Una bomba en el palacio

El viejo distrito gubernamental de Berlín siempre fue uno de los barrios más exclusivos y glamorosos de la capital alemana, desde tiempos muy lejanos. Al sur del serpenteante río Spree, desde el Reichstag, pasando por la Puerta de Brandeburgo y el Tiergarten hasta los espléndidos edificios de las embajadas.

Justamente el Tiergarten (que significa “jardín de animales”), un enorme parque de 210 hectáreas, siempre fue el corazón del viejo distrito, alrededor del cual se fueron levantando con el correr de las décadas aquellas fantásticas construcciones.

La historia del gran pulmón verde de Berlín se remonta casi hasta tiempos insondables, hasta los comienzos de la historia de la capital prusiana. El Tiergarten nació como un coto de caza de los gobernantes de Brandeburgo, en el siglo XIV. Durante el siglo XVI, Federico el Grande, quien no era tan aficionado a esta práctica como su padre, fue el primer gobernante prusiano en “abrir” el parque a la población ordinaria. Desde ese momento, jardines coloridos y estatuas exquisitas llenaron los verdes caminos del lugar.

Durante fines del siglo XIX, la Wilhelmstrasse se llenó de todo tipo de dependencias gubernamentales erguidas alrededor de la vieja Cancillería del Reich. Así, hacia el oeste de esta última, los albores del siglo XX vieron levantarse sobre la Tiergartenstrasse todo tipo de palaciegas embajadas pertenecientes a las naciones más importantes del globo. Otras legaciones debieron conformarse con callejuelas más modestas de Berlín. Tal fue el caso, al menos a comienzos de siglo, para la representación de la República Argentina, la que, mientras el Kaiser se armaba a todo vapor para enfrentarse a casi el mundo entero, se hallaba en un rincón un tanto más apartado.

Fue una muy ardua tarea la de investigar los lugares exactos en que funcionó la embajada del país sudamericano en Berlín a comienzos del siglo XX. De acuerdo a las Guías Diplomáticas Oficiales, que gentilmente el personal del Archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores compartió con el autor, es posible determinar que en los primeros años del siglo XX la legación se hallaba en la calle Blumeshof número 16. En la guía de 1915 podemos observar el nombre del Luis B. Molina como enviado extraordinario y ministro plenipotenciario, seguido por el de Eduardo Labougle, futuro embajador, en ese año secretario de primera clase. En el Archivo General de la Nación se puede encontrar una extraordinaria fotografía de Labougle cenando en ese viejo edificio, totalmente ajeno, seguramente, a lo que le de pararía el destino un par de décadas más tarde en esa misma ciudad.

La calle Blumeshof ya ni siquiera existe en la Berlín moderna. Según se pudo averiguar, se trataba de una vía no muy importante ubicada entre la Lützowstrasse y el Landwehrkanal. Digamos unos setecientos metros hacia el sur del Tiergarten, a vuelo de pájaro. Una zona no muy lejana de la vieja Cancillería, de todos modos, pero mucho menos glamorosa que la calle del zoológico.

Para 1919, la representación argentina se mudó a un sector más exclusivo: Tiergartenstrasse 24, sitio referido por los documentos del Archivo del Ministerio como la sede de la legación hacia 1919. En ese momento la Argentina se acomodaba entre los “importantes”, unos mil seiscientos metros al oeste de la Wilhelmstrasse, pero ya frente al gran parque. Hoy, la calle de la intersección lleva el nombre de Hiroshimastrasse (hasta 1990: Graf Spee Strasse), y justamente en ese mismo lugar funciona hoy la embajada japonesa.

Como veremos a continuación, luego de la irrupción de los nazis en el poder, pareciera que se desató una fiebre para que la representación de Argentina tuviera un edificio acorde a su creciente importancia.

El palacio Pannwitz

En el Archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores, olvidada dentro de una pesada caja de metal, hay una vieja carpeta con la leyenda “ofrecimiento de una residencia para la embajada argentina en Berlín”.[1] Dentro de ella se puede leer una carta de la Sra. Catalina Roth de von Pannwitz, viuda de Walter von Pannwitz, dirigida al presidente de la Nación Agustín P. Justo. La señora ofrecía, a través de la misiva, una lujosa mansión para que la Argentina tuviera una embajada acorde a su creciente grandeza.

Los Pannwitz eran una familia noble de la zona de Alta Lusacia. Walter había sido un afamado abogado en Múnich, además de ser conocido también por sus grandes colecciones de arte. Divorciado en 1907 de su primera esposa, contrajo matrimonio en segundas nupcias con Catalina (Kathe) Carolina Friedericke Georgine Roth, cuya familia poseía grandes posesiones de tierras en Argentina.

