Hay quien dice que la ópera es el arte de morir cantando sobre un escenario.
Isolda, Gilda, Violeta, Dido, Boris Godunov, Tosca, Julieta, Mimì y Suzuki, entre otros personajes, agonizan desde hace años ante el público, y en cada función se festeja con aplausos esa muerte de ficción lírica.
No solo exhiben su trance ante un público que escucha en silencio (vale acá la expresión sepulcral), sino sus desequilibrios y deformidades, tanto físicas como psíquicas. El escenario se convierte en un extenso anfiteatro médico, un desfile de patologías que mueven al llanto o a la risa.
El primer ejemplo es la escena de la locura de “Lucia di Lammermoor”, de Gaetano Donizetti (1797-1848), un aria de bravura vocal que requiere talento escénico. Entre los psiquiatras se discute si Lucía padece una depresión psicótica o un trastorno de personalidad, una borderline según la clasificación de afecciones psiquiátricas DSM-5, que no existía cuando Donizetti plasmó esta historia de amor y locura en Escocia.
Lucia se vio obligaba a casarse con un hombre al que no amaba y lo asesina en su noche de bodas. En esta circunstancia entona el aria que evoca a Edgard, su verdadero amor. La obra está basada en la novela de Sir Walter Scott, a quien le debemos el rescate de las tradiciones escocesas.
En la misma línea está “Nina, o sia La pazza per amore”(que podría traducirse como “La locura por amor”), de Giovanni Paisiello (1740-1816), un compositor admirado por Mozart, hoy injustamente olvidado.
También enloquece la gitana Azucena en “Il Trovatore”, de Giuseppe Verdi (1813-1901), quien, en medio de su delirio, lanza a su propio hijo al fuego.
Giacomo Puccini ( 1858-1924) compuso su Tríptico como una alegoría de una de las partes de la “Divina Comedia” de Dante. En “Gianni Schicchi” se refiere al infierno y alude a un personaje famoso por suplantar a personas. En este caso, lo hace con el recientemente fallecido Buoso Donati, quien ha donado sus bienes a un monasterio A pedido de la familia, Schicchi reemplazará a Donati para redactar un nuevo testamento. Para lograrlo, debe engañar al Dr. Spinellocchio, quien al retirarse, convencido de que Donati seguía vivo, exclama: “A mí no se me ha muerto ningún paciente”, una mentira auto indulgente propia de la soberbia de algunos profesionales (hubris le decían los griegos), que ocasiona más muertos de lo que se puedan imaginar, especialmente si no ubicamos en el siglo XIII, cuando transcurre este episodio y era más probable estar muerto que vivo …
“La ciudad muerta” (título original en alemán, Die tote Stadt), de Erich Wolfgang Korngold (1897-1957) con libreto de Paul Schott (basado en la novela de Georges Rodenbach), fue escrita después la Primera Guerra Mundial, cuando todo el mundo estaba tratando de superar la perdida de algún ser querido. Esta circunstancia alimentó la popularidad de la obra de este joven compositor de apenas 23 años.
Esta ópera fue prohibida durante el auge del nazismo y cayó en el olvido hasta fin de siglo XX (en Argentina fue entrenada en 1999). El personaje central es Paul, un hombre que ha perdido a su joven esposa y trata de mantener la memoria viva de su cónyuge erigiendo un templo que incluye al cadáver de la mujer amada. Esta historia macabra no es tan excepcional ni fantasiosa, ya que hubo casos documentados de necrofilia, como el de un médico alemán emigrado a los EE.UU, el conde Carl von Cosel (1877-1952), que tuvo al cadáver de su esposa muerta en su casa. Ante la queja de los vecinos, las autoridades lo obligaron a enterrarla. Al morir von Cosel, descubrieron que tenía en su habitación una muñeca con la máscara mortuoria de su mujer.
Paul no llega a este extremo y, después de un accidentado romance con una joven llamada Marieta, decide rehacer su vida lejos de esa “ciudad muerta”.
