Si bien la Navidad es la celebración cristiana de la llegada del niño Jesús, las formas de celebrarla tal como la conocemos es, en gran parte, una construcción social, literaria y mediática. La literatura alrededor de la Navidad -en manos de autores de todas las épocas y geografías del mundo- creó el espíritu que hoy conocemos y predicamos en las fiestas.
El primer texto que crea parte de la mitología navideña es el escrito por Jacobus de Voragine en 1292. Esta “Leyenda Dorada”, originalmente conocida como “La lectura de santos”, consagra un relato cristiano sin estar atento a la fidelidad histórica y filológica. La Leyenda Dorada fue elaborada como una herramienta para la difusión de la fe con imágenes más cercanas a la experiencia del vulgo que a las más complicadas parábolas bíblicas. Entre sus 182 capítulos se destacan los que hacen referencia a la vida de Jesús y la Virgen María. En este texto es donde se consagra la presencia del burro y el buey, como silenciosos testigos del nacimiento, tradición que San Francisco de Asís toma para hacer el primer pesebre en el año 1223.
Con la irrupción del protestantismo cambian las tradiciones. Si bien Lutero adhería a la celebración de la Navidad -de hecho, es él quien impone la costumbre de iluminar un abeto con velas, creando así el primer arbolito-, es Ulrico Zuinglio quien rechazó no solo la Navidad sino todos los días festivos propuestos por la Iglesia romana, ya que se opuso a toda celebración que no haya sido mencionada en las escrituras. Esta posición fue adoptada por Oliver Cromwell, quien prohibió la celebración del natalicio de Cristo en Inglaterra mientras que él fue Lord Protector.
Calvino medió en el asunto. Aunque estaba de acuerdo con Zuinglio, también creía que cada congregación local podía determinar cómo celebrar esta festividad, pues sabía que era difícil ir contra una tradición milenaria.
Fue la reina Carlota de Inglaterra, de la casa Mecklenburg-Strelitz, casada con Jorge lll, quien llevó esta tradición alemana a Gran Bretaña. La costumbre se difundió por el mundo y la Navidad perdió su carácter de íntimo recogimiento para adquirir un cariz más comercial, aprovechando la tradición romana de entregar regalos durante la Saturnalia. Esta costumbre se continuó gracias a la mitica generosidad de San Nicolás -Papa Noel para los franceses ó Sinterklaas/Santa Klaus para los nórdicos. Durante el siglo XIX la costumbre navideña se difundió por el mundo y proliferó una literatura ad hoc. Fue Washington Irving, escritor norteamericano, quien después de una larga permanencia en Europa y una extensa carrera literaria y diplomática, publicó Vieja Navidad, una novela corta editada en 1820. En este texto cuenta al público norteamericano cómo se celebraba el natalicio del niño Dios en Inglaterra, introduciendo la figura de Santa Claus, el abeto iluminado y el muérdago. Esta “Navidad sentimental” que siempre encuentra el camino entre el bolsillo y el corazón, fue adquiriendo dimensión universal.
Clement Clarke Moore era profesor de literatura oriental y griega del seminario protestante de Nueva York. En diciembre de 1823 se editó, en forma anónima, un poema que pasó a conocerse como una La noche antes de Navidad, uno de los versos más conocidos en Estados Unidos, donde eterniza el mito de Santa Claus con su trineo y los renos entrando por las chimeneas para dejar los regalos a los niños que esperan esa noche mágica. A pesar de la enorme popularidad de estas estrofas, Moore nunca reconoció directamente su autoría.
La popularidad de las celebraciones, más el empuje comercial, asistió a crear una literatura navideña. Hans Christian Andersen escribió El árbol de Navidad y La Cerillera, la historia de una niña vendedora de fósforos que encuentra visiones maravillosas en la tenue llama de las últimas cerillas encendidas para mantener el calor de su cuerpo durante una helada noche vieja, y muere al amanecer, después de haber encontrado la felicidad en los últimos minutos de su existencia.
Por su parte, Oscar Wilde escribió El gigante egoísta evocando el cuento más conocido de Charles Dickens y las visiones del viejo amarrete, Ebenezer Scrooge. A Christmas Carol, una de las obras más conocidas de Dickens, refleja con maestría el espíritu jubiloso y elegíaco de esta época, asistiendo a consagrarla como un acontecimiento universal de paz y amor. Algunos llegan a afirmar que Dickens inventó la navidad.
