Rudolph Valentino no siempre fue su nombre. Antes de ser conocido se llamó Rodolfo Alfonso Raffaello Pierre Filibert Guglielmi di Valentina d’Antonguolla y, a pesar de lo aristocrático del mote, nació en 1895 en el seno de una familia de clase media de Castellaneta, Italia. Su vida como estrella de cine empezaría mucho después. Hacia el inicio de su vida, en el año 1912, todavía con 17 años y recién graduado de la Escuela Real de Agricultura de Génova, se sintió insatisfecho con sus prospectos y decidió partir a los Estados Unidos.
Las primeras experiencias de Valentino en su nueva patria, sin embargo, no fueron tan auspiciosas. A penas salió de Ellis Island en 1913, el joven inmigrante se encontró desempleado y pobre, al punto de tener que dormir en la calle. Para mantenerse a flote trabajó como jardinero, lavaplatos y, rayando en lo inmoral, como “taxi dancer”, oficiando de acompañante de baile para mujeres solas. Este último trabajo lo puso en contacto con la alta sociedad y le permitió posicionarse mejor socialmente, pero luego de un desencuentro con una clienta suya – una heredera chilena que mató a su esposo – Valentino partió a Hollywood, donde le aseguraron que podría conseguir trabajo como actor.
Esta nueva mudanza a Los Ángeles tampoco empezó de la mejor manera. Su apariencia fue el primer obstáculo de su carrera. En un mundo en el que los extranjeros todavía no tenían oportunidades como protagonistas, en general era desestimado como demasiado “étnico” y relegado a papeles menores, usualmente villanescos. No fue sino hasta 1921 que eso mismo que lo había perjudicado de repente se transformó en un beneficio. La guionista June Mathis, una de las mujeres más influyentes de Hollywood en esa época, cuando lo vio lo consideró perfecto para un rol protagónico que requería cierto componente foráneo e insistió en MGM para que lo castearan en la adaptación de una novela en la que estaba trabajando. El personaje era el argentino Julio Desnoyers y el libro era Los cuatro jinetes del apocalipsis, de Vicente Blasco Ibáñez.
Más allá de esta actuación, el nuevo estatus de superestrella de Valentino fue algo que le resultó bastante complicado de llevar. Después del éxito de Los cuatro jinetes del apocalipsis, se lo siguió casteando en roles diseñados para exaltar su aura “exótica”, algo muy claro en su interpretación como árabe en The Sheik (1921) y en su secuela The son of the Sheik (1925), o como español en Sangre y Arena (1922). Estos papeles buscaban sobre todo apelar al público femenino y lo mostraban, entonces, como un hombre apasionado, siempre oscilando en el terreno de la fantasía en el filo de lo romántico y lo violento. Sus personajes resultaban además bastante subversivos en cuanto al maquillaje y el vestuario seleccionados para sus interpretaciones. En muchas de sus películas, las criaturas románticas de Valentino siempre tienen un aspecto ligeramente afeminado, algo que él actor siempre detestó.
Es que, sabiendo todo esto, de repente es más claro entender la inmensa variedad y divergencia de los comentarios que existían sobre él a principios de la década de 1920. En general es común, cuando se trata de un individuo admirable, referirse a él como alguien con quien todas las mujeres quieren estar y como quien todos los hombres desean ser. En el caso de Valentino, sólo la primera parte de esta fórmula era cierta. En uno de los fanatismos más extraños de la historia del espectáculo, nos encontramos frente a un hombre que era amado con locura por el público femenino y, al mismo tiempo, denostado violentamente por el masculino. La polarización de estos sentimientos es tal que hablar de una simple “crítica” o “envidia” desde la mirada masculina respecto a Valentino es quedarse corto. Para los hombres estadounidenses, no sin estar animados por un espíritu xenófobo, era claro que este inmigrante no era como el prototipo del “homo americanus”, identificado en general con ese otro héroe del cine mudo, Douglas Fairbanks. Su sola existencia era una amenaza de muerte, algo que ponía en peligro los cimientos mismos de la masculinidad americana.
