Los secretos de la orina

Hubo un tiempo en que la clínica era soberana y las dudas diagnósticas eran disquisiciones filosóficas. La verdad estaba en la palpación, la auscultación, la inspección y en ese ojo atento a las sutiles diferencias entre la salud y la enfermedad.

La orina ofrecía un posibilidad diagnóstica elocuente, estaba allí, líquida, cristalina, a veces turbia. Solo debía leerse el mensaje secreto en un frasco de vidrio. No ofrecía secretos para aquel que supiera descifrar las enfermedades ocultas, las causas de los dolores insidiosos, las escondidas vergüenzas y los males de  amor. La verdad estaba allí, diluida en la orina del paciente…

La uroscopia, el arte de examinar esa orina, fue por siglos la herramienta diagnóstica fundamental para descubrir la causa de las enfermedades que afectaban a hombres y mujeres. La teoría de los humores, tan cara a Galeno y a sus seguidores, no podía dejar de lado como fuente de información este líquido elemento brotado de las mismas entrañas del individuo. Seguramente estas aguas doradas delatarían el secreto desbalance de los humores.

En 1379 un fraile dominico, Henry Daniel, detalló los colores de esas aguas y su correlación con los humores del enfermo. Para fray Daniel, la orina revelaba el espíritu de su dueño: el sanguíneo, el colérico, el flemático y el melancólico excretaban un fluido característico, único y especial. En algunas circunstancias, el aspecto era tan especifico que su sola presencia imponía una ominosa advertencia.

Pero esto no era todo lo que podía verse en las aguas. Los iniciados en sus secretos sabían que al ser lívidas y cristalinas sus dueños eran castos y virginales, pero cuando eran licenciosos y promiscuos, estas bajaban turbias y de tinte plomizo por sus excesos amatorios.

El Liber Idicius Urinarum (usted se imaginará sobre qué trataba el libro) planteaba 40 diagnósticos diferenciales con solo estudiar las aguas del paciente. Tanta ciencia no siempre era apreciada por los legos. Algunos no tomaban muy en serio las cualidades diagnósticas de la uroscopía. “Ruego a Dios que salve sus gentiles comentarios para cuando veamos sus aguas en un frasco”, comentaba irónicamente Chaucer en sus Cuentos de Canterbury.

Otros más insolentes, como Molière, llegaban a satirizar esta práctica, burlándose de los profesionales que estudiaban las orinas del paciente. Estos galenos eran de poner caras graves y pronunciar funestos pronósticos acerca de la sobrevida del afectado, mientras exhortaban dineros a los preocupados familiares dispuestos a comprar la salud perdida del enfermo… esfuerzo que muchas veces no se veía coronado por el éxito.

A pesar de estos escépticos, que siempre hubo y habrá, las personas en general creían en las bondades de este método diagnóstico que no carecía de bases fisiopatológicas para discernir entre males. La presencia de sangre, pus, pigmentos biliares son elocuentes marcadores de enfermedades. La espuma en la orina nunca es de buen pronóstico, ya que implica la presencia de proteínas, solo permeables al riñón en casos de nefropatías. La cantidad de orina indica indirectamente el estado de hidratación del organismo o el funcionamiento renal. En caso de escasez, insuficiencia; en exceso, diabetes. Esta palabrita, “diabetes”, quiere decir atravesar. Las aguas atraviesan el riñón escapando del organismo. Para saber qué tipo de diabetes padecía el enfermo, los esforzados galenos de antaño recurrían al heroico recurso de saborear la orina en cuestión. ¡Si Señor! Por el bien de su paciente en particular (en esa gloriosa época todos los pacientes eran particulares) y de la humanidad en general, los profesionales, atados a las cadenas al juramento hipocrático, no dudaban en llevar a sus labios el dorado líquido.

Sabían por experiencia, duramente adquirida, que no siempre tenía ese sabor ligeramente ácido. A veces un gusto dulzón impresionaba su paladar entendido. Otras ni gusto tenían, eran tan insípidas como el agua.

Después de largas deliberaciones, los médicos de antaño llegaron a la conclusión de que dos enfermedades de distinta causa compartían el mismo nombre. Una diabetes era mellitus, por su sabor a miel; la otra diabetes era insípida, por la razones que ustedes bien imaginarán. Con el tiempo supieron que ambas se debían a la falta de una hormona en particular, la insulina en caso de la mellitus y la hormona antidiurética en el caso de no tener gusto. Para alivio de los estudiantes de medicina debo aclarar que ya no hace falta probar la orina de los pacientes para distinguir entre éstas y otras enfermedades.