El matrimonio decidió mudarse a Berlín en 1910, por lo que encargaron al reconocido arquitecto bávaro Johann Bestelmeyer que les construyera un palais donde su colección de arte tuviera un entorno a medida. Bestelmeyer construyó una gran casa al estilo del clasicismo de 1800 en un parque de 2,2 hectáreas.

Cuando la mansión estuvo terminada, en 1914, el mismísimo Kaiser en persona visitó el palacio. Luego del desastre de 1918, los Pannwitz siguieron a su emperador caído al exilio, radicándose más tarde en Argentina.

La propuesta de la viuda de Pannwitz de transformar su suntuosa casa en la representación argentina parecía irresistible, a no ser por un detalle: la ubicación del palais. La propiedad estaba en uno de los lugares más bellos y elegantes de Berlín occidental, más precisamente en el Grunnewald, en las cercanías del Río Havel. Sin embargo, esto representaba mover a la legación a un sitio apartado e inconexo con respecto al centro del poder político; la Wilhelmstrasse se hallaba a más de 8 kilómetros hacia el este.

No existe en el Ministerio de Relaciones Exteriores constancia de contestación a la propietaria, pero lo que es seguro es que otro edificio de características tan exquisitas como el Palais Pannwitz comenzaba a aparecer en el horizonte.

La familia vendió la propiedad al Reich durante la Segunda Guerra Mundial. Gracias a la providencia se salvó de la destrucción y los salvajes bombardeos a los que fue sometida la capital durante los dos años finales de la contienda. Años más tarde fue restaurada. La suntuosa casa del Grunnewald, que casi se con vierte en la Embajada de Argentina en Berlín, es hoy un lujoso hotel; más precisamente el Patrick Hellmann Schlosshotel, de la calle Brahmsstrasse 10.

La generosidad de los Staudt

Wilhelm Staudt desembarcó en Buenos Aires en 1877, a los 24 años y sin un céntimo en sus bolsillos. Pronto, su genio para los negocios le hizo escalar posiciones en una firma germana de la capital argentina, aunque su gran despegue económico fue resultado de sus negocios independientes. En 1882, junto a un socio berlinés, adquirió telas de popelina en el sur de Francia con las que hizo confeccionar varias prendas que fueron muy exitosas en el verano porteño. Lejos de hacerse con las ganancias, Staudt siguió reinvirtiendo. Con las utilidades compró cueros y lanas que envió a Europa, haciéndose rápidamente de una gran fortuna.

Diez años más tarde de su llegada a la Argentina, La Staudt & Co., Compañía de Importación y Exportación poseía sede en Berlín y Buenos Aires. Para esa época, el empresario viajaba asiduamente entre ambas ciudades. En 1888 nació en la capital alemana Richard Staudt, único hijo varón del próspero empresario (también tuvo tres hijas mujeres: Auguste Viktoria, Mercedes y Charlotte), quien estaría destinado a heredar el Imperio de su padre luego de su repentina muerte en 1906.

Pero mucho antes, a fines del siglo ixx, cuando era un joven millonario al que la muerte le parecía algo inalcanzable, Wilhelm Staudt decidió festejar su dorada prosperidad con la construcción de una imponente mansión en la zona más exclusiva de Berlín, entre lujosas villas y frente al exuberante Tiergarten. Allí se levantaría el magnífico Palais Staudt.

La obra fue ejecutada por el prestigioso arquitecto Otto Rieth entre 1898 y 1900. Entre otras construcciones, Rieth había participado en la construcción del Reichstag junto al arquitecto Paul Wallot. Su elección no fue casual, ya que era uno de los exponentes más importantes de la arquitectura monumental heredera del Beaux Arts.

Este arquitecto proyectó para Staudt un edificio de tres plantas en un amplio lote que se ubicaba en la intersección de la por entonces Regentenstrasse y la famosa Tiergartenstrasse.

En la primera planta se ubicaban las áreas de servicio con acceso por la Tiergartenstrasse, a las que se ingresaba a través de un hall circular que se conectaba con el resto de ambientes. También se construyeron salas para vinos, salones privados, de billar, portería, despensas, etc.

Sobre la calle Regentenstrasse se ubicaba otro acceso secundario, al cual se ingresaba a través de un patio; cruzando un vestíbulo se podía acceder a una antesala que vinculaba con el ala de la Tiergartenstrasse. Al otro lado del patio se levantaban las cocheras y, de acuerdo al amor por los equinos que los Staudt heredarían de la rama materna: el establo y las caballerizas. Entre ambos sectores de la planta baja se ubicaba la cocina.

