De Auschwitz al Gulag, el sufrimiento a dos puntas

Los POW (prisioneros de guerra) fueron forzados por los nazis a construir el campo de concentración de Birkenau y fueron sometidos a un trato degradante y miserable, ya que los nazis no les brindaron el trato establecido por los distintos acuerdos internacionales para los prisioneros de guerra. En los campos para prisioneros de guerra donde se encerró a los soldados soviéticos las cifras fueron escalofriantes: en los primeros meses de la invasión alemana a la Unión Soviética, que comenzó en junio de 1941, fueron capturados más de 3.000.000 soldados soviéticos y enviados a los campos de prisioneros; en diciembre de 1941 sólo seguían con vida 1.100.000.

     Muchos fueron ejecutados bajo la disposición conocida como “la Orden de los Comisarios” dictada por Hitler, que exigía matar a cualquier oficial político soviético que fuera apresado. Los demás murieron en su mayoría por enfermedades, por hambre y por la combinación de ambas cosas. “La muerte de los prisioneros de guerra que no trabajen responde a lo previsto” era el mensaje oficial de los nazis que, simplemente, se despreocuparon de dar de comer a los reclusos y los dejaron morir de hambre. “Cada gramo de pan que se les da a los reclusos o a cualquier habitante de los territorios ocupados, se lo estamos quitando al pueblo alemán, que es lo mismo que decir a nuestra propia familia” (esa era la bajada de línea); “el soldado alemán tiene que mostrarse inflexible ante el rostro de cualquier enemigo hambriento, aunque se trate de mujeres o niños”.

     Los alemanes utilizaron algunos otros argumentos paralelos para justificar las atrocidades contra los presos soviéticos; la justificación más difundida sostenía que actuaban en represalia por las atrocidades cometidas por los soviéticos en agosto de ese año contra los prisioneros alemanes en la región del Volga, que fueron deportados por Stalin a Siberia o a Kazajstán, donde recibieron un trato inhumano (como todos los deportados por Stalin, por la razón que fuese). Como si se tratara de ver quién era más bestial o más impiadoso…     

     En octubre de 1941, varios miles de camaradas fueron trasladados al campo de concentración de Auschwitz, al sur de Polonia, lugar al que ya habían sido enviados cientos de comisarios soviéticos. El trato de los nazis hacia los comisarios soviéticos (algo así como punteros o instrumentos políticos de los bolcheviques, digamos) era especialmente infame, al punto que en un campo que ya era notorio por su brutalidad, los otros reclusos veían los padecimientos de los soviéticos con horror.

     Los prisioneros soviéticos recibían apenas una mínima ración de “sopa clara” de vez en cuando, no regularmente. Muchos empezaron a morirse de hambre, y se hizo evidente que “los que venían de buenas familias y estaban acostumbrados a comer bien se morían primero”. Los que sobrevivían atribuían su supervivencia personal y la de algunos de sus camaradas a la política de Stalin de la colectivización forzada. Sostenían que “gracias a la colectivización, estábamos acostumbrados a pasar hambre; las granjas colectivas eran un desastre, faltaba de todo, así que ya estábamos adaptados a vivir prácticamente sin llevarnos nada a la boca”. Argumento tan contundente como doloroso.

     Nota: vale la pena aclarar que “la solución final para la cuestión judía”, ese macabro e incalificable eufemismo con que se designó al plan de exterminio nazi, fue pergeñado e implementado en la Conferencia de Wanssee recién en enero de 1942, y Auschwitz-Birkenau comenzó a operar como campo de exterminio en marzo de 1942; antes de esa fecha, Auschwitz funcionaba como un campo de prisioneros. En la etapa de la construcción de Birkenau, Auschwitz aún no era un destino masivo de judíos; por entonces, los nazis ya sometían al hambre y el martirio a los judíos en los ghettos y en los territorios controlados.

     Los nazis hacían trabajar de manera inhumana a los comisarios políticos soviéticos y apenas les daban algún alimento. Al que no soportaba el trabajo o se debilitaba lo consideraban “peso muerto” y ya ni siquiera lo alimentaban, reservando alimentos sólo para los más fuertes; a estos lo mataban si su rendimiento decaía o si protestaban. Esto llevó a que muchos prisioneros eligieran este tipo de muerte para evitar el sufrimiento: “¡soy prisionero de guerra, tengo derechos!” era suficiente para recibir un balazo en la cabeza.

    Para entonces, Heinrich Himmler decidió construir un campo nuevo e inmenso a 2,5 km de allí, en un pueblo que los polacos llamaban Brzezinka y los alemanes Birkenau. Así, los prisioneros soviéticos recién llegados fueron utilizados para construir a la fuerza y en tiempo récord ese enorme complejo que inicialmente no fue construido como una institución con la finalidad específica de asesinar, sino que sería destinado (en teoría) a alojar prisioneros de guerra soviéticos. Se preveía que el campo albergara a centenas de miles de personas y que los prisioneros hicieran en él múltiples trabajos forzados.

     La llegada al campo de los prisioneros soviéticos ya preanunciaba el nefasto destino: “teníamos que desnudarnos al llegar y nos ponían en unos barriles de desinfectante. Después los guardias nos rociaban con mangueras alternando agua helada con agua hirviendo y comenzaban a burlarse de nosotros. Nadie nos quería, ni los nazis ni los otros presos, la mayoría polacos. A nosotros los comunistas no nos quería nadie”.