Las críticas no sólo se ensañaban con sus roles cinematográficos, ya de por sí bastante ambiguos, sino también con su vida personal. Su estilo, descripto a veces como “muy europeo” era el de un hombre aficionado al color y a los trajes bien cortados. En un contexto que aún era bastante conservador en cuestiones de moda, su aspecto era en general tomado como la indicación más visible de su homosexualidad. Sumado a estas banalidades, los detalles de su intimidad y su vida personal, siempre tan fallida, arrojaban más dudas sobre, y casi confirmaban, su falta de hombría. Desde el principio de su carrera como actor, los estudios habían intentado vender a las fans la imagen de un Valentino aristócrata europeo y no fue difícil desenterrar los detalles de su pasado. La prensa sensacionalista explotó la idea de que, más que un “taxi dancer”, Valentino había sido un gigoló, un prostituto, prueba indefectible de su laxitud moral. Para peor, los dos matrimonios del actor -el primero, que duró solo un mes, con la actriz Jean Acker y el segundo con la diseñadora de sets Natasha Ramova- terminaron en divorcio. No contentos con ver a Valentino lidiando con su propia sensación de fracaso, la prensa acompañaba muchas veces estos reportes con múltiples sospechas de que los matrimonios nunca habían sido consumados.
Los ataques a Valentino eran moneda corriente en los diarios de la época. Al echar un vistazo a lo que se escribía sobre él, es impresionante descubrir la cantidad y la virulencia de los comentarios que lo atacaban, muchas veces desde editoriales enmascarados pobremente como artículos. Sin embargo, ninguno fue tan fuerte ni tan icónico como el producido el 18 de julio de 1926. Ese día, en lo que llegó a ser conocido como el “Pink Powder Puff attack” o el “ataque de los polvos rosas”, apareció una columna anónima en el Tribune de Chicago. Quien la escribía estaba indignado frente al descubrimiento de una máquina de polvos en un baño público de hombres y decidió que el culpable de esta desviación en la masculinidad estadounidense debía venir de Valentino, quién justo se encontraba visitando la ciudad.
“¿Acaso a las mujeres les gusta el tipo de ‘hombre’ que se aplica polvos rosados a su cara en un baño público o que se arregla el peinado en un ascensor?” se preguntaba el autor. A continuación sugería que Hollywood es la “escuela de masculinidad” para la nación y que si Valentino era el prototipo de lo que un hombre debía ser, mejor hubiera sido que alguien lo hubiera “ahogado silenciosamente” cuando era un niño.
La columna no pasó desapercibida para Valentino, quien rápidamente decidió retar al autor a un duelo boxístico en el afán de defender su hombría. En este punto los mitos son incontables y hay versiones que indican hasta que el mismo Jack Dempsey, legendario contrincante de Luis Firpo en la “pelea del siglo”, lo entrenó con grandes resultados. Lo que si queda claro es que, se haya producido algún tipo de duelo o no, al poco tiempo de producido este violento ataque, el 23 de agosto de 1926, Valentino murió a los 31 años de una peritonitis.
Su muerte, tan inesperada, produjo una ola de ataques de histeria que recorrió todo el mundo. Aún en estos momentos, los diarios continuaron con sus bajezas e intentaron minimizar el impacto de su muerte llegando a afirmar, incorrectamente, que nadie de su familia asistió al velorio. Dejando la cizaña de lado, lo que se sabe es que la muerte de Valentino fue un suceso de la talla de una estrella tan brillante en el firmamento hollywoodense. A su funeral en la ciudad de Nueva York asistieron cerca de 80 mil fans que produjeron disturbios y, se dice, incluso muertes. Joven, bello y amado por millones de mujeres en todo el mundo, su pérdida se convirtió en ganancia en cuanto a que se elevó al estatus de mito, siendo recordado aún hoy como una de las figuras más importantes del cine mudo.