La segunda planta era la delicia del palacio. Estaba conformada por distintos espacios que eran una muestra cabal de que el edificio había sido diseñado para ser un lugar que permitiese a sus dueños la realización de encuentros sociales. Salones de baile, música, patio de invierno, comedor y salas más pequeñas completaban una planta que tenía como protagonista un salón central con una gran escalera de dos tramos que conducía a las habitaciones privadas de la familia. Esta planta se jerarquizaba especialmente por la importante altura de sus techos, diferenciándose del basamento de servicio y del nivel superior.

En el tercer piso se ubicaba el sector privado, que estaba conformado por tres amplios dormitorios para cada una de las hijas del matrimonio, sus sanitarios y vestidores, todos ubicados con vista al patio de acceso. Hacia la calle Regentenstrasse se hallaba la habitación del único hijo varón, Richard, separada de las anteriores por un salón y una sala de desayuno. Hacia la calle Tiergartenstrasse estaba el dormitorio principal, su sanitario y vestidor y un escritorio íntimo para el señor Staudt.

Los decorados interiores, tal como se aprecia en las fotografías que aún existen en el Archivo General de la Nación, y que fueron redes cubiertas para este trabajo, son un reflejo de esa concepción total del arte pregonado por Rieth. En el comedor se pueden ver los cielorrasos decorados, las bellas boiseries que ocultaban las puertas de acceso y columnas y capiteles encuadrando un hogar sobre el cual se refleja el salón a partir de un espejo, entre otros detalles. La sala de música se aprecia como el centro de un recorrido que se iniciaba en el salón de baile y terminaba en el comedor a partir de salas menores de estar.

El exterior del edificio no escapaba a tanto detalle y perfección. En palabras del arquitecto Pablo Grigera, quien gentilmente analizó el estilo de construcción del Palacio: Rieth entendía a la arquitectura como un arte total, en donde la escultura y la pintura permitían comprender al edificio como un todo. Debido a ello, incorporó en las fachadas figuras simbólicas relacionadas con la vida de Staudt. Aquellas ornamentaciones fueron realizadas por dos escultores expertos que también habían trabajado en el Reichstag: August Vogel y Wilhelm Widemann. La temática de su trabajo tuvo como centro la historia de la familia.

Según un artículo publicado en Mundo Arquitectura de Berlín en noviembre de 1900, Vogel y Widemann recibieron de Rieth la libertad para expresar su frondosa creatividad: Sobre el acceso principal al edificio, de forma semicircular, destacaban el rostro de un león en el ático y luego, hacia la tercera planta, sobre los pilares del segundo piso, cuatro esculturas representaban a la navegación comercial y la industria; los relieves bajo los aleros de la máscara de Oceanus y las figuras del comercio y la agricultura habían sido ejecutadas magistralmente por Widemann.

Las superficies de las paredes entre las ventanas del piso principal del frente alargado, sobre la Regentenstrasse, estaban decoradas con seis relieves, de los cuales dos simbolizan la vida (Widemann) y la muerte (Vogel), encarnadas en esbeltas figuras femeninas. Las representaciones entre aquellas retrataban la guerra y la victoria con las figuras de Bismarck y Moltke, cuyas cabezas de perfil estaban esculpidas por Vogel sobre la arenisca. Las diosas flotantes de la victoria y los símbolos de las zonas cálidas y frías se representaron en los paneles sobre las ventanas. Además de Vogel y Widemann, Ludwig Manzel estuvo involucrado en la decoración de la fachada, siendo el ejecutor de las figuras de Europa y América sobre la Regentenstrasse. La imagen en la parte posterior de la fuente en el patio fue ejecutada por Vogel según el diseño de Rieth. La colosal cabeza de la mujer era un símbolo del Spree, cuyos niños aparecían como pequeños monstruos acuáticos de ojos saltones debajo de ella. [2]

Este tipo de arquitectura comenzaba a despedirse lentamente para dejar paso a la síntesis decorativa expresada en las nuevas vanguardias que irían surgiendo en Europa, y que muy tímidamente comenzaron a expresarse en el uso del hierro y el vidrio, tal como aplicó Rieth en las cocheras y caballerizas del edificio.

Para destacar la enorme gratitud que la familia sentía por Argentina, nación donde aquella enorme fortuna había iniciado su fantástico crecimiento, un enorme friso con la palabra “Argentinien”, sobre la calle Regentenstrasse, dominaba todas aquellas figuras de ensueño talladas por manos exquisitas.

