La guerra por un cadáver

Alejandro Magno, antes de comenzar su campaña a Persia, se detuvo en Ilión, nombre de la antigua Troya, para rendirle homenaje a Aquiles donde, según la tradición, se hallaba enterrado. «Oh, joven afortunado —exclamó entonces—, que has tenido a un Homero como heraldo de tus hechos heroicos».

Alejandro no tuvo esa suerte; mucho de lo que de él se sabe proviene de los escritos de coetáneos como Aristóbulo, Tolomeo y Nearco, cuyos textos nos han llegado incompletos. Fue Plutarco, doscientos años después, quien comparó la vida de Alejandro con la de Julio César y relató sus conquistas.

Al morir, Alejandro dejó un imperio, pero a nadie que lo gobernara. Tenía un hijo ilegítimo llamado Heracles y su compañera, Roxana, dio a luz un niño poco después del fallecimiento de Alejandro, pero todos murieron víctimas de intrigas palaciegas. El imperio se dividió entre sus generales, que pretendieron continuar la gesta de Alejandro. Entonces se valoró la importancia de conservar el cadáver del líder como fuente de legitimización, circunstancia habitual en el mundo griego. Su cuerpo conservado en miel fue conducido por Tolomeo a Egipto, más precisamente a Menfis, donde debía ser sepultado cerca del oasis de Siwah, porque Alejandro era considerado por los egipcios como hijo del dios Amón.

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El general Arrideo fue el encargado de transportar el cuerpo de Alejandro en una fastuosa carroza, pero Pérdicas, el hombre fuerte de Babilonia, ordenó el desvío de esta carroza a Agigai, lugar tradicional de enterramiento de los monarcas macedonios. Al sepultar a Alejandro junto a su padre Filipo, se hubiese reforzado la idea de un imperio dominado por macedonios, que constituían la parte más importante del ejército; pero Tolomeo, jerarca de Egipto, no quería perder este cadáver, fuente del áurea carismática que brota de los muertos ilustres.

En Siria, Tolomeo esperó el cortejo fúnebre al frente de su ejército y se apoderó, no sin pelea, de los restos de Alejandro. Esta fue para Pérdicas la excusa perfecta para declararle la guerra a su antiguo compañero.

En el año 321 a. C., Pérdicas marchó hacia Egipto con el único objeto de apoderarse del cadáver de Alejandro. Mientras tanto, Tolomeo condujo el cortejo fúnebre hacia Menfis y, desde allí, fue llevado a Alejandría, donde se construyó un espléndido templo. No solo se enterró a Alejandro sino que, de allí en más, reposaron todos los reyes de la dinastía de Tolomeo quienes, de esta forma, adquirían frente a sus súbditos la ascendencia divina propia de un faraón.

La campaña de Pérdicas fue un fracaso. No pudo cruzar el Nilo y a poco fue muerto por sus propios hombres. Sin oposición, Tolomeo conservó el cadáver de Alejandro y la suya fue la única dinastía de los generales macedonios que subsistió por siglos, hasta que la hermosa Cleopatra VII Filopátor –esposa del César y amante de Marco Antonio–­­ murió víctima de la picadura de un áspid.

Hasta hace unos días, la tumba de Alejandro parecía extraviada.

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