Sobre cómo fue la historia de la composición del Requiem que Mozart dejó inconcluso en el momento de su muerte se han escrito miles de páginas: toda suerte de leyendas, inexactitudes, estudios eruditos, exámenes de su caligrafía, artículos de periódico, etc., los cuales han contribuido a crear un escenario fantasmagórico, lleno de intrigas, que dificulta mirar con objetividad esta extraordinaria obra de arte.
El más difícil de los obstáculos para desentrañar el ovillo es que la fuente principal de información es la propia viuda de Mozart, Constanze, de por sí poco confiable, y en este caso interesada financieramente en el proyecto.
Afortunadamente, no ha habido compositor de ninguna época, ni siquiera del siglo XX, sobre el cual se haya investigado más, ni se sepa más, que sobre Mozart. Además de musicólogos e historiadores, calígrafos, ingenieros de sistemas, meteorólogos, médicos, botánicos, geólogos, etc., han escudriñado sin cesar cada aspecto de su vida y de su obra, lo que para el caso de la historia de la composición del Requiem, aunque todavía nos deja una visión incompleta, es mucho más exacta que la que dejaron sus contemporáneos.
La historia comienza con un curioso personaje, dueño de los estados de Schottwien, Klam, Stuppach, Postchach y Ziegesberg en Austria; el conde Franz von Walsegg, quien vivía en el castillo en Stuppach con su joven esposa, Anna von Flamberg. El conde amaba apasionadamente la música y el teatro. Los martes y los jueves se ejecutaban en el castillo tres horas de música de cámara con el conde al violonchelo o a la flauta, según el caso, y los domingos se presentaba teatro, en el cual participaban el conde, la condesa, su hermana soltera y los empleados del castillo.
Para que nunca faltaran partituras nuevas, porque se usaban continuamente, el conde no solo conseguía todas las que se anunciaban públicamente, sino que entraba en contacto con muchos compositores a quienes pagaba muy bien por sus obras, con la única condición de que estas quedaran a su nombre. Además, como no le gustaba ejecutar música con partituras impresas, hacía que se las copiaran muy bellamente en papel de música, y el nombre del autor nunca se incluía.
Las partituras secretas casi siempre las copiaba él mismo y las entregaba para que duplicaran de allí las partes de cada uno de los ejecutantes, quienes debían suponer quién era el autor. Generalmente atribuían las obras al conde, porque de vez en cuando sí componía algunas obritas; entonces se sonreía y le agradaba que pensaran que eran de él.
El 14 de Febrero de 1791 murió la condesa von Walsegg, sin cumplir aún los 21 años. En su honor, el conde quiso hacer un doble memorial: arregló por medio de su apoderado general, un abogado de Viena, que Johann Martin Fischer, uno de los mejores escultores de Viena, le hiciera un mausoleo; y que Mozart le compusiera un Requiem, del que el conde, como de costumbre, se reservaría los derechos exclusivos.
El mausoleo fue construido cerca al castillo de Stuppach, y los res- tos de la dama fueron trasladados allí desde el mausoleo de la familia, que estaba en Schottwien. Pero el Requiem, que debía ser ejecutado todos los años el día del aniversario de la muerte de la señora condesa, se demoró más de lo esperado, porque la muerte sorprendió a Mozart durante la elaboración de esta importante tarea.
Nunca pudieron soñarse, ni Constanze ni los románticos, que tejieron la lúgubre leyenda que ha rodeado el Requiem por más de dos siglos, que la verdad sobre su origen era infinitamente más emocionante y más inocente que la de ellos. Lejos de estar ante un malvado falsificador, estamos ante un conde de cierta edad, un poco demente, que vivía como la caricatura de un gran señor del siglo XVIII, en su lindísimo castillo apartado, con una soberbia vista de las austeras montañas del Semmering, creando la idea a los que le rodeaban de que él era un gran compositor oculto. Es obvio que sus súbditos lo querían, y sobre todo es a él y a la muerte de su joven esposa a quien le debemos la majestuosidad y el profundo consuelo del Requiem de Mozart. Es un cuento digno de Hoffman, en donde el gran misterio de su origen, en el fondo, no fue sino una farsa graciosa.
Para el mes de julio de 1791, cuando Anton Leitgeb, el hijo del alcalde de Viena se entrevistó con Mozart y este aceptó la comisión de escribir el Requiem, ni el compositor estaba obsesionado con la idea de la muerte, como dicen las leyendas, ni había indicios de un estado de fatiga crónica o de enfermedad. Por lo contrario, sus cartas y su música de esa época nos muestran un Mozart perfectamente saludable. Trabajaba muy duro y concentradamente, pero mantenía unas finanzas que, como ya era un hábito, lo obligaban a aceptar cuanta propuesta le hicieran.
