El recuerdo y el infortunio: La muerte del general Lavalle

Ésta es la historia de un caballero valiente y desgraciado;

La historia de la larga retirada de un hombre

atormentado por el recuerdo y el infortunio.

Jorge Alberto Sábato

La historia argentina es una sucesión de muertes dudosas, asesinatos sin verdugo conocido, desaparecidos sin tumba y suicidios por manos ajenas. ¿Quién mató a Mariano Moreno, a Francisco Laprida, al coronel Pringles, a los cientos de víctimas de la Mazorca, a los miles de prisioneros durante las guerras civiles que asolaron al país? Ya lo había consignado José Mármol, en 1847, en una carta dirigida a la condesa Di Ricci (esposa del conde Alexandre Walewski –hijo natural de Napoleón–, a la sazón diplomático francés en el Río de la Plata) con motivo de la muerte de su hija.

Hay algo de común que os simpatiza /…./ Ved, ¡ay! señora, en vuestro propio llanto / El llanto de mil madres argentinas …

Era esta una franca alusión a los cadáveres sin tumba que sembraron las diferencias políticas en el país.

Las muertes sin resolución aumentaron en los tiempos de la guerrilla y su represión, con el atentado a la embajada de Israel o el de la AMIA, la voladura de la fábrica de Río Tercero, la muerte de Carlos Menem Jr., la de Lourdes di Natale, la desaparición de Julio López y el supuesto suicidio del Dr. Nisman.

El 9 de octubre se cumple un nuevo aniversario de la muerte del general Juan Galo Lavalle, héroe romántico de nuestras guerras de la independencia cuyo coraje lindante con lo temerario le ganó el apodo de “El León de Riobamba”, cuando al frente de 90 granaderos enfrentó y puso en fuga a una partida realista que lo triplicaba en número. Esa misma temeridad, lindante con la insensatez, lo convirtió en “el sable sin cabeza” aún para sus aliados.

Después de una errática campaña que había comenzado con el fallido intento de tomar Buenos Aires, Lavalle dirigió sus pasos hacia la ciudad de Santa Fe, donde supo de la presencia del general Lamadrid en Tucumán, al frente de 5000 hombres. Pensando que la unión de ambos ejércitos aumentaba la posibilidad de derrocar a Rosas, Lavalle y su Legión Libertadora cruzaron el desierto en busca de su aliado con tan poca fortuna (sí así se puede llamar al desorden reinante entre las tropas unitarias) que fue derrotado antes de unir sus fuerzas con Lamadrid en Quebracho Herrado.

Después de este severo revés, sumado a las desinteligencias con el tucumano, Lavalle condujo a sus tropas de derrota en derrota en lo que dieron en llamar una loca “contradanza unitaria”, un eufemismo para describir tácticas desafortunadas y un derroche de recursos.

El general fue de amores pasionales en desastres sentimentales que obligaba a largas esperas de la Legión, mientras le escribía sentidas cartas de amor a su esposa, que lo esperaba en Uruguay.

El general rechazó el ofrecimiento del gobierno de Francia de un decoroso ostracismo y continuó su camino al descalabro final a orillas del rio Famaillá, en Tucumán. Allí las tropas de Rosas, conducidas por el expresidente oriental, el general Manuel Oribe, vencieron a las legiones unitarias que se dispersaron a los cuatro vientos. Los federales no dieron cuartel y el filo de la refalosa trazó surcos mortales en el cuello de los cautivos.

 La cabeza de Lavalle se convirtió en un preciado trofeo, Oribe quería llevársela a Rosas como un premio que le permitiría a don Juan Manuel dormir tranquilo, sabiendo que su enemigo más ensañado era solo una mueca de espanto.

A Lavalle y a los pocos que lo siguieron, solo le quedaba el camino del norte para acceder a Bolivia. Antes se despidió de sus gauchos correntinos que lo habían seguido por medio país. Desde Salta  emprendieron el incierto camino por los quebrachales chaqueños que habría de conducirlos hasta  su provincia.

Lavalle se quedó con 168 fieles seguidores, hombres que habían vivido sus errores, presenciado sus excesos, sus cambios de humor, sus amores extraviados que en más de una oportunidad había puesto en peligro la integridad de la Legión, como la vez que se encaprichó con Salomé Sotomayor, la esposa del gobernador Brizuela. La enemistad entre ambos se hizo manifiesta y el “Zarco”  Brizuela retiró a sus riojanos de la Legión. Dicen que lo mataron por la espalda y así terminó sus días de cornudo… pero esta aventura amorosa e insensata selló el destino aciago de la campaña al dejar a su ejército en inferioridad de condiciones.

Sin tropas ni armas ni dinero, Lavalle y los suyos  emprendieron el camino a Bolivia perseguidos de cerca por le vanguardia rosista.