Para la década de 1930 Richard Staudt era ya el pleno continuador del Imperio creado años atrás por su padre. Dividía su tiempo entre sus lucrativas empresas y su puesto de cónsul de Austria en Argentina. Mientras la familia alternaba entre Buenos Aires y Berlín, Staudt hijo pensó que la lujosa mansión de la Tiergartenstrasse, ya poco frecuentada, sería un sitio ideal para que la representación oficial de Argentina ante el Reich tuviera un sitio digno de su grandeza

Así fue como en 1936, tanto Argentina como Alemania elevaron los rangos de sus respectivas legaciones al de embajadas, y el de sus representantes al de embajador. Así Eduardo Labougle pasó de ministro plenipotenciario a embajador.

El germano-argentino y sus hermanas, tal como reza el decreto publicado en el Boletín Oficial del mencionado año, cedieron la residencia familiar de 1600 metros cuadrados en la capital del Reich al Gobierno argentino, con la simple condición de que fuera utilizada como sede oficial de su representación. Y así lo resolvió el ministro Carlos Saavedra Lamas, el 13 de agosto.

Es interesante mencionar brevemente la estrecha amistad que unió el exembajador argentino Eduardo Labougle y al mencionado Richard Staudt. Una extensa carta escrita por el alemán, y dirigida al mencionado diplomático, sobrevive en los archivos del Ministerio de Relaciones Exteriores. En la misiva, el empresario pedía por algunos nazis que habían caído en desgracia en el país sudamericano, a finales de los treinta, como si el embajador en Berlín algo pudiera haber hecho al respecto. La carta está dirigida a la calle Tiergartenstrasse N° 9, el Palacio Staudt. El trasfondo detrás de esa carta es, en realidad, mucho más largo.

Delia Labougle y su familia, tal como lo recordó en primera persona, iban a mudarse a la casa más hermosa y lujosa que jamás habían podido imaginar.

Una lluvia de bombas sobre Berlín

Luego de cuatro largos años de guerra, aquellas lejanas y exultantes palabras de Hermann Göring sonaban a los alemanes como un amargo chiste de mal gusto. El mariscal había dicho al comienzo de la contienda que si un solo bombardero enemigo sobrevolaba el Reich, o una sola bomba caía en Berlín, dejaría de llamarse Hermann Wilhelm Göring y le dirían desde entonces Meier. Si se hubiera aplicado aquella premisa, para 1943 Göring debería haber cambiado de nombre varias veces.

A medida que el curso de la guerra fue volviéndose en contra de Alemania, la bombas enemigas comenzaron a hacer estragos en las ciudades más importantes del Reich. Pero fue en 1943 cuando aquellos bombardeos tomaron un cariz arrasador, en el sentido exacto del término. Aquel año, los aliados realmente se propusieron demoler desde el aire a las ciudades germanas más importantes, intentando de esa manera quebrantar al régimen y a la moral de su pueblo desde sus cimientos. La experiencia de 1940, en la cual, si bien a menor escala, los alemanes intentaron realizar algo parecido sobre Londres, y en la que el pueblo británico se había fortalecido más aún, pareció no importar. Poco importó también a las potencias aliadas que grandes cantidades de civiles, entre ellos mujeres y niños indefensos, no hubieran sido evacuados de los grandes centros urbanos.

Para mediados de noviembre de 1943, Hamburgo ya casi estaba reducido a escombros. Pero lo que estaba por venir era algo sin precedentes.

La segunda quincena de noviembre de 1943, comenzaron sobre la capital del Reich una serie de bombardeos nocturnos por parte de la Royal Air Force que sumieron a Berlín en un horror que pareció llegar desde el mismo infierno. Los alrededor de ochenta bombardeos previos no habían preparado a los alemanes, civiles o militares, para lo que estaban por experimentar.

Al atardecer del lunes 22 una enorme masa de bombarderos pesados británicos despegó de los aeródromos del sur de las islas. Llegaban a la extraordinaria suma de mil aparatos, incluyendo algunas docenas pertenecientes a la Real Fuerza Aérea de Canadá. Debió de tratarse de un espectáculo fantásticamente aterrador; cuatro mil motores rugiendo al unísono y el cielo ennegrecido por la silueta de los Lancaster, Halifax y Stirling.

Aquel anochecer de otoño fue extremadamente frío en el Mar del Norte; muchos tripulantes ingleses tenían hielo entre las pestañas cuando entraron en el espacio aéreo del Reich. Densas nubes lo cubrían todo desde las costas inglesas hasta el corazón de Alemania, lo que impidió operar con eficiencia a los cazas nocturnos y a los reflectores de las defensas antiaéreas. Los británicos no podían pedir más; aunque en ese momento ya la tecnología permitía bombardear blancos que no podían verse, cuando estaban casi sobre el objetivo, esporádicos claros entre las nubes comenzaron a dejar ver la capital, sumida totalmente en la penumbra, como esperando el golpe de gracia que la dejara fuera de combate. Eran alrededor de las 20 horas.