Otelo se ha convertido en el paradigma del delirio celotípico. En esta ópera, Verdi usa las palabras de Shakespeare al referirse al Moro de Venecia: “Más horrible que el crimen es la desconfianza”.
Otra patología más grata (si vale la expresión) es la de Don Juan Tenorio, de la ópera “Don Giovanni”, basada en el texto de Tirso de Molina (“El burlador de Sevilla y el convidado de piedra”). El libreto fue escrito por Lorenzo da Ponte (1749-1838) –un exsacerdote libertino juzgado por haber seducido a una mujer respetable y haber vivido en un burdel–. Da Ponte logró huir de Venecia y fue a Viena, donde conoció a Mozart, otro hermano masón. Al final, debió emigrar a Estados Unidos, donde se desempeñó como profesor de latín. En sus memorias relata la amistad que lo unió con otro caballero afectado de donjuanismo, el conocido Casanova.
En la ópera, el sirviente y cómplice de Don Juan, Leporello, enumera sus conquistas: “331 en Alemania, 100 en Francia, 91 en Turquía, pero en España más de mil”. El donjuanismo se ha convertido en un síndrome, un trastorno de personalidad antisocial y narcisista, caracterizado por la necesidad imperiosa de conquistar a otras personas a fin de manipularlas (generalmente sexualmente) con total falta de empatía. La arrogancia y prepotencia asisten a afirmar su frágil ego.
Una vez más, el maestro Verdi apela a la locura de “Nabucco”, castigado por Dios al haber forzado al pueblo judío al exilio. Es entonces que los esclavos entonan el “Va, pensiero”, el pensamiento sobre alas doradas, que evoca la patria perdida.
La cifoescoliosis convierte a Rigoletto en un deforme que sirve en la corte del duque de Mantua como bufón al que nadie respeta. La obra está basada en “El rey se divierte” de Victor Hugo (1802-1885), drama romántico que fue prohibido por inmoral y políticamente incorrecto al cuestionar las prerrogativas de los monarcas, en este caso a Francisco l de Francia. La ópera de Verdi también fue censurada por las autoridades austriacas que entonces gobernaban Italia. El compositor debió hacer cambios en el argumento, reemplazando al rey por el duque de Mantua, ya que para entonces, tal ducado había dejado de existir.
La famosa aria “La donna è mobile” es una cuestionable perspectiva de género, propia de la época, sobre la inconsistencia emocional de las mujeres (“como plumas al viento”), cantada por este duque libertino que ha seducido a Gilda, la bella hija de Rigoletto.
Por último, hay una ópera, hoy perdida, “The operator”, que alude al cirujano conocido como Chevalier Taylor, que tuvo el discutible honor de operar tanto a Bach como a Händel de cataratas, con estrepitosos fracasos que dejaron ciegos a los dos compositores más destacados del barroco.
El músico y poeta Marin Marais (1656-1728) sublimó la terrible experiencia sufrida por él mismo: una litotomía (extracción de cálculos de la vejiga) que en el siglo XVIII se practicaba sin anestesia, o bajo los efectos del vino y el láudano, a fin de atontar al paciente. Este se acomodaba en una mesa especialmente acondicionada para contener las manos y las piernas mientras se procedía a esta talla vesical. La pieza dura escasos minutos, los mismo que le resultaban una eternidad al paciente.
Ramón Gómez de la Serna Puig (1888-1963) decía que “la ópera es la verdad de la mentira y el cine la mentira de la verdad”. No sé si esta frase es verdad o solo una elegante juego de palabras, pero para aquellos que amamos la ópera, todo lo que ocurre en el escenario se convierte en una emocionante experiencia que nos transporta de este mundo mientras la música y el canto se conjugan en una “recóndita armonía de distintas bellezas”, como declara el aria de “Tosca”, drama lirico compuesta por el maestro Puccini.
Estos son algunos ejemplos de las enfermedades y locuras retratadas en las óperas ante la impotencia, la prepotencia o ignorancia de los médicos, personajes no siempre alabados ni exaltados por los autores pero necesarios para las tramas tan complejas de la operas, que muchas veces se parecen a la vida misma.