1875) y murió en Zúrich (Suiza) en 1955. Desde que Hitler subió al poder, en 1933, vivió en Suiza y posteriormente en Estados Unidos, donde ejerció como profesor de literatura durante la Segunda Guerra Mundial. Acabada esta, regreso a Suiza, pues era reacio a volver a una Alemania muy afectada por la guerra y dividida en dos. Fue premio nobel de literatura en 1929.
Criado en Lübeck en el seno de una familia de la burguesía alta, a la muerte de su padre en 1893 siguió a su madre a Múnich, donde trabajó como aprendiz en una compañía de seguros. Su formación fue autodidacta, pues con el desplazamiento de la familia y su poca inclinación por los estudios académicos, no llegó a finalizar el bachillerato. Pero sí empezó a sentir la necesidad de escribir, primero poesía y luego pequeños relatos y reseñas de lecturas. Y será en Múnich donde empiece su actividad literaria al colaborar con varias revistas. Tras ver rechazadas varias publicaciones, finalmente la revista Simplicissimus le aceptó «La voluntad de ser feliz», relato escrito en diciembre de 1895, al que siguió un año después «El pequeño señor Friedemann», la obra que le permitió comenzar a hacerse realmente un nombre como escritor. Entre octubre de 1896 y abril de 1898 viajó por Italia en compañía de su hermano Heinrich, también escritor. En esta ocasión visitaron Venecia y Nápoles para regresar nuevamente a Roma, donde en octubre de 1897 comenzó la redacción de su primera gran obra, la novela Los Buddenbrook. Al volver de Italia, Mann comenzó a trabajar, hasta enero de 1900, en la revista Simplicissimus y realizó un breve servicio militar a la vez que seguía puliendo el manuscrito de Los Buddenbrook, que entregó para su publicación a finales de 1900, aunque no se imprimió hasta octubre de 1901. A estos años corresponden sus lecturas de Schopenhauer, autor al que seguramente llegó por intermediación de Nietzsche y que tuvo gran influencia tanto en esta su primera gran novela como en el resto de su obra. En 1905, con 30 años, se casó con Katia Pringsheim, hija de una prominente familia judía de intelectuales y artistas. Su padre era un famoso matemático y ella misma, algo excepcional para la época, cursó estos estudios. Los Mann tuvieron seis hijos.
En los años previos a la Primera Guerra Mundial, la fama y el prestigio de Thomas Mann no dejaban de crecer y, en consecuencia, también su situación social. Construyó en 1908 una gran casa de veraneo en Bad Tölz y una mansión familiar en Múnich, a la que se mudaron en enero de 1914. En esta época publicó La muerte en Venecia, novela que nace de una visita a esta ciudad italiana que Mann hizo en 1911, cuando también se alojó en el Grand Hotel des Bains del Lido y tuvo ocasión de admirar a un joven polaco, identificado años más tarde como el barón Wladyslav Moes, el Tadsio de la novela.
Cuando en 1914 estalló la Primera Guerra Mundial, Thomas Mann mostró su apoyo a la causa nacionalista alemana. Lo hizo incluso económicamente, invirtiendo en bonos de guerra alemanes, y escribiendo una serie de ensayos, entre los que destaca Consideraciones de un apolítico. A pesar de su falta de implicación política en unos tiempos en que se vivía una gran efervescencia de ideologías, y a pesar de su tendencia nacionalista y conservadora, tuvo muy clara desde el principio su oposición al nazismo. Ya en 1921, cuando este movimiento político estaba en formación, lo catalogó de «disparate con esvástica» y denunció su antisemitismo radical. Terminada la guerra, Mann retomó la redacción de La montaña mágica, que acabaría publicando en 1924 y que supuso un gran éxito, con lo que su prestigio y su popularidad llegaron a cotas muy altas.
ACTITUD ANTE EL NAZISMO
Cuando Hitler subió al poder en 1933, Thomas Mann, un escritor consagrado ya por el Nobel, aprovechando una gira de conferencias, y siguiendo el consejo de sus hijos, decidió no volver a Alemania y se exilió, primero en Sanary-sur-Mer, cerca de Marsella, y luego en Küsnacht, junto a Zúrich. Sin embargo, en esa época no se definió políticamente, se mantuvo apartado de los círculos de exiliados e incluso prometió al Ministerio de Propaganda alemán, en 1933, abstenerse de manifestaciones políticas, pues no quería hacer peligrar la relación con sus lectores alemanes ni la edición de José y sus hermanos, que acababa de publicar y temía fuese prohibida en Alemania.
