El muro de látex

“Creced y reproducíos”, ordenó el Señor Todopoderoso a sus criaturas, sin que esta prédica bíblica fuese tomada siempre al pie de la letra. Es más: algunos hicieron todo lo posible para mantener la segunda parte de la orden divina sin cumplimiento.

La humanidad en su conjunto no parecía estar muy preocupada por este tema hasta hace unos doscientos años. El problema reproductivo era más del orden individual, obviar inconvenientes embarazosos (y embarazados) que denunciasen relaciones indebidas.

Las mujeres, para evitar estas indeseables consecuencias, recurrían a imprecaciones divinas (jamás efectivas) o a introducirse objetos en sus partes íntimas que a veces no solo desencadenaban un aborto, sino también una septicemia que se llevaba a la futura madre y al hipotético vástago de este valle de lágrimas (el aborto clandestino sigue siendo la principal causa de mortandad entre las mujeres jóvenes en América Latina).

Nadie sabe exactamente cuándo comenzaron las prácticas abortivas, pero Hipócrates ya las prohibía en su juramento. Como ya relatamos en el capítulo “El Papa médico”, Juan XXI, en 1261, escribió un libro sobre cómo evitar los embarazos indeseables, tanto en la preconcepción como en el postcoito (y esto, en buen romance, es un aborto).

Recién fue Regnier de Graaf, en 1650, quien descubrió los folículos que llevan su nombre en el ovario femenino. Este hallazgo les dio a las damas una participación protagónica en la concepción. Hasta ese entonces todos coincidían con Aristóteles en que el esperma hacía todo el trabajo.

Antes del cristianismo, la práctica habitual para deshacerse de embarazos indeseables era el infanticidio, especialmente indicado cuando el recién nacido era deforme. La prohibición de esta práctica llegó durante el siglo iv y hasta el siglo xix no existieron preocupaciones demográficas, porque por siglos el mundo anduvo casi despoblado. El hambre, las guerras y las pestes se encargaban de mantener a las poblaciones más o menos controladas. ¿Para qué cercenar entonces el único entretenimiento barato con el que contaba la doliente humanidad?

Más preocupaciones ocasionaron las nuevas pestes venidas allende los mares: la enfermedad que cantó Hieronimus Francastorius de Verona, consagrando al pastor Syphilus.

Ya no era cuestión de frenar las conductas lujuriosas por pruritos religiosos. Tan grave era la sintomatología de los sifilíticos que al principio se los confundía con leprosos y se los encerraba junto a ellos. Los leprosos no querían saber nada con estas víctimas del sexo incontenido y establecieron las primeras discriminaciones según patologías.

Para evitar más conflictos, decidieron mandar a estos luéticos (aunque suene fino, lues quiere decir podrido) a las casas de Dionisio. No eran estas casas así llamadas por el dios griego (circunstancia que agregaría más caos a la reunión) sino por San Dionisio, el casto Patrón de Francia, decapitado en el monte del martirio, hoy conocido como Mont Martre, pleno de turistas que se hacen retratos con pintores en la bute y así recrean la bohemia artística del París decimonónico. A estos infectados les estaban permitidas todas las libertades dentro del recinto ya que nadie podía agravar el curso irremediable de la enfermedad (bueno, no tan irremediable: el mercurio probó ser efectivo para curar la sífilis… y matar al enfermo por su toxicidad. De allí la frase “Una noche con Venus y una vida, o lo que queda de ella, con Mercurio”).

Pero no era cosa de abstención o de suicidio. Debía existir algo que permitiese seguir disfrutando de los encuentros sexuales sin necesariamente caer en pecados bíblicos o en enfermedades como castigo divino (al respecto, suele acusarse a Onán de prácticas propias de adolescentes; una nueva interpretación del texto permite inferir que Onán no se encontraba en una práctica solitaria, sino que efectuaba un coitus interruptus, la ruleta rusa de la contracepción, fuente de tantos embarazos inesperados y de un sinnúmero de neurosis).