“De pronto todo se tornó blanco. El resplandor iluminó el cielo largo rato para tomar después un tono rojizo, que se mantuvo todo el tiempo que permanecimos sobre el blanco. Era como un crepús culo terrible”. La declaración anterior fue hecha por un oficial de navegación de un Avro Lancaster, al retornar a su base. [3]

Poco rato después, los incendios iluminaban las nubes desde abajo, dibujando extrañas figuras tétricas de colores extraños.

Al día siguiente se dieron a conocer algunos datos de lo que en ese momento se presentó como un bombardeo record, nunca antes imaginado: Los británicos dieron cuenta de que se trataba de la operación más grande en toda la guerra sobre suelo germano; superaba a cualquiera anterior. La cuenta llegaba a las 2300 toneladas de bombas explosivas e incendiarias arrojadas en el lapso de apenas 30 minutos. ¡Esto era igual a 80 toneladas de bombas cada 60 segundos! Aquella desproporcionada cantidad de explosiones e incendios en tan pocos minutos convirtió a Berlín en un mar de llamas, que fueron vistas a kilómetros de distancia.

Como resultado del ataque, lo británicos apenas perdieron veintiséis aparatos, cuatro de los cuales eran canadienses. Pero tal vez los reportes más interesantes fueron los que pudieron obtenerse de los países neutrales, ya que muy probablemente estaban desprovistos de cualquier exageración producto de la propaganda. Aunque en este caso, como pronto se comprobaría, los informes británicos no necesitaban engrandecer la destrucción.

Al día siguiente del titánico bombardeo, esperar una comunicación directa era una utopía, ya que la capital, envuelta en llamas, había quedado completamente incomunicada. Los partes más interesantes, como era habitual, eran los suecos y los suizos, que eran las representaciones neutrales más cercanas a las fronteras del Reich; muchos de los periódicos de esas nacionalidades mantenían oficinas y una buena cantidad de enviados en Berlín. El mismo día 23 se conoció un despacho de la United Press en Estocolmo, redactado por el enviado del tabloide sueco Afton Bladet. Era evidente que los informes dados a conocer por la Royal Air Force (raf) en nada exageraban el descomunal asalto aéreo sin precedentes. Ante el silencio de Berlín, Estocolmo confirmaba que se trataba del bombardeo más devastador experimentado jamás por la capital alemana, en el que barrios enteros, incluso el centro, o grandes partes de él, habían quedado arrasadas, lo mismo que los suburbios industriales. Se hablaba de que la cantidad de heridos y muertos entre la población civil era muy elevada; grandes barrios residenciales, incluyendo algunos de los más densamente poblados por obreros, quedaron envueltos por las llamas. Entre el fuego y la devastación, miles de personas que huían de sus hogares derrumbados se refugiaron en los túneles del metro y los bunkers antiaéreos.

También, ese mismo día comenzó a rumorearse que importantes edificios del gobierno, la iglesia y de representaciones extranjeras habían sido severamente dañados e incluso devastados por la incursión de la noche anterior. Se hablaba de ministerios y embajadas de determinados países alcanzados por las bombas; sin embargo, como Berlín estaba incomunicado, los hechos recién se fueron aclarando algo con el correr de las horas.

Los viajeros que llegaban a Estocolmo por vía aérea declararon a un periodista del diario sueco Dagens Nyheter que las residencias de los ministros Ribbentrop y Goebbels, como también el edificio de la embajada británica, todos ellos situados en la calle Wilhelmstrasse, habían sido seriamente dañados por las bombas. El techo del Ministerio de Relaciones Exteriores estaba en llamas. La estación Potsdamer (siempre según los testigos que llegaban a Suecia) estaba hecha una pila de escombros. La plaza Pariser Platz, donde se hallaba el Ministerio de Armamentos de Speer y la Embajada de Francia, había sido destruida, lo mismo que la vieja Cancillería. Al parecer, la nueva cancillería de Hitler se mantenía en pie.