Obviamente, no fue el único en escribir relatos relacionados con el natalicio de Jesús, desde los hermanos Grimm hasta James Joyce, de Truman Capote a Paul Auster (El cuento de Navidad de Auggie Wren), dejaron su impronta, pasando por las Cartas de Papa Noel, escrita por J. R. R. Tolkien (una colección de cartas y dibujos que este autor escribía para sus hijos). Fue Frank Baum, el autor de Mago de Oz, quien realizó un compendio de los mitos navideños en Vida y aventuras de Santa Claus, texto en el que trata de explicar lo imposible: la ubicuidad del santo y esa instantánea distribución de los tan ansiados regalos.
Sin embargo, la autoría de estos cuentos navideños no es patrimonio exclusivo de los autores sajones. Bécquer describe en Maese Pérez el organista a un anciano sevillano ciego que ejecuta el órgano durante la Misa de Gallo como si su música fuese el canto de los ángeles. Blasco Ibáñez desarrolla su cuento con un ganador del Gordo de Navidad, momento especial del año, cuando ciframos nuestras esperanzas no sólo en la fe sino en la fortuna que va a cambiar la vida del poseedor de la azarosa fortuna.
En La mula y el buey, Benito Pérez Galdós hace referencia a la tradición cristiana del pesebre y Valle-Inclán alude a la visita de los Reyes Magos al niño Jesús que acaba de nacer. La noche buena del Poeta, de Pedro Alarcón, rescata el bullicio y la celebración con “rosoli y el aguardiente de guindas” circulando entre los presentes durante las tradicionales fiestas de Natividad.
Obviamente este momento tan especial se vio reflejado en otros autores de fama mundial como los franceses Alphonse Daudet, George Lenôtre y Collette. Esta última escribió Regalos de Invierno donde rememora las fiestas de su infancia, y los rituales navideños en una Francia golpeada por dos guerras. Guy de Maupassant, entre sus cuentos de terror, locura y muerte, hace un espacio para elaborar un tétrico relato en estas celebraciones que evocan la llegada de Dios a este mundo.
Era imposible que Dostoievski no se refiriese a esta fiesta, y lo hace en un cuento llamado Un árbol de Navidad y una boda, escrito en 1848, donde aprovecha para criticar las costumbres y la estructura social de su país. También Antón Chéjov hace uso de estas fiestas para desarrollar un cuento que concluye aludiendo a la fraternidad entre los humanos; sin ella, “la libertad y la igualdad vacían su contenido”. Tolstói relata la desesperanza de un hombre que se ha quedado solo y ha perdido el apego a esta vida, pero reencuentra la fe en la lectura de la Biblia cumpliendo la consigna de dar de comer a los que tienen hambre, de beber a los que tienen sed y hospedar al forastero, esencia de la caridad cristiana y guía espiritual para estas fiestas.
Podríamos seguir con otros autores como Rubén Darío o Vinícius de Moraes, que reflejaron este natalicio del niño Jesús en versos, o los crueles relatos de Primo Levi en La última Navidad de guerra, que transcurren en Auschwitz, donde el autor vive momentos de humillación y dolor. Lo cierto es que cada escritor percibe estas fiestas de forma particular. Como decía T. S. Elliot, hay Navidades para desechar, como la torpe y abiertamente comercial, o la juerguista o la pueril. Están los recuerdos acumulados, mezclados con alegría festiva y también la fatiga, el tedio y el aburrido acostumbramiento. Hay una Navidad para cada uno, la del recogimiento y caridad cristiana y la del deleite de las nuevas posesiones, la de la opípara abundancia, la de los platos especiales y el burbujeante espumante. En estas fiestas se percibe con más fuerza la ausencia de los que no están y encienden la sensación de finitud e incertidumbre, la conciencia del fracaso. Hay una Navidad para cada uno, un natalicio íntimo y personal donde priman sentimientos encontrados, pero en los que siempre se enciende una luz de esperanza por ínfima que pudiera ser.
Esta nota también fue publicada en La Nación