La primera Cruzada

 La primera Cruzada fue pergeñada por el papa Urbano II, que lanzó un llamado que tuvo eco en los reyes de Europa, y el imperio bizantino (imperio romano de oriente, que duró hasta 1453, cuya capital era Constantinopla –hoy Estambul–) con el emperador de Bizancio Alexios I Komnenos a la cabeza, que quería combatir y neutralizar la expansión de los musulmanes turcos selyúcidas (dinastía turca oguz de la zona del mar Aral) que le habían robado a Bizancio la península de Anatolia (Asia Menor).

     El hecho de que Jerusalén (o Jerusalem), la ciudad más sagrada de la cristiandad, hubiera caído en manos musulmanas, fue un gran incentivo para que un enorme rejuntado de europeos con diferentes objetivos personales se unieran para formar un ejército y viajaran desde muchos rincones de Europa a “rescatar” Jerusalén. A ellos se les unió el nada despreciable ejército bizantino, que tenía motivaciones de revancha y de recuperación territorial. Las fuerzas combinadas de cruzados y bizantinos (para simplificar los llamaremos a todos “cruzados”) sufrieron una derrota inicial en Anatolia en 1096, pero a partir de ahí lograron varias victorias en su camino a Jerusalén, recuperando Nicea (también en manos de los turcos selyúcidos) en junio de 1097, ganando la batalla de Dorylaeum (Dorilea) en julio de 1097 y asediando y finalmente capturando Antioquia en junio del 1098; hacia fines de ese año los cruzados fueron capturando varias ciudades portuarias en Siria y también la ciudad de Belén. Así que los muchachos ya venían entonados.

     Mientras esto ocurría, los musulmanes tenían sus propios conflictos internos (qué raro): los musulmanes fatimíes (chiítas, de Egipto) habían tomado el control de Jerusalén, arrebatándosela a sus rivales selyúcidas (sunnitas). La mayoría de los selyúcidas, sin embargo, permanecieron en la ciudad aunque ya no estaban al mando. Chiítas contra sunnitas, siempre la misma historia.

   Jerusalén era considerada una ciudad santa tanto para los atacantes cristianos como para los defensores musulmanes, pero más allá de su significado espiritual, la ubicación estratégica de Jerusalén en las colinas de Judea le daba importancia política, económica y estratégica.    

    Finalmente los cruzados llegaron a su destino final a principios de junio de 1099, pero pasaron muchas penurias durante la campaña: la carencia de víveres y de agua hicieron estragos, y son varios los testimonios que aseguran que, camino a Jerusalén, los cruzados incurrieron en el canibalismo, rostizando a medias la carne de soldados musulmanes caídos a lo largo de su ruta hacia la ciudad santa. Del numeroso ejército que había partido de Europa (más de 30.000) sólo quedaban cerca de 15.000 solados de infantería y 1.300 caballeros. No parecía ser una fuerza tan grande al considerar las poderosas fortificaciones de Jerusalén, existentes desde la época de Adriano (emperador romano entre 117 y 138 d.C.), que habían sido reparadas y extendidas (hasta una doble muralla en muchos sectores) alternadamente por bizantinos y musulmanes a lo largo de los años. Además de eso, la ciudad se erigía como una fortaleza de difícil acceso por estar protegida por la geografía, entre pendientes profundas y precipicios. Finalmente, dentro de la ciudad había dos torres fortificadas: la Torre de David y la Torre Cuadrangular, que dificultarían cualquier ataque sorpresivo.

     Ante esta situación la estrategia más adecuada parecía ser no atacar en forma directa sino asediar y sitiar la ciudad. El problema de esa estrategia era que una vez que comenzado el asedio la duración del mismo dependería de la resistencia de los defensores, y si algo escaseaba entre los cruzados era el tiempo, considerando que seguramente, comenzado el asedio, vendrían en camino ejércitos musulmanes de refuerzo; al menos eso había ocurrido el año anterior durante el sitio de Antioquia.

    Del otro lado, el ”gobernador” y comandante principal (había en total ocho) de la defensa de Jerusalén era Iftikhar ad-Daula, al mando de una guarnición compuesta por un cuerpo de élite de caballería de 400 egipcios y varios miles de soldados árabes y sudaneses. Los musulmanes tenían la firme convicción de defender Jerusalén. La ciudad no disponía de fuentes de agua propias intramuros pero sí tenía grandes reservorios con una cantidad adecuada de agua, por lo cual la defensa podría resistir el asedio por el tiempo necesario hasta que llegaran las tropas prometidas desde Egipto. Iftikhar ordenó traer de las inmediaciones todo animal comestible y luego envenenar los pozos de agua de las afueras de la ciudad para evitar que los atacantes pudieran utilizarlos. Además, todos los cristianos habitantes de la ciudad fueron expulsados, para prevenir cualquier traición; a la población judía sí se le permitió permanecer en la ciudad.