La famosa iglesia Gedächtniskirche, sobre la calle Kurfürstendamm, la prisión de la Gestapo, el Palacio Alexander y el Club de Oficiales estaban ardiendo. Según el corresponsal del Aftontidningen, todos los barrios y suburbios de Berlín estaban muy dañados. La delegación sueca estaba casi demolida, aunque se conocía la ausencia de víctimas fatales. El diario Allehanda anunciaba que los barrios en los suburbios industriales de Spandau, Neukollen, Lichtenberg y Pankow estaban quemándose completamente. Días después se supo que las plantas de Siemens Halske, Siemens Schuckert y la Allgemeine Elektrizitaets Gesellschaft fueron severamente dañadas.

Si los berlineses pensaban que aquello era la culminación de los raids aéreos de devastación, se equivocaban.

Al anochecer siguiente al bombardeo récord de 2300 toneladas de explosivos, eran todavía innumerables los incendios que ardían en el centro de Berlín y en sus periferias. Los pobres bomberos jamás imaginaron tener que sobrellevar una situación de tal magnitud. Sencillamente era imposible, con los medios existentes, enfrentarse a una ciudad que ardía desde la noche anterior en un porcentaje muy elevado de su superficie, tal vez un tercio o más; simplemente se dedicaron a hacer lo que pudieron.

La noche del 23 al 24 de noviembre, la raf volvió a la carga contoda su furia. Los mismos incendios que eran imposibles de controlar y que ardían desde hacía 24 horas eran visibles desde 80 km y sirvieron de faro para los setecientos bombarderos pesados que los ingleses colocaron sobre Berlín, una vez que la oscuridad y el humo los ocultaron a la vista de los defensores. De todas formas, aquella noche, a diferencia de la anterior, hubo más presencia de cazas nocturnos de la Luftwaffe[4], aunque, como sería una constante hasta el final de la guerra, estos poco podían hacer ante la abrumadora superioridad enemiga.

Al día siguiente, desde Londres se conocieron los primeros detalles de este nuevo ataque. Los setecientos aparatos arrojaron 1500 toneladas de bombas en el extraordinario lapso de solo 20 minutos. Esto llevaba la cuenta a casi 4000 toneladas arrojadas en menos de 24 horas, sobre un total de 12.000 que había absorbido la capital en todo el año. A partir de ese momento, según cifras oficiales británicas, Berlín se transformó oficialmente en la ciudad germana más bombardeada en 1943, y seguramente del mundo. La seguían Hamburgo, con 10.000 toneladas y Essen y Hannover con más de 8000. Según declaraciones hechas por lord Cranborne a la Cámara de los Lores, los aliados habían arrojado 130.000 toneladas de bombas en todos los teatros europeos, de los cuales el 85 % había caído dentro de las fronteras alemanas. Para tener una idea de la magnitud de estas estadísticas, debemos mencionar que en 1941, esa cifra había alcanzado apenas las 23.000 toneladas.

Según un piloto de un bombardero rápido Mosquito, al regresar los aparatos británicos durante la segunda noche de bombardeo, los incendios eran ya visibles a 160 km de distancia.

Los británicos reportaron perdidos veinte aparatos, de los cuales tres eran canadienses.

A medida que pasaban las horas, comenzaron a llegar nuevamente los informes procedentes de los países neutrales cercanos a Alemania. A Suiza llegaron algunas formaciones ferroviarias muy demoradas con personas que traían noticias impactantes sobre los bombardeos

Algunos trenes lograron llegar, desde Leipzig, Karlsruhe y Fráncfort; así pronto se supo que miles de personas intentaban abandonar la ciudad capital en medio del caos y la destrucción.

La Gazette de Lausanne reprodujo las declaraciones de un diplomático que había logrado escapar del infierno. Este señaló que lo que había presenciado tenía las características de una visión apocalíptica. La famosa Leipzigstrasse era prácticamente un mar de llamas. Enormes columnas de humo salían de las tiendas Wertheim, consideradas como una de las mayores de la capital alemana. La vieja Cancillería, donde había vivido Hindenburg, era un montón de ruinas. Los Ministerios de Hacienda y de Propaganda, señaló el mismo diplomático, estaban severamente afectados. Como ya se sabía, el hermoso palacio de la Embajada de Francia había desaparecido, y, en el barrio de las representaciones diplomáticas, en las cercanías de la Cancillería, muchas embajadas y legaciones habían sido destruidas. Ante este panorama, es de suponerse que muchos comenzaron a preguntarse en Buenos Aires que había sido de la suerte del Palacio Staudt, ubicado en el corazón de los bombardeos. Especialmente si reparamos en que existían reportes de que la Embajada de Suiza, que también se hallaba sobre la calle Tiergartenstrasse, había sido alcanzada en parte por el efecto de las bombas.