En 1938 se trasladó a Estados Unidos, donde alcanzó un gran prestigio y una alta consideración. Fue amigo personal de Roosevelt, profesor de la Universidad de Princeton y, después, de la de California, donde ya residió hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Desde allí dio una serie de charlas radiofónicas de propaganda para la BBC bajo el título común de Deutsche Hörer (¡Oyentes alemanes!) entre 1940 y 1945 y diversas conferencias de orientación antifascista. Acabada la guerra, en 1947 visitó Alemania y participó en la primera reunión de posguerra del PEN Club en Zúrich, pero siguió viviendo en Estados Unidos. Fue en 1952 cuando, decepcionado por la situación de este país a raíz de la muerte de Franklin D. Roosevelt, decidió volver a Europa y establecerse de nuevo en Suiza. A pesar de las reiteradas invitaciones que recibía desde Alemania para que se instalase allí, sus diferencias con otros intelectuales alemanes que permanecieron en el país durante la guerra (Bertold Brecht ya le había reprochado en 1943 su indiferencia ante los opositores demócratas que se habían quedado en Alemania) fueron un obstáculo insalvable para regresar y sentirse a gusto con los suyos. La muerte, provocada por una trombosis intestinal, lo sorprendió en Zúrich en 1955.
Curioso es lo que ocurre con los diarios que escribió Thomas Mann en docenas de cuadernos, desde el año 1918 hasta su muerte. Dejó dispuesto que no se publicasen hasta que transcurriesen 20 años desde su fallecimiento. La expectación era máxima cuando, en 1975, fueron editados. Pero, proporcional al interés despertado fue la gran decepción que los lectores se llevaron. Allí abundan los pormenores de su vida diaria, tales como si durmió bien, si le molestaba el estómago, si recibió a unos amigos, la música que estaba escuchando mientras fumaba un puro en la sobremesa…, pero escasean las reflexiones sobre lo que está leyendo o escribiendo y sobre lo que está ocurriendo a su alrededor. Y no hay que olvidar que asistió al nacimiento y consolidación del nazismo y que estalló en el mundo nada menos que con una guerra devastadora. Y esto es menos entendible cuando su actitud personal fue de oposición y rechazo a Hitler, que lo llevó a exiliarse ya en 1933. La decepción que produjeron en los lectores sus diarios fue algo que no se esperaba de un escritor tan valorado y prestigioso.
Obra literaria
Thomas Mann fue un auténtico profesional de la literatura, pues vivió de ello y escribió de forma constante y metódica. Su obra, por lo tanto, es enorme y variada: novela, relato breve, ensayo, memorias y un extenso diario. Nos limitaremos a comentar las más conocidas.
Su primera obra importante fue la novela Los Buddenbrook (1901), en la que narra el declive de una familia de Lübeck, que tiene mucho que ver con la suya propia, a lo largo de tres generaciones. Mann actúa como un sismógrafo que detecta ya la decadencia de una clase social y un tipo de vida que empezaba a dar muestras de agotamiento. Esta novela fue citada en la nota oficial de la Academia sueca como razón fundamental para concederle a su autor el premio Nobel de Literatura.
Otra novela destacable fue La muerte en Venecia (1924), en la que cuenta las vivencias de un escritor en una Venecia asolada por el cólera. En ella centrará la atención en la conflictiva relación entre el arte y la vida, y en la peculiar psicología del artista, que culminaría años más tarde con Doctor Faustus (1947). La novela se popularizó con la adaptación cinematográfica que hizo Luchino Visconti en 1971, titulada Muerte en Venecia.
La montaña mágica es la novela idónea para que uno mida sus fuerzas como lector. Siguiendo el símil de su título, estamos ante la escalada a una alta montaña, un verdadero ochomil, una subida muy atractiva y con muchas satisfacciones, pero que entraña sus dificultades. Conozco a más de uno que fracasó en su primer intento de escalarlo, y eso que se trataba de buenos lectores. Pero por ellos mismos sé también que, después de volver a intentarlo y conseguir coronarlo, han disfrutado enormemente, en la proporción adecuada a la inicial dificultad. Uno tiene que ir dejándose ganar por la belleza de la prosa, por la sutileza de los razonamientos, por la entereza de los personajes, pues la acción es mínima, sustituida por conversaciones sobre filosofía, teología, psicoanálisis, medicina, religión, sexo, muerte…
La acción discurre a principios del siglo XX, en un balneario para tuberculosos situado en Davos Platz, en el cantón de los Grisones (Suiza). Su protagonista, Hans Castorp, viaja desde Hamburgo hasta la montaña donde está instalado para pasar tres semanas de vacaciones con un primo suyo que está allí ingresado. Pero lo que en un principio suponía que iba a ser una estancia corta se convierte en una permanencia de siete años, debido a una hipotética complicación en su salud. Por tanto lo que Mann nos narra son los siete años de paréntesis en la vida de este joven.