En cualquier caso, a mediados de julio, Mozart ya tenía casi terminada La Flauta Mágica cuando le llegó la comisión de escribir aceleradamente La Clemenza di Tito para las festividades de la coronación del Emperador Leopoldo II en Praga, quien desde el comienzo de su reinado había mostrado una estudiada indiferencia por él y por su música, de modo que tampoco podía rehusar esta oferta. Ade- más, Praga y su gente fueron los únicos que habían entendido la grandeza del Mozart adulto y su admiración por él y por su música rayaba en la adoración.
Todo esto hizo que Mozart inicialmente no tuviera tiempo de dedicarse concentradamente al Requiem, hasta su vuelta de Praga a finales de septiembre, después de finalizar La Flauta Mágica y de escribir el Concierto para Clarinete K622. Por lo tanto, restándole unos días para una Pequeña Cantata Masónica que compuso en octubre, lo más probable es que no empleó más de un mes en lo que logró componer el Requiem, porque el 20 de noviembre cayó en cama, enfermo, y murió el 5 de diciembre a las 0:55 de la madrugada.
Su entierro fue al día siguiente en una capilla lateral de la Catedral de San Esteban y su cuerpo reposa en el Cementerio de San Marcos. Sin embargo, pocos acompañaron la bendición de su alma y, de hecho, por muchos años a nadie pareció interesarle donde había sido enterrado el compositor. La más grande tragedia de la historia de la música pasó casi desapercibida ante las personas que rodeaban a su. Ninguno se dio cuenta de que en ese momento Mozart había pasado a la inmortalidad.
Su viuda se dedicó casi inmediatamente a solicitar del Gobierno una pensión, y en general, a comercializar cuanta partitura su marido había guardado cuidadosamente. Apenas murió Mozart, Constanze le dio primero lo que había quedado del Requiem a Joseph Eybler, un joven compositor y amigo, para que lo completara, pero Eybler no hizo más que añadirle unas cuantas partes orquestales a ciertos pasajes que no habían sido acabados y lo devolvió.
Eventualmente, Fanz Xaver Süssmayr, el alumno que había escrito los Recitativos de La Clemenza di Tito, se encargó de completarlo. Años más tarde, dijo que él había compuesto integralmente el Sanctus, el Benedictus y el Agnus Dei; adaptado la música de las dos partes iniciales (el Introito y el Kyrie), para el Lux Aeterna y el Cum Santis Tuis; y orquestado todos los movimientos desde el Dies Irae hasta el Hostias, para los cuales Mozart sola- mente había dejado un bajo figurado y, como era su costumbre, también había dejado, en parte por lo menos, la línea superior para indicar la continuidad.
Qué tanto es cierto de lo que Süssmayr dice que él escribió es muy difícil de deducir. La evidencia es muy poco fiable porque a él le interesaba sostener que bastante del resultado final era suyo, mientras que Constanze prefería hacer creer que su marido lo había dejado casi completo.
Pero la historia del Requiem no termina aquí. De la partitura terminada se sacaron inmediatamente dos copias. El manuscrito de Süssmayr fue enviado al Conde. Una copia le fue remitida al editor musical en Leipzig, Breitkopf und Härtel, para que lo publicara y la otra sirvió para que sacaran las partes de cada intérprete y así prepararlo para ser estrenado a beneficio de la viuda.
Esto, claro está, no era lo que Mozart había acordado con el representante del conde Walsegg. Los derechos exclusivos debían ser del conde. Constanze no tenía derecho ni de publicarlo, ni de ejecutarlo en público, ni mucho menos de estrenarlo a beneficio propio. Además, Constanze le mandó al conde solamente los manuscritos de mano de Mozart del Introito, donde, en la esquina superior derecha, hizo que Süssmayr falsificara la firma de Mozart; también le envió el del Kyrie, pero no le envió el resto de los manuscritos que estaban menos completos, sino únicamente copias de mano de Süssmayr que tenía una caligrafía similar a la de su maestro. Uno puede imaginarse la impresión que recibió el conde cuando se enteró de que la partitura, que era propiedad suya, había aparecido publicada en Leipzig. Al principio decidió iniciar una acción legal contra la viuda de Mo- zart, pero el asunto se arregló a las buenas, gracias a su generosa disposición.
Después de la muerte del conde Walsegg, el manuscrito pasó por varias manos hasta que lo adquirió la Biblioteca de la Corte Imperial en Viena, donde reposa hoy día.
Texto extraído del sitio: http://revistatempo.co/opus/mozart/