La Compañía Telefónica Sueca anunció ese mismo día que las comunicaciones con Berlín seguían totalmente interrumpidas. Por lo tanto, el público debía contentarse con las declaraciones de los refugiados que iban llegando a los países neutrales. El diario sueco Aftontidningen informó que el número de muertos no podía ser menor de los 25.000, mientras que el Allehanda aseguraba que 38.000 berlineses, al menos, quedaban completamente sin hogar. Era una cifra, la última, por demás conservadora, ya que días más tarde se elevó a medio millón de ciudadanos.

Viajeros que llegaban apresuradamente a Estocolmo aseguraron a los corresponsales del Aftontidningen que el edificio de la Embajada de Estados Unidos, también situado en las inmediaciones de la Pariser Platz, todavía estaba en pie. Pero otros edificios cercanos, como el de la Organización Todt, las oficinas en Berlín del Aftontidningen y del Aftonbladet y la Embajada de Francia estaban destruidos. Las embajadas italiana y japonesa, casi como una cruel mueca del destino, habían escapado milagrosamente al desastre.

El relato que algunos de aquellos testigos hicieron a los periodistas suecos resultó realmente escalofriante. Por ejemplo, uno de ellos narró que el mismo asfalto ardía en las calles; el terrible calor que se desprendía de las casas en llamas hacía imposible cruzar por las zonas más bombardeadas y personas desesperadas que corrían en las calles caían desplomadas, víctimas de temperaturas infernales y de la falta de oxígeno. Uno puede apenas imaginar aquellas escenas de horror, en las que civiles desesperados corrían hacia la muerte segura con la vana esperanza de salvar la vida de algún ser querido.

Algunos animales que escaparon del zoológico, en las cercanías del Tiergarten, deambulaban por las calles, y una mujer que escapó a Suecia relató cómo un elefante debió ser abatido a disparos.

Los bombardeos no se detuvieron. Si bien las noches siguientes menguaron mucho en intensidad, pocos días después volvieron a arreciar en violencia. La prensa argentina siguió tratando centralmente la ofensiva aérea, y es abundante el material sobre el drama de los civiles berlineses.

Un despacho de United Press fechado el 25 de noviembre en Estocolmo hablaba de que el humo de los incendios había alcanzado el territorio sueco. La parte sur de la isla sueca de Oland, a 500 km de Berlín, estuvo el día miércoles completamente envuelta en un humo negro y de un penetrante olor acre.

Al día siguiente se calculaba que la destrucción de Berlín alcanzaba ya a la cuarta parte de su totalidad, según los propios alemanes, por lo que se suponía que la catástrofe era en realidad mayor.

Uno de los pocos relatos de corresponsales extranjeros que logró superar la censura alemana, fue el enviado por el corresponsal danés Henrik Ringsted, reproducido por el diario La Prensa el 1 de diciembre, y del que citamos algunos pocos pasajes. Ringsted, por razones militares, no dio nombres de muchos de los sitios afectados, pero reveló indicios de la grave devastación que reinaba en Berlín. A pesar de los continuos ataques, las sirenas antiaéreas ya casi no sonaba; los edificios que las sostenían ya no sonaba; los edificios que las sostenían ya no existían o carecían de energía eléctrica. Después del ataque de la noche del lunes, el más poderoso, el corresponsal relató que luego de caminar media hora por Berlín le resultó imposible encontrar una casa intacta. De su domicilio apenas quedaban tres paredes; la cuarta había sido levantada en el aire por una explosión y había ido a parar al otro lado de la calle, donde se elevaba una montaña de escombros de cuatro metros. Papeles chamuscados volaban por las calles, arrastrados por las corrientes de aire que avivaban los incendios. Ringsted recogió un trozo de papel con la leyenda “sehr geheim” (muy confidencial) subrayado con tinta roja. El texto se había perdido, destruido por el fuego, pero muchos otros documentos volaban por los aires o estaban bajo los escombros. Después de que los incendios se hicieran masivos, el periodista danés se dio cuenta de que solo era posible sobrevivir en las calles utilizando una máscara de gas y paños mojados sobre los ojos. El aire estaba saturado de humo y las calles solo eran discernibles como un boquete negro entre dos líneas de llamas formadas por las casas ardiendo. El martes, ni siquiera a mediodía era posible ver bien, y muchos berlineses comenzaron a congregarse en los parques para poder alejarse del humo y el fuego.

A estas alturas es de suponer que el lector se habrá hecho una idea muy concreta y viva de lo que fueron los impresionantes bombardeos que las aviaciones aliadas desencadenaron sobre Berlín desde finales de 1943. Y es de suponerse también que los edificios de las embajadas y legaciones sufrieron el mismo bombardeo indiscriminado y letal que cayó sin piedad sobre el centro de la ciudad. Por consiguiente, pensar que el formidable Palacio Staudt, al que hemos descripto con lujo de detalles, hubiera podido pasado la prueba con éxito sería una utopía.