     Los cruzados, por su parte, tenían como quince comandantes. Tres de ellos, Roberto de Flandes, Godofredo de Bouillon y Roberto de Normandía, se establecieron cerca de las murallas norte y noroeste,  mientras Raimundo IV de Toulouse ocupaba el Monte Sion y Tancred de Hauteville se ocupaba de juntar ganado en la zona de Belén antes de ocupar su posición cerca de la ciudad.

   El asedio, que duró más de un mes, comenzó lanzando proyectiles sobre la ciudad por medio de catapultas; sin embargo, al poco tiempo los atacantes empezaron a tener problemas con las provisiones de comida y sobre todo de agua. Eso llevó a que comenzaran las deserciones; mientras tanto, los defensores de la ciudad enviaban continuamente fuera de la ciudad a grupos de soldados para que atacaran a los cruzados encargados de conseguir agua fresca y comida para los campamentos. Así las cosas, los atacantes quedaban expuestos a sufrir escasez de provisiones más pronto que los defensores; por esa razón se decidió un ataque directo a la ciudad a las dos semanas de comenzado el asedio, atacando la muralla norte con pésimos resultados debido a la falta de equipos adecuados para escalar los muros, por lo que tuvieron que retirarse.

     Pero la solución a los problemas llegó para los cruzados días después, cuando un grupo de barcos genoveses e ingleses llegaron al cercano puerto de Jaffa trayendo armas, comida, madera y cuerdas para la construcción de torres de asedio, más catapultas, escaleras para escalar y arietes. Así que los cruzados ahora tenían provisiones, armas y recursos. Lo que no tenían era tiempo, ya que tenían el dato de que los primeros días de julio llegaría un ejército egipcio, lo que implicaba el riesgo de quedar atrapado entre dos fuerzas hostiles: la de la ciudad amurallada y la del ejército que llegaba en su apoyo. Los musulmanes en Jerusalén también sabían eso; por esa razón sus fuerzas militares no salían de los límites de la ciudad a atacar los campamentos cruzados.

     A principios de julio los cruzados se alistaron para un ataque masivo sobre la ciudad. Antes de llevarlo a cabo, encabezados por sacerdotes portando reliquias sagradas, caminaron alrededor de la ciudad descalzos, como en un ritual, en una procesión que buscaba (decían, al menos), recordar a todos por qué razón habían ido a Jerusalén. Se ve que, emocionados por tal arranque místico, los múltiples líderes cruzados (recordemos que los cruzados eran un guiso de nobles, caballeros, desocupados, fanáticos y, bueno, también soldados) se reconciliaron, perdonándose mutuamente sus ofensas y diferencias. Parece que el toque espitirual dio resultado porque después de tres años de penurias y agotadoras batallas la moral de todos volvía a estar alta, ya que comprendían que la Cruzada estaba finalmente a punto de lograr su objetivo final.

    El 10 de julio (días más, días menos –es imposible tener absoluta certeza sobre hechos ocurridos hace casi mil años–), dos torres de asedio fueron emplazadas contra las murallas del Monte Sion y la muralla norte, y una tercera torre fue ubicada contra la esquina noroeste de las fortificaciones. Frente a la amenaza de los cruzados, los defensores de la ciudad respondieron lanzado rocas y “fuego griego”: un líquido altamente inflamable inventado por los cristianos de Bizancio (cuando se trata de armas, se ve que no importa si las inventaron los enemigos cristianos; si sirven, dale que va…). Los cruzados atacaron masivamente la noche del 13 de julio (ponele). Luego de un día de duros combates, la noche del 14 de julio la torre emplazada en la muralla norte fue desmantelada y sigilosamente reubicada; así, al amanecer del 15, los defensores fueron sorprendidos por un lugar de ataque inesperado para ellos. La torre estaba lo suficientemente cerca como para que unos pocos hombres liderados por Godofredo de Bouillon escalasen las murallas y tomaran posesión de un sector de ellas, mientras otros hombres seguían trepando por las escaleras de asalto. Ya entrada la mañana del 15 de julio una de las entradas principales logró ser abierta y los cruzados finalmente entraron a la ciudad.

    Muchos defensores huyeron despavoridos hacia el Domo de la Roca (uno de los monumentos históricos de Jerusalén, situado en el centro del Monte del Templo o Explanada de las Mezquitas) y terminaron por rendirse a Tancred de Hauteville, que rápidamente izó su bandera sobre la Mezquita de Al-Aqsa. Mientras tanto, un segundo grupo comandado por Iftikhar ad-Daula fue atrapado en la Torre de David, en el barrio sur de la ciudad, por las tropas de Raimundo IV de Toulouse. Rápido de reflejos, Iftikhar ofreció un gran botín para salvar su vida y la de su guardaespaldas. Raimundo aceptó, y serían estos los únicos musulmanes en la ciudad que vivirían para ver otro día.

     Una vez rendida la ciudad se produjo una matanza masiva de todos los musulmanes y judíos de Jerusalén, estos últimos por ser considerados cómplices de los musulmanes. El ensañamiento fue especialmente brutal contra los musulmanes: no perdonaron la vida de ninguno, no importaba que fueran mujeres, ancianos o niños. Tancred de Hauteville había prometido salvar la vida a un grupo de combatientes musulmanes, pero el furor de los cruzados sedientos de (más) sangre hizo que no pudiera evitar que también fueran víctimas de la masacre generalizada. Los cristianos perseguían sin descanso a los ciudadanos que huían, los capturaban y los degollaban aunque no presentaran resistencia. Por las calles y plazas corría la sangre y se amontonaban cabezas, manos y pies. Eso sí, los cruzados se ahorarron el trabajo de limpiar las calles de cadáveres; a tal fin, dejaron con vida a algunos prisioneros para que hicieran la desagradable tarea de limpiar las calles de cadáveres. Cuando los muertos se amontonaron hasta tal punto que amenazaban con propagar enfermedades, los prisioneros musulmanes aún vivos fueron obligados a quemar los cuerpos de sus compañeros en enormes piras fuera de la ciudad, para luego ser ellos mismos masacrados. La ciudad fue completamente saqueada, incluyendo el robo de todos sus objetos preciosos.

    Eso sí: después de la matanza, los cruzados hicieron una procesión hasta el santo Sepulcro para dar las gracias a su Dios por la victoria.

   Las cifras sobre la cantidad de muertes varían según las distintas fuentes entre 30.000 y 70.000 (como siempre, según de qué lado estuviera el que contaba las muertes).

    Mientras tanto, en Italia, el papa Urbano II había muerto el 29 de julio de 1099 sin enterarse del éxito de la conquista ni de la brutalidad de la Cruzada que él mismo había iniciado.

    La captura de Jerusalén fue un logro notable, pero mantenerlo en el tiempo iba a significar más peleas, más batallas. Casi un mes después de la caída de la ciudad en manos de los cruzados, finalmente un gran ejército egipcio de aproximadamente 20.000 hombres llegó (más bien tarde –parece que venían al mando de Al-Alais–) para recuperar la ciudad. Comandado por el visir Al-Afdal (ah, no, no era Al-Alais), dicho ejército había enviado antes a varios espías y expedicionarios que fueron capturados por los cruzados y forzados a revelar los detalles sobre su campamento. Una vez descubierta la ubicación del enemigo, se decidieron por un ataque sorpresa: para el 10 de agosto todo el ejército cruzado se concentró en Ibelin, unos pocos kilómetros cerca de los egipcios, que acampaban en Ascalon (al suroeste de Jerusalén, sobre la costa del Mediterráneo). Los musulmanes fueron sorprendidos por completo; muchos huyeron hacia el mar, y muchos otros escaparon hacia una arboleda de sicómoros (árboles parecidos a las higueras) pero fueron perseguidos por los cruzados, que incendiaron toda la arboleda; el estandarte del visir fue capturado y todo terminó en una nueva victoria de los cruzados. Así, la recuperación de Jerusalén por los cruzados fue confirmada y Godofredo de Boullion, uno de los más destacados comandantes de la Cruzada, fue nombrado rey de la ciudad.

   Para la mayoría de los historiadores la batalla de Ascalon marcó el fin de la primera Cruzada. La barbarie de los cruzados nunca sería olvidada ni perdonada por los Estados musulmanes; es más: los musulmanes siguieron en acción y redoblaron la apuesta. Desde Constantinopla serían enviados más cruzados, que obtuvieron otras victorias (Cesarea en mayo de 1101, luego Acre unos días después), mientras los musulmanes fatimíes y selyúcidas se iban familiarizando con las tácticas de guerra de los europeos y seguían peleando a lo largo del tiempo.

   A pesar del éxito (es un decir) de la primera Cruzada, el mantenimiento y la defensa posterior de Tierra Santa requeriría otras Cruzadas en los siguientes dos siglos. En ese contexto, la primera Cruzada es considerada la más exitosa de todas (tapándonos la nariz al calificar lo relatado como “éxito”). De hecho, la ciudad de Edesa, en la Mesopotamia, caería en manos de los musulmanes, lo que llevó a la segunda Cruzada (1147-1149) y Jerusalén fue reconquistada por los musulmanes en 1187, lo que daría lugar a la tercera Cruzada (1189-1192). Y hubo cinco más después de esa…

    Distintos momentos, diferentes motivos, similares bandos, pero el mismo denominador común: la cuestión es matarse y conquistar, matarse y defender lo conquistado; matarse, en definitiva.

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