Al llegar a la ciudad de Salta, el general quedó prendado de una jovencita de ojos celestes, niña de la sociedad local, sobrina de Mariano Boedo, cuya voz había proclamado la independencia de estas provincias, y hermana de José Francisco Boedo, antiguo compañero de Lavalle en la guerra contra el Brasil que el mismo general había hecho fusilar por ser federal.

¿Por qué esta joven decidió abandonar su vida acomodada para acompañar a un general vencido que la doblaba en edad y huía como una bestia herida? ¿Por qué se involucró en una pasión desmesurada con el asesino de su hermano? Lo cierto es que Damasita Boedo se unió a la partida y al destino de este hombre que a esa altura tenía más de leyenda que días de vida.

Al acercarse a la ciudad de Jujuy, el general ordenó al comandante Lacasa buscar un refugio para reposar sus cansadas glorias y encontrar el calor de la joven en la calma de un hogar. Lacasa volvió con la noticia de que todos los antiguos miembros de la Liga del Norte habían huido ante el avance de las tropas de Oribe. Lo más sensato era seguir el camino de la Quebrada …pero la sensatez era algo que lo había abandonado al general desde hacía tiempo.

Dejaron a la tropa a las afueras de la ciudad y con Damasita, Lacasa y diez hombres de escolta, se hospedaron en la casa de Ramón Alvarado, lugar donde había vivido hasta pocos días antes el gobernador Zenarruza.

Durante el amanecer del 9 de octubre de 1841, un centinela de la escolta del general, dio la voz de alarma porque una partida federal se acercaba a la casa donde descansaban el jefe unitario y su amante. Al saber que eran unos pocos, Lavalle ordenó ensillar. Iban a abrirse paso a sable y lanza, como lo habían hecho tantas veces antes … pero está vez, no pudo ser …

Uno de los miembros de la  partida federal, el negro Bracho, se acercó a la casa y abrió fuego con su tercerola. Después, todas son conjeturas.

Lo único cierto es que Lavalle cayó fulminado por una bala en el cuello a poco de cumplir 44 años.

Aquí comenzaron los mitos y las especulaciones.

¿Acaso una bala perdida entró por el ojo de la cerradura y mató al general que había sobrevivido a 100 batallas y entreveros? ¿Acaso Damasita aprovechó la oportunidad para ultimar al verdugo de su hermano?

Unos pocos se atrevieron a decir que el general prefirió suicidarse antes de caer prisionero. El primero en insinuarlo fue José María Rosa en “El cóndor ciego”.

La posición del cuerpo yacente con la bala en el cuerpo, descripta por el Dr. Gabriel Cuñado que pudo ver al cadáver, desalentó esta posibilidad.

La escolta de Lavalle se llevó al  cuerpo del general para evitar profanaciones. Era necesario ponerlo a salvo en Bolivia.

Damasita se sumó al cortejo fúnebre de los leales seguidores como Pedernera, Lacasa, los hermanos Ramos Mejía y tantos otros que apuraron el tranco de sus caballos ante las avanzadas de Oribe, obsesionado por obtener este lúgubre trofeo.

El cuerpo envuelto en su bandera argentina, a horcajadas de su tordillo de pelea, entró en descomposición. Al desconsuelo de la marcha se agregaba el hedor insoportable del cadáver.

El coronel Damel, un oficial francés que antes de sumarse a los ejércitos napoleónicos había estudiado medicina, se ofreció a descarnar los restos del general a orillas del arroyo de la Huacalera.

Los pocos hombres  de la otrora gloriosa Legión pudieron alcanzar la frontera y pocos días más tarde entraban a la catedral de Potosí con los restos del legendario granadero que había asistido a liberar media América de las garras del imperio español.

Los leales seguidores de Lavalle siguieron distintos caminos.

Juan Esteban Pedernera llegó a ocupar brevemente el sillón de Rivadavia cuando el presidente Derqui debió abandonar el país. El comandante Pedro Lacasa escribió una biografía de Lavalle y llegó a vengar su muerte participando de la batalla de Caseros. Los hermanos Ramos Mejía recuperaron las propiedades de la familia confiscadas por Rosas y formaron familias que fueron pilares de la cultura, la medicina y las leyes argentinas. Y por último, Damasita no quiso  volver  su provincia y después de una relación con el embajador Billinghurst terminó sus días en un convento en Chile.

Al negro Bracho jamás le dieron el premio prometido.

Los restos de Lavalle volvieron al país en 1862 y reposan en una bóveda de la Recoleta custodiada por la estatua de un granadero (obra de Perlotti) con una placa que reza: “Si se despierta dile que la patria lo ama”. En el mismo cementerio también se encuentran los restos del coronel Dorrego, víctima de los excesos que caracterizaron al joven general Lavalle.

Por años un clavel rojo y uno blanco custodiaron la puerta del mausoleo de Manuel Dorrego como símbolo de reconciliación  de bandos opuestos que se enfrentaron en nuestras guerras civiles. Solo quedan flores marchitas en un cementerio donde todas las vanidades mundanas se reducen a polvo.  

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Esta nota también fue publicada en Perfil

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