Para 1943, la delegación argentina, que en ese momento era en cabezada por el encargado de negocios Luis Luti, ocupaba la propiedad de la calle del Tiergarten. Durante la noche del bombardeo más intenso, la del 22 al 23 de noviembre, dos enormes bombas de demolición británicas estallaron a 50 metros del Palacio Staudt. Minutos más tarde, bombas incendiarias propagaron el fuego por cientos de metros a la redonda. Si bien el daño fue extenso e irreparable, como demuestran las fotografías, la solidez del edificio de Rieth logró que se mantuviera en pie en su mayor parte. En esos momentos todo el personal argentino estaba a resguardo en los refugios antiaéreos, por lo que no hubo que lamentar más que daños materiales.

Parece increíble que el Archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores, o, en menor medida, el Archivo General de la Nación, carezcan de cualquier material relacionado a este suceso. El escueto reporte de Luis Luti, de apenas una carilla fue hallado por la investigadora Marcia Ras en un archivo de alguna embajada perdida en el extranjero. Luti apenas dio cuenta de lo sucedido, y aclaró que gracias a la solidez de la planta baja, donde se hallaba el archivo, los documentos se salvaron en su gran mayoría de las llamas. Sin pérdida de tiempo los argentinos trasladaron todos los papeles a lo que había sido el edificio de la Embajada de Grecia, que apenas había sufrido la rotura de los vidrios. Así lo informó Luti.

El agregado naval argentino era el capitán de fragata Eduardo Ceballos. En octubre, viendo la peligrosa situación que se cernía sobre la capital del Reich, evacuó a su familia a Madrid, pero fue sorprendido por los ataques aéreos cuando se disponía a hacer lo propio. Según se puede averiguar, existe en el Archivo General de la Armada un informe más extenso que el de Luti sobre la destrucción del Palacio Staudt. Sin embargo, por alguna razón incomprensible, se le han puesto trabas al autor en cada oportunidad en que ha querido consultarlos. Se sabe que el 15 de enero de 1944, Ceballos se fue definitivamente a Madrid, llevándose consigo una parte de la documentación.

Toda aquella confusión y desastre lograron que los archivos de la Embajada de Argentina, que estaban en el Palacio Staudt, se perdieran para siempre. Así se lo han confirmado otros investigadores a este autor, como la mencionada Marcia Ras y Víctor La Fuente, quienes han trabajado en Berlín sobre los pocos o nulos archivos que se conservan actualmente.

El seguimiento de la prensa escrita argentina a los bombardeos que hemos narrado fue enorme. Queda preguntarse, entonces, por qué motivo la destrucción de la propia embajada pasó desapercibida ante los ojos de nuestro periodismo. ¿Pasó real mente desapercibida? Por el informe de Luti sabemos indudablemente que el ministro y su presidente estaban al tanto. ¿Prefirieron que la noticia no se divulgara? Eran los primeros meses del gobierno de facto resultante del golpe de junio, y el ambiente estaba algo enrarecido. El inmenso archivo privado del diario La Prensa, uno de los más importantes en aquella época nada pudo aclarar al respecto.

Por más increíble que parezca, los laberintos de esta lejana historia llegan hasta 2010. En junio de ese año, finalmente Argentina y Alemania firmaron un convenio para que se le ceda al país sudamericano un edificio en permuta por la destrucción del famoso palacio.[5]

En el espacioso hall de entrada de la ahora menos glamorosa Embajada de Argentina en Berlín, sobre Kleiststrasse, la historia no es parte del olvido. Estas impresionantes fotografías de la destrucción del Palacio Staudt nos recuerdan los horrores de una guerra pasada.

[1] Archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores (amre), dp, Alemania 1936. Expediente 13.

[2] Mundo Arquitectura de Berlín , noviembre de 1900.

[3] Diario La Prensa, 23 de noviembre de 1943.

[4]Fuerza aérea de Alemania.

[5] El informe de Luti: Telegrama cifrado 3265, Berlín, 23 de noviembre de 1943. Gentileza de Marcia Ras. Sobre los sucesos de 2010 ver: Decisión Administrativa 402/2010. Ministerio de Relaciones Exteriores, Comercio Internacional y Culto.

[6]La información vertida en este capítulo procede en mayor medida de las ediciones del diario La Prensa de noviembre y diciembre de 1943.

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TEXTO EXTRAÍDO DEL LIBRO DE JULIO B. MUTTI

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