La costumbre de examinar la orina fue tan característica de los médicos que el matraz llegó a ser símbolo de la profesión. La práctica debe haber sido muy común entre los médicos holandeses, porque existen no menos de 22 cuadros de diversos pintores —Teniers, Metsu, Van Mieris, Jan Oteen y Gerard Dou entre otros—, donde aparecen profesionales examinando concienzudamente la excreción de sus enfermos.

Justamente, en un cuadro de Gerard Dou (Mujer hidrópica, 1663) se ve al médico ricamente ataviado, a tono con el refinado ambiente burgués de su paciente, observando con atención propia de un sommelier los líquidos de la señora. Mire usted el rostro pálido y azulado de la dama, su abdomen distendido, sus pies hinchados. Ya no tolera el calzado. Su posición semiacostada le permite ventilar sus pulmones. “Insuficiencia cardíaca derecha” será el diagnóstico del galeno. La sangre, dificultosamente bombeada, se acumulaba en las extremidades inferiores, hinchando los pies y, en caso extremo, acumulándose en el abdomen.

La mujer hidrópica • Gérard Dou • 1663 • Museo del Louvre, París, Francia

Otra pintura, de Samuel van Hoogstraten, abunda en la inspección de aguas. En este caso se trata de una jovencita víctima de una enfermedad propia de esos tiempos, la clorosis, versión renacentista de nuestra anorexia nerviosa. La clorosis era una malsana anemia que agotaba toda fuerza de la joven en cuestión, limitándola a su lecho, donde solo le restaba suspirar por sus pasiones imposibles. La menstruación y una dieta desequilibrada por la destemplanza sólo empeoraban el curso de la anemia. El doctor con ojos de connoisseur mira el frasco a trasluz. ¿Cuántos casos ha visto como éste? ¿Cómo explicar el origen de estos “Males de Amores” que sólo se resolvían con el matrimonio? Solución heroica que no carece de contraindicaciones y efectos colaterales, pero solución al fin.

La dama anémica • Samuel Dirksz van Hoogstraten • 1667 • Museo Nacional de Ámsterdam (Rijksmuseum), Países Bajos.

Algunos profesionales habían adquirido tal exquisitez semiológica en el examen de las aguas que ya no necesitaban ver al paciente en cuestión. Eran los uromantes. El matraz se había convertido en una bola de cristal, donde podían leer los diagnósticos de sus enfermos. Esta “uroscopia por mensajero” era una costumbre tan difundida que Shakespeare le hace preguntar a Falstaff a su paje sobre las cualidades de sus aguas (que había enviado a un especialista en el tema). El joven mensajero transmite textualmente las palabras del profesional: “El doctor me ha dicho que son aguas de gran calidad, aunque el sujeto que las ha producido tiene más enfermedades que las que el médico ha visto nunca”.

Ante la proliferación de estos diagnósticos a distancia —cinco siglos adelantados a la telemedicina—, el Colegio Médico de Londres se vio obligado a prohibir esta práctica, aunque algunos uroscopistas persistieron hasta bien entrado el siglo XIX.

Una anécdota atribuida a varios médicos, entre ellos el célebre Charles Bell (que inspiró a su alumno Conan Doyle la figura de Sherlock Holmes por su sagacidad), cuenta cómo con sólo observar un frasco de orina el médico en cuestión le dice a la portadora que esos líquidos pertenecen a su marido, que éste era sastre y que la pareja vivía en tal lugar. Muda, por la sorprendente revelación, la señora sólo atinó a asentir. El doctor le prescribió un medicamento y le dijo que si no mejoraba en 10 días debía volver. Los alumnos asombrados le preguntaron cómo sabía todo eso, a lo que respondió: “La señora parecía sana, llevaba anillo de casada y el frasco estaba tapado con tela. Solo un sastre se permite este despilfarro. Los sastres pasan mucho tiempo sentados y se constipan. Para eso lo mediqué”. ¿Y cómo sabía dónde vivía? “Por el barro de sus zapatos… es típico de ese lugar de Edimburgo” (donde existía una facultad de Medicina reconocida en toda Europa y donde estudio Connan Doyle).

La semiología, el difícil arte de observar, ha perdido terreno y pasó a ser un recurso que es ejercido por un numero decreciente de profesionales, nostálgicos de estos tiempos en que la medicina se reducía a observar, deducir y considerar las posibilidades diagnósticas.

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