El 7 de diciembre del año 43 a.C., moría asesinado Marco Tulio Cicerón, el más notable defensor de la República. Este excelso orador y recordado pensador romano había combatido la dictadura de Julio César con sus escritos, que persistieron en el pensamiento político de Occidente.
Veinte años antes de su asesinato, sus discursos le habían ganado enorme popularidad al oponerse al golpe de estado orquestado por Lucio Sergio Catilina, propulsor de un populismo prebendario. Cicerón lo atacó con una serie de piezas de oratoria que pasaron a la historia con el nombre de “Catilinarias”. “Es conveniente que todos los hombres que deliberan sobre cosas dudosas estén vacíos de odio, amistad, ira y misericordia. No suele prevalecer el espíritu de la verdad cuando esas cosas estorban; nadie obedece al mismo tiempo a su deseo y a sus intereses”.
En esa célebre alocución incluyó una frase que aún hoy no ha perdido vigencia: ¡Oh tempora, oh mores! (Oh tiempo, oh costumbres). Los tiempos y los criterios cambian, aunque no siempre sea para bien.
Por su enérgico accionar ante la intención de desestabilizar la República, Cicerón fue reconocido como el “padre de la patria”.
Sin embargo, sus adversarios políticos decretaron su exilio, del que volvió en el año 57 a.C. gracias al apoyo de Julio Cesar. A pesar de este acercamiento, la relación entre ambos estadistas se tornó más distante a medida que aumentaba el poder autocrático del César y se perdía el espíritu republicano.
Los enemigos de Julio César, entre los que se encontraba Marco Brutus, un dilecto discípulo de Cicerón, conocedores de la cautela del filósofo, no lo convocaron para la conspiración que concluyó con el asesinato del dictador durante los idus de marzo.
Desatada la crisis política, Cicerón promovió, sin éxito, la amnistía de los asesinos, pero Marco Antonio, el más estrecho colaborador del César, se opuso a esta medida y se convirtió en cónsul. Cicerón lo atacó en varios discursos que pasaron a la historia como “Filípicas”.
Atribulado por las acusaciones del tribuno, Marco Antonio, que solo podía oponerse al valor de las palabras de Cicerón con la espada, ordenó su asesinato. Alcanzado por los esbirros de Marco Antonio, el filósofo les dijo: “No hay nada propio en lo que harán, soldados, pero traten de matarme con corrección”.
Cicerón creía que los verdaderos filósofos meditan toda su vida sobre la muerte para enfrentarla con serenidad, pero la suya resultó de una violencia inusitada. Su cabeza y las manos con las que había escrito Philippicae fueron cercenadas y enviadas a Fulvia, la esposa de Marco Antonio, quien escupió al rostro del filósofo y ordenó su exposición en la misma tribuna de oradores en la pocos meses antes había sido escuchado con atención y ovacionado por la multitud…
Lamentablemente, los conquistadores son más recordados por la historia que los pensadores, y Cicerón no es más famoso que César, Alejandro Magno o Napoleón, aunque su impronta intelectual sea más importante e inmortal.
Poco antes de su morir, escribió: “Hay seis errores que la humanidad sigue cometiendo siglos tras siglos: creer que la ganancia personal se obtiene aplastando a los demás, preocuparse por cosas que no se pueden cambiar o corregir, insistir en que una cosa es imposible porque no podemos lograrla, negarse a dejar de lado las preferencias triviales; descuidar el desarrollo y refinamiento de la mente y obligar a otros a creer y vivir como nosotros”.
Cuando los políticos hablen del espíritu republicano, recuerden las palabras de Cicerón
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Este texto también fue publicado en CLARIN