Llegamos a sentir la monotonía del tiempo, ya que nos cuenta casi día a día sus repetitivas actividades, incluyendo las cotidianas curas de reposo al aire libre, en sus terrazas y hamacas, así como el hecho de tomarse la temperatura unas seis veces al día. Somos testigos de las relaciones que va estableciendo con los demás residentes, personajes muy distintos y variados, y con los médicos que los atienden. A pesar de ello y gracias a estas relaciones, observamos en él una evolución existencial que es lo que realmente el autor quiere plasmar. Los siete años que permanece en ese hospital son para el joven Castorp, estudiante de Ingeniería y miembro de una familia alemana de buena posición social, un caudal de formación humana y experiencias vitales importantísimo para su madurez como persona.
Los personajes con los que va a tener más relación, y que intervienen en la rutina diaria y constantemente en las conversaciones que entabla, quedan retratados con detalle en la novela. Joachim es el primo de Hans, un joven de su edad cuyo sueño es ingresar en el ejército. El personaje más excéntrico es el italiano Settembrini, podría decirse que también el más importante. Humanista, filósofo, escritor, trata de que Hans se convierta en su pupilo y hablará con él de los más variados temas divinos y humanos. Naphta es el mentor antagonista de Settembrini, con quien se enfrenta y discute sus ideas. Rivales en su concepción intelectual del mundo, acabarán retándose a un duelo mortal. Quizá las disputas dialécticas que ambos sostienen sean, para el lector de hoy, lo menos interesante… La rusa Claudia Chauchat, el amor platónico de Hans, con la que no llega a tener ningún tipo de relación, pero de la que estará profundamente enamorado. Los médicos Behrens y Krokovsky son también personajes curiosos de este mundo encriptado del balneario-sanatorio, pero muy abierto al mundo de la cultura y del pensamiento.
Por todo lo anterior pudiera sospecharse que la lectura de La montaña mágica resulte pesada y plomiza, pero no es así (aunque es cierto que le sobran páginas, sobre todo muchas de las dedicadas a las conversaciones entre Naphta y Settembrini), porque es un texto moderno, sumamente legible, atrayente. Una especie de colosal cuento de hadas (o de brujas) sobre la vida. El título no engaña: es una montaña mágica en donde suceden todo tipo de prodigios. La gente ríe resueltamente frente a la adversidad, se calla cosas que sabe, habla de lo que no sabe, ama y odia y, de la noche a la mañana, desaparece. Como la vida misma. Esa montaña representa la existencia permanentemente cercada por la muerte, donde los residentes enfermos luchan por vivir o escogen olvidar que van a morir. Ni más ni menos que la historia de la vida que siempre acaba mal, pero nos las apañamos para no recordarlo.
Texto
Así, pues, Hans Castorp se hallaba en la cama desde el sábado por la tarde, porque el doctor Behrens, suprema autoridad en el mundo en que nos encontramos encerrados, lo había decidido así. Se hallaba tendido allí, con su monograma en el bolsillo del pijama, las manos unidas detrás de la cabeza, en su lecho limpio y blanco, el lecho de muerte de la americana y, sin duda, de muchas otras personas, mientras miraba con ojos sencillos, cuyo límpido azul se había enturbiado por el constipado, hacia el techo de la habitación, considerando lo extraño de su estado. No se puede admitir, por otra parte, que, sin el resfriado, sus ojos hubiesen tenido una mirada clara y sin equívocos, pues su aspecto interior, por simple que fuese su naturaleza, no estaba tranquilo, sino muy turbado, enredado, confuso, sincero a medias y presa de la duda. Unas veces una risa loca y triunfal subía del fondo de su ser, sacudía su pecho y su corazón retrasaba sus latidos, una alegría y una esperanza desconocidas y sin medida le torturaban; otras veces palidecía de espanto y de inquietud y su corazón repetía los golpes de su propia conciencia, con una cadencia acelerada, batiendo contra sus costillas.
(fragmento de La montaña mágica)
Texto publicado originalmente en https://www.lavozdegalicia.es/noticia/lavozdelaescuela/2017/04/19/thomas-mann-escritor-esquivo-nazismo/0003_201704SE19P4991.htm