La demencia de Kant

Immanuel Kant (1724-1804) fue, sin dudas, uno de los filósofos más influyentes del siglo XVIII, autor de obras transcendentales del pensamiento moderno, como su “Critica a la razón pura”, donde se explaya sobre el uso de la mente para conocer los límites del conocimiento “disgustado porque el dogmatismo nada nos enseña… y el escepticismo  nada nos promete”.

De allí que su vida ha interesado a la neurociencia por la peculiar mentalidad de este hombre metódico hasta la más precisa reiteración, al punto de que en Königsberg, la ciudad que lo vio nacer y convertirse en profesor y decano de su universidad, ajustaban los relojes cuando lo veían realizar su caminata matinal.

Sin embargo, esta vida simple y regular parece oponerse a su pensamiento revolucionario, a ese idealismo transcendental que escapa de los principios platónicos, ya que, para Kant, el conocimiento de los objetos es imposible; solo conocemos la “apariencia de las cosas”. Podemos percibir que el tiempo pasa y los objetos se distribuyen en el espacio, pero el tiempo y el espacio no existen  independientemente de la percepción que tengamos de ellos. No en vano Kant era el autor preferido de Einstein.

Y si de tiempo y espacio hablamos, Kant apenas se movió unos pocos kilómetros de la ciudad en la que creció y pasó su vida. Ni siquiera quiso conocer el mar Báltico, que está a menos de cien kilómetros de Königsberg.

Kant vivió en un cuarto sin calefacción, con los muebles indispensables para vivir y trabajar, con un solo cuadro como adorno, un retrato de su adorado Jean Jacques Rousseau. Su día comenzaba a las 5 de la mañana, cuando salía a caminar siguiendo el mismo itinerario y dando la misma cantidad de pasos. Las veces que recibía visitas, cuando ya era un personaje mundialmente conocido, mantenía un orden estricto del protocolo que los sirvientes debían cumplir o sino enfrentarse a la furia de Kant. Se mundo era inamovible.

Por estas conductas se sospecha que padecía un trastorno obsesivo-compulsivo. La compulsión implica conductas reiterativas –como lavarse las manos o rezar–. A menudo, los que sufren el trastorno obsesivo-compulsivo reconocen el desorden y se estresan por los trastornos que la ocasionan en su vida social… pero Kant parecía disfrutar de sus conductas reiterativas y monótonas, y así lo hizo hasta los últimos años de su vida cuando la demencia desintegró ese mundo en el que se había movido.

Desde los 40 años, Kant comenzó a sufrir jaquecas con áureas que incluían fenómenos visuales como escotomas (manchas), visión doble transitoria y hasta un episodio de ceguera monocular, todo esto mientras sentía una opresión en el cráneo. Es una afirmación sin sustento estadístico, pero suele decirse que los jaquecosos padecen cuadros obseso-compulsivos (aunque según estudios recientes, esta relación se ha establecido en solo el  1.4% de los casos).

En sus últimos años, después de haber cumplido los 70, mostró signos de demencia. Su último curso lo dictó a los 72 en 1796, pero aún no padecía un cuadro florido. De allí en más, perdió la memoria, se mostraba inquieto y pretendía irse de los lugares a los que era invitado casi al momento de entrar. Solía abrocharse y desabrocharse el chaleco, y al final de sus días ya no podía ni firmar ni comer por sí mismo. Lo debían alimentar como a un niño. También manifestaba una pérdida crónica de la visión. Pasaba horas en silencio, y no podía reconocer a su familia (Kant no se casó ni tuvo hijos). Se tropezaba y caía con frecuencia.

¿Cuál era el origen de esta demencia? ¿Problemas vasculares, un meningioma frontal, un Alzheimer? ¿O pudo tener un cuadro demencial de los cuerpos de Lewis, afección que cursa con alucinaciones visuales? ¿Podría haber tenido una pérdida visual por cataratas complicada con un síndrome de Charles Bonnet que también trae alucinaciones visuales? Nunca se sabrá porque no se realizó autopsia y Kant fue enterrado en la catedral de la ciudad en la que siempre vivió.

Quizás (y esta es una especie de justicia poética  a la que apelo para no ver la decadencia de un gran hombre) Kant no quiso ver como la razón y la experiencia, que reconocía como base metafísica del conocimiento, se diluía en la sinrazón de un mundo sin imperativos categóricos que condujesen la moral de su tiempo y años venideros, carentes del debido respeto a los derechos humanos que propugnaba su admirado Rousseau y sin la paz universal que promovía como la culminación de su ideario, en una Europa envuelta en las guerras napoleónicas.

Su demencia fue una forma de no ver al mundo que  cada día estaba más lejos del que había conocido en su apacible apartamento.

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