Mr. Condom

Nadie sabe con certeza cuándo hicieron su aparición. Tampoco se sabe de dónde viene su nombre. ¿Fue un doctor Condom quien promovió el uso de este adminículo? ¿O acaso un Coronel Condom? Más elegante es pensar que el noble Lord Condom los creó. ¿Era este un francés afincado en Inglaterra, que les enseñaba a los ingleses cómo estar a la altura de las circunstancias, o era acaso un cortesano de Carlos II de Inglaterra quien introdujo al monarca en las seguridades del sexo?

Quizás debamos remitirnos al latín. Sí, mi viejo diccionario no me miente: condo quiere decir “poner adentro”, y también se refiere a llenar un botella con frutas (todo chiste fácil queda bajo su responsabilidad). Los franceses cuentan con un pueblo de Condom entre Bordeaux y Toulouse, más orgulloso de su Armagnac que de su obispo Bossuet, instructor del futuro Luis XV, al que versó en literatura francesa

Los primeros condones de los que se tiene registro eran confeccionados con tripa de carnero. Con los años fueron haciéndose más sofisticados hasta satisfacer las necesidades galantes de la época. Boswell, el libidinoso biógrafo del doctor Samuel Jonhson, no podía dejar un día en su desordenada vida sin encuentros amorosos de algún tipo. A pesar del uso de estos “sobretodos” (como él los llamaba), tuvo doce hijos (cinco ilegítimos) y contrajo diecinueve veces —ni una más, ni una menos— gonorrea.

En sus memorias, Boswell describe un local sobre Leicester Square, donde podía adquirir estos profilácticos diseñados especialmente para caballeros. Estaban confeccionados a partir de tripas de cabra curtidas y perfumados en sus 20 centímetros de longitud. Los de mejor calidad se llamaban “Braudruches Superfines” y tenían en su extremo un moñito con los colores del regimiento al que el caballero había pertenecido, costumbre que ahora los gentlemen lucen en sus corbatas. Para clientes más cautos, existía un modelo Superfine Double, confeccionado a partir de una doble disposición de intestino ovino. Eran promocionados como “un elemento para la prevención de daños en los aventureros del amor”, según la revista The Tatler, del 12 de mayo de 1709. Boswell, por los antecedentes que he enumerado y por lo que ustedes se imaginarán, no era muy adicto a esta protección. Le salía muy cara dados su frecuencia amatoria y los lugares insólitos donde Cupido lo flechaba, como ser la mismísima entrada de N.º 10 Downing Street, antes de ser habitado por los flemáticos ministros británicos. Su preferencia se inclinaba por unos de lino que debían ser mojados antes de su uso y que tenían la innegable ventaja de ser reutilizables. ¡Sí, señor! Una vez cumplida su función, en lugar de desecharlo, el caballero podía colocarlo en su bolsillo y llevarlo a la lavandería ubicada en St. Martín’s Lane, donde la señorita Jenny se lo devolvía lavado y planchado, listo para protegerlo en nuevas y excitantes aventuras.

La vulcanización del caucho revolucionó el comercio de los condones y obligó a los dueños de estas tintorerías de la libido a buscar nuevos horizontes. Hacia 1920 se vendían en paquetes como de cigarrillo en las peluquerías. No era necesario buscarse excusas de aspirinas ni guiños cómplices. El mismo barbero le recordaba: “¿Y algo para el caballero?”.

Sin embargo, esta transitoria e incómoda protección solo cumplía en parte sus funciones. Los enfermos por parte de Venus seguían descendiendo al Averno, e inesperados bebés continuaban arribando a este mundo para reemplazar en demasía a los que habían partido.

Una baja en la mortalidad infantil y una mejora en el rendimiento de las cosechas permitió un portentoso aumento de la población europea. “Si continuamos reproduciéndonos a este ritmo, no alcanzará el alimento para la población”, dictaminó el piadoso reverendo Malthