El 31 de marzo de 1814, el zar Alejandro I, el rey Federico Guillermo de Prusia y el príncipe austriaco Schwarzenberg, entraban a París junto a sus ejércitos poniendo fin a la desastrosa campaña de Rusia que Napoleón había iniciado el 24 de junio de 1812. Bonaparte bien sabía que “la victoria tiene cien padres, pero la derrota es huérfana”… aunque en este caso, sin dudas, Napoleón era el padre de la criatura.
Este fin de marzo, Bonaparte esperaba solo en su castillo de Fontainebleau el desenlace de las negociaciones mientras su canciller, el vidrioso príncipe de Talleyrand, hacía entrega de las llaves de la ciudad a los reyes de Europa que se habían aliado contra el emperador francés.
Las defensas de París habían sido burladas merced de la traición del mariscal Marmont, duque de Ragusa, amigo y compañero de armas de Napoleón desde sus tiempos en la Academia. Él mismo negoció la entrega de sus hombres con los invasores. No tenía sentido derramar más sangre francesa. La de Napoleón era una causa perdida.
Este acto de entrega fue tomado como el paradigma de la traición. De hecho, en francés, la palabra «ragusade» es sinónimo de deslealtad. Curiosamente, Marmont fue transitoriamente tutor del hijo de Napoleón en Viena, y su nombre figura entre los generales victoriosos inscritos en el Arco del Triunfo.
Mientras Murat se aferraba al trono de Nápoles, sus mariscales y generales se hacían los desentendidos, este gesto de uno de sus más viejos compañeros le hizo entender a Bonaparte que los antiguos combatientes ya no estaban de su lado … El 6 de abril se despidió de su guardia y abdicó. Aun así quiso imponer sus condiciones y propuso que lo sucediera su hijo …pero Napoleón no estaba en condiciones de exigir nada. Las fuerzas aliadas se opusieron a esta elección y consagraron al hermano del fallecido Luis XVI como el próximo monarca en llevar la corona de Francia. Así fue como Luis XVIII ascendió al trono, a falta del nunca ungido Luis XVII, muerto en la prisión du Temple (aunque su vida se haya prestado a mil conjeturas inverosímiles, como su aparición en una lejana ex colonia española a orillas del Río de la Plata).
Para colmo de males, los vencedores clamaron venganza: El príncipe Blücher pidió la destrucción del puente de Jena, nombrado así por la batalla en la que Napoleón había derrotado a las tropas prusianas en 1807. Por suerte sus aliados lo disuadieron de esta retaliación histórica y estética.
Mientras los cosacos rusos acampaban en el campo de Marte (donde tiempo después se construiría la Torre Eiffel), Alejando I visitaba a la bella Josefina, obligada a divorciarse de su amado Napoleón ya que no había podido darle descendencia. Alejandro fue muy generoso con Josefina, a quien le hizo costosos regalos como un raro camafeo y un collar de diamantes.
En los días que estuvo en París, Alejandro visitó frecuentemente a Josefina en su palacio de Malmaison, circunstancia que se prestó a las más diversas conjeturas sobre la naturaleza del vínculo que los unía. Lo cierto es que Josefina murió poco después de estos encuentros por una neumonía, aunque no faltaron las versiones que le atribuyen su defunción a un envenenamiento ordenado por el viscoso Talleyrand para evitar que la ex emperatriz actuase baja la influencia del zar o que se uniese a Napoleón en su exilio en la isla de Elba.
Al enterarse de su muerte, Bonaparte se lamentó “Verdaderamente amé a Josefina, pero no la respeté”.
Abatido por estos acontecimientos, Napoleón en una noche amarga (específicamente el 12 de abril), mientras yacía en su cama, le pidió a su ayudante de cámara que cerrase las ventanas de la habitación.
Le pesaban las traiciones, el abandono, el triunfo de sus enemigos, el retorno de Luis XVIII y ¿la infidelidad de Josefina?
Lo cierto es que esa noche la vida parecía haber perdido sentido para Bonaparte. Intentó dejarle un adiós a su esposa María Luisa de Austria y un mensaje para su hijo que apenas tenía tres años, pero al rato rompió el papel y solo se limitó a escribir un simple adiós. El desconsuelo no tiene palabras.
Desde la calamitosa campaña de Rusia, llevaba en el bolsillo de su chaqueta un sobre con cianuro para ingerir en caso de caer prisionero. Echó el polvo en un vaso y, de un sorbo, tomó el brebaje amargo. A los pocos minutos, los cólicos abdominales lo hicieron gritar de dolor. Enseguida entró su asistente y, con el rostro desencajado, pidió que fuese llamado el general Caulaincourt, a quien le confesó haber bebido cianuro.
Caulaincourt llamó al médico de la corte, Jean-Nicolas Corvisart, quien lo hizo vomitar. Al despertar al día siguiente, Napoleón le dijo a Caulaincourt: “Si ni siquiera la muerte me quiere, es hora que me vaya”. Pocos días después, tomó el buque que lo condujo a su diminuta monarquía de la isla de Elba, donde solo reinó por 300 días.
En los últimos días de la campaña a Rusia, Napoleón le escribió una carta a Víctor De Pradt, su embajador en Varsovia, donde expresaba su pesar: “De lo sublime al ridículo no hay más que un paso” que él dio al huir desesperado de Moscú. Sin embargo, como hombre de genio, estaba convencido que aún del ridículo se vuelve y el 20 de marzo de 1815 abandonó Elba para recuperar el trono de Francia … Pero una vez más, se le escapó la gloria.
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