     Los funcionarios alemanes a cargo del campo lamentaban el pésimo estado de salud de los prisioneros soviéticos, desnutridos y debilitados, pero por otras razones: “esos cuerpos tan débiles ya no funcionaban; estaban acabados, liquidados, arruinados, no servían para trabajar”, recordaba Rudolf Höss, comandante de Auschwitz.

     Lo cierto es que el hambre extrema llevó a los prisioneros a la muerte, en muchos casos con una espantosa escala intermedia: el canibalismo, recurso desesperado que se transformó casi en habitual. “Los presos soviéticos se comían unos a otros, porque la administración del campo –que él  mismo dirigía– no les daba la alimentación necesaria. Era común encontrar, mientras se cavaban los cimientos del edificio, cuerpos de rusos a los que otros rusos habían matado, medio comidos y luego tirados en algún agujero en medio del barro”.

     El testimonio de Pavel Stenkin, un soldado soviético capturado que sobevivió a Auschwitz, es elocuente: “vivía cada día pensando lo mismo: ahora estoy vivo, en un momento estaré muerto. Ese era mi sentimiento constante; te podían matar en cualquier momento y sin que supieras por qué”. Sin embargo y a pesar de todo, Stenkin sobrevivió a Auschwitz-Birkenau, pero ese no fue el final de su martirio, como tampoco lo fue el de miles de soldados soviéticos que sobrevivieron a aquel infierno.

     Stenkin fue liberado por sus camaradas rusos al final de la guerra, en 1945, y volvió a unirse al Ejército Rojo. Después de su liberación fue interrogado durante semanas y luego fue enviado al exilio en la región de los montes Urales, donde fue víctima de la política implementada por Iósif Stalin, que interpretaba que todo aquel que hubiera sido prisionero de guerra soviético sobreviviente debía ser sospechado de espía o traidor, y debía ser tratado como tal.

     Ya en los Urales lo obligaban a trabajar durante el día y a seguir respondiendo a interrogatorios por las noches. El argumento de Stalin y del nefasto NKDV (Comisariado del Pueblo de Asuntos Interiores, la principal organización de policía secreta de la Unión Soviética, responsable de la represión política durante el stalinismo) era que en Auschwitz los prisioneros soviéticos habían sido entrenados para ser espías. Suponían que se habían dejado atrapar por los nazis para colaborar con ellos traicionando a la patria.

     Cuando llegó a Perm (en los Urales), Stenkin fue permanentemente hostigado: “admita esto, firme esta declaración, lo sabemos todo, lo único que no sabemos es para qué lo enviaron aquí, pero lo averiguaremos con o sin su ayuda; vamos, admita que es un espía’, me decían cada noche”.

     “Yo respondía: ¡no soy un espía, soy un soviético honesto!”

     El interrogador de turno sonreía: “así que un soviético honesto… vamos, confiese y terminemos de una vez”.

     “Así me atormentaron durante semanas, hasta que decidieron enviarme a prisión. Por supuesto, no me leyeron ningún cargo, no me dieron ninguna explicación, no me leyeron mi sentencia ni sus fundamentos. Era de noche y los jueces estaban apurados en irse porque llegaban tarde al teatro. Simplemente me mandaron al Gulag”.

     (Nota: los Gulag –Glávnoye Upravléniye ispravítelno-trudovyj Lageréy i kolóniy–, que significa algo así como “Dirección General de Campos y Colonias de Trabajo Correccional”, era la rama del NKVD que se ocupaba de administrar y dirigir los campos de trabajos forzados del stalinismo).

     Así, Stenkin y tantos otros fueron condenados a varios años de prisión (otra vez en prisión, pero ahora “del otro lado”) bajo falsas acusaciones (más bien, bajo ninguna acusación).

     El hambre y el sufrimiento en los Gulag de Stalin no era muy diferente al de los campos nazis. El siniestro NKVD tenía a su cargo la supervisión de los Gulag. “Nuestra labor es obtener de los reclusos la mayor cantidad posible de productos comerciales”, decían los funcionarios a cargo de los Gulag. “Menos trabajo supone menos comida, menos comida supone menos energía, menos energía supone menos trabajo, y así en espiral descendente hasta el colapso final”. Igualito que los nazis.

     Pavel Stenkin, que sobevivió al hambre y al sufrimiento en el campo alemán, volvió al martirio del hambre perpetua y la humillación en su propio país, en el Gulag stalinista. Sólo luego de recuperar la libertad después de la muerte de Stalin en 1953 “pude volver a comer normalmente y dejar de sentir el hambre y los dolores que la acompañan”.

     Stenkin reflexiona, finalmente: “el fascismo, el nazismo y el comunismo eran lo mismo. Es lo que pienso. Y lo sé mejor que nadie”.

     Este es el escuetísimo resumen de la siniestra historia de más de un millón de soldados soviéticos que fueron encarcelados dos veces, primero por los alemanes y después por sus propios compatriotas.

   En diciembre de 1946 habían regresado a la URSS alrededor de 1.500.000 prisioneros de guerra. Unos 340.000 miembros del Ejército Rojo que habían sido capturados por los alemanes fueron enviados al Gulag, y más de 1.000.000 fueron enviados a otros campos de trabajos forzados de Siberia o del norte, que eran más o menos lo mismo.

    También los civiles que habían sido llevados a la fuerza a Alemania y volvieron a la Unión Soviética eran considerados “enemigos potenciales del Estado”, por lo que debían someterse a la vigilancia del NKVD; se les prohibió acercarse a menos de 100 km de Moscú, Leningrado o Kiev, y sus familiares siguieron siendo considerados bajo sospecha durante muchos, muchos años.

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