El 2 de septiembre de 1845, fallecía Bernardino Rivadavia, triunviro, diplomático, ministro y primer presidente de los argentinos. Deberíamos decir letrado, aunque nunca obtuvo el título y sin embargo, ejercía como tal para queja y pesar de Mariano Moreno.
Murió lejos de su patria, a la que juró jamás volver. Paradójicamente, falleció en Cádiz, España, país del que asistió a independizarnos, aunque no lo haya hecho con mucha convicción ya que cuando sus compatriotas declaraban la independencia, don Bernardino andaba en tratos con los ministros de Fernando VII para continuar con nuestra sumisión a la corona, pero en términos menos agobiantes.
No tuvo suerte en esas tratativas y en vano intentó coronar a un príncipe español en el Río de la Plata y a otro monarca francés durante la gestión de Pueyrredón como Director Supremo.
Pasó siete años en Europa, especialmente en Inglaterra, donde se codeó con personajes como el filósofo Jeremy Bentham y trabó relación con banqueros como los de la casa Hullet y la Baring Brothers. Estos vínculos le fueron de utilidad cuando el espinoso tema de las minas de Famatina donde, según afirmaba, “el oro crecía como pasto”.
De esos años en Londres es el retrato cuyo autor no se ha podido identificar.
Volvió al país después del conflictivo año 20 y gracias a su prestigio se convirtió en el factótum de Martín Rodríguez, gobernador de la Provincia de Buenos Aires, después de la disolución del Directorio.
Le cupo a don Bernardino gestionar el empréstito con la ya mencionada Baring Brothers, el préstamo con el que se inicia la larga y triste historia de la deuda externa argentina. Ese dinero destinado a modernizar al país tuvo un “dudoso destino” (para usar una expresión benévola) y los cálculos para saldarla resultaron muy optimistas … Ya para 1827 no se podían pagar los servicios de la deuda…
Durante su gestión, dispuso libremente de los ingresos de la Aduana porteña (causa histórica de los frecuentes desacuerdos entre Buenos Aires y las provincias) y favoreció el comercio exterior en desmedro de las economías provinciales. Rivadavia se convirtió en el paladín del unitarismo y del porteñísimo.
En sus años como ministro trató de emular lo que había visto en Europa creando lo que el gobernador Juan Gregorio de Las Heras llamó “la feliz experiencia”. Después de años de desorden económico, favoreció el progreso de las instituciones creando la Universidad de Buenos Aires, la Sociedad de Beneficencia y el cementerio de La Recoleta (hasta entonces se enterraba en las Iglesias, cosa que generaba un grave problema sanitario), entre otros emprendimientos que muchas veces no pasaron de las buenas intenciones.
Siguiendo el ejemplo secular que imperaba en el Viejo Mundo, quitó a la iglesia muchas de sus prerrogativas y fuentes de ingreso, lo que dio lugar a un malestar entre los prelados, aunque algunos como Agüero y Valentín Gómez secundaban las medidas del “Mulato”. Este era uno de los apodos con el que lo llamaban algunos de sus enemigos políticos, que se acumulaban a medida que se hacían más evidentes sus desatinos. El más destacado de sus oponentes era fray Castañeda, un cura flamígero de pluma punzante quien bautizó a Rivadavia, entre otros epítetos quizás más hirientes, como “el sapo antediluviano” .
Bernardino Rivadavia creó la Bolsa de Comercio –que solo existió en los papeles– y también el Banco de Descuentos, institución dominada por comerciantes ingleses, aunque la provincia hubiese aportado el 60% de sus fondos. Este banco repartió generosamente créditos entre sus socios, a tasas muy conveniente, maniobra que se convertiría a lo largo de la historia de la corruptela nacional, en un clásico para beneficiar a amigos y seducir a opositores …
Después de las guerras de independencia, casi todas las naciones americanas pidieron empréstitos a bancos ingleses quienes, de esta manera, lograban su cometido: se adueñaron del comercio de las ex-colonias españolas. Los criollos pusieron la sangre y las ganancias se las llevaron los británicos. Este “boom” crediticio terminó en 1825 cuando el Banco de Inglaterra subió sus tasas generando una crisis bursátil que se tradujo en un default de la deuda, no solo en Argentina, sino en gran parte de las naciones latinoamericanas.
En 1821, Rivadavia sancionó la Ley del Sufragio Universal. Fue el primer intento democrático en Latinoamérica aunque la condición de ciudadano estaba reservada para aquellos que poseyeran alguna propiedad y, obviamente, excluía a mujeres, personas de escasos recursos, deudores de estado, etc. etc. Era una copia de la democracia ateniense de Solón y muy parecida a la norteamericana.
Para pacificar al país, envuelto en rencillas personales y políticas, dictó la Ley del Olvido que permitió el retorno de Saavedra, Dorrego, Soler, Alvear y Sarratea, entre muchos otros, firmada el mismo día que San Martín entraba triunfalmente a Lima.
Y ya que lo mencionamos, la relación con el Libertador fue tensa desde un principio, ya que en 1812, el entonces teniente coronel, había participado en una asonada que concluyó con el alejamiento del entonces novel triunviro. A lo largo de los años se sumaron diferencias y críticas, especialmente cuando Rivadavia se negó a aportar dinero para la Campaña del Perú como reclamaba San Martin.
Cuando don José volvió al país se corrieron rumores de que Rivadavia quería juzgarlo por la desobediencia en la que había incurrido por no reprimir con el Ejército de los Andes la invasión de López y Ramírez del año 20. San Martín finalmente retornó a Buenos Aires para sepultar a su “esposa y amiga” y mantuvo una entrevista con Rivadavia, a quien le regaló la campanilla de la inquisición limeña. ¿Por qué don Bernardino se comportó tan amablemente? Porque había llegado a sus oídos que Estanislao López estaba dispuesto a arrasar Buenos Aires en caso de que tocasen a San Martín.
Bajo la conducción del general Las Heras se proclamó la capitalización de Buenos Aires, como había propuesto Rivadavia. A continuación, defenestró al entonces gobernador y con el apoyo del Congreso, constituido por leales seguidores de don Bernardino, fue consagrado presidente de la República Argentina.
Una de las primeras medidas que tomó fue modificar la Ley de Enfiteusis que se había dictado en tiempos de Martín Rodríguez, por la que se habían repartido 95.000 km2 entre 583 enfiteutas –aunque solo 10 individuos eran dueños de 30.000 km2–. Rivadavia había integrado una sociedad que usufructuaba más de 200.000 hectáreas.
La Constitución de 1826, unitaria y oligárquica, no fue bien recibida por los gobernadores, especialmente por Bustos y Quiroga, quienes rechazaron el texto y la supremacía porteña. Estaban a punto de rebelarse cuando se desató la guerra contra el imperio del Brasil a fin de auxiliar a los orientales en su intento de reincorporarse a la República Argentina. El alzamiento perdió fuerza y pudo formarse un contingente para luchar contra el imperio.
Rivadavia favoreció el nombramiento del general Carlos María de Alvear en la conducción del Ejército de Observación, a pesar de su pasado tormentoso. Su conducción durante la campaña no fue del todo feliz, pero se lograron importantes victorias como la de Ituzaingó. Sin embargo, el lamentable manejo de la diplomacia malogró el esfuerzo del ejército y la armada. A pesar de haberle dado precisas instrucciones al ministro García para llegar a una paz a toda costa, Rivadavia negó haber impartido esas órdenes para que García cargase solo con la culpa.
A esta paz vergonzosa se agregaba la conflictiva actuación de Rivadavia que favorecía sus negocios en el espinoso tema de las minas de Famatina denunciadas por Manuel Dorrego.
Sin haber llegado a los dos años de gobierno, Rivadavia renunció a la primera magistratura siendo remplazado por Vicente López y Planes quien desarmó el proyecto presidencial unitario del “Mulato”, que había fracasado rotundamente. Don Bernardino resultó ser un monárquico disfrazado de demócrata y dejó vacío un sillón que le había resultado muy incómodo .
Desde las sombras Rivadavia urdió la revolución decembrista de 1828 que puso fin al gobierno de Dorrego y, meses más tarde, a su vida.
Fracasada la gestión de Lavalle en 1829, don Bernardino no tuvo otra opción que dirigirse a Europa. Vivió un tiempo en París en calle Neuve St. Agustin 51, donde “distrajo sus tristezas” traduciendo obras de Alexis de Tocqueville, de Félix de Álzaga y un curioso tratado sobre la cría de gusanos de seda del conde Dandolo.
En 1834, escaso de recursos, volvió a Buenos Aires donde permaneció pocas horas en su casa de la calle Defensa, ya que ese mismo día el gobernador Viamonte le exigió que se retirara de la ciudad. Curiosamente, la voz de Facundo Quiroga se alzó en defensa de su antiguo enemigo.
Rivadavia se estableció en Uruguay donde se dedicó a la producción agropecuaria pero en 1836, en medio del conflicto entre Rivera y Oribe, que era la prolongación oriental del enfrentamiento entre unitarios y federales, fue apresado junto a su esposa e hijo y recluido en las Islas de las Ratas en Santa Catalina donde permaneció hasta fines de 1838.
Después de esta penosa experiencia se dirigió a Río de Janeiro donde murió su mujer, Juana del Pino, hija del exvirrey, leal compañera que la había seguido en la gloria y la adversidad. Decidió volver a Europa mientras sus hijos Bernardino y Martín se ocupaban de sus negocios y apoyaban incondicionalmente a Juan Manuel de Rosas.
Pasó Rivadavia los últimos años de su vida en Cádiz, en su casa de la calle Murgia, donde vivió acompañado de sus sobrinas adoptivas Clara y Gertrudis Michelena quienes no le ahorraron penurias a don Bernardino cuando se enteraron que habían sido excluidas de su herencia. Estas vicisitudes pesaron sobre su salud. Falleció de un accidente cerebro vascular, el 2 de septiembre de 1845. Antes de morir dejó por escrito la voluntad de que sus restos “no volviesen jamás a Buenos Aires y menos a Montevideo”.
Sin embargo, seguidores como Salvador María del Carril –vicepresidente de Urquiza– y Bartolomé Mitre quisieron rescatar la figura de Rivadavia como la de un mártir del unitarismo. La Sociedad de Beneficencia que había creado durante su presidencia, instó al retorno de sus restos a pesar de su expresa prohibición. En 1857 estos fueron exhumados, transportados a Buenos Aires y recibidos por una exultante multitud de 60000 personas y los discursos laudatorios de Mármol, Sarmiento y Mitre.
Don Bernardino fue consagrado como “el más grande hombre civil de los argentinos”. Esta afirmación grandilocuente no resistió los embates del tiempo ni los hechos históricos y las posteriores generaciones devaluaron la gesta del proclamado prócer.
Puntualizar los aspectos sobresalientes de su gestión y remarcar los oscuros episodios de su accionar merecen ser recordados a fin de formar la conciencia historia que el país necesita más allá de los fanatismo y exageraciones que a veces requiere el relato fundacional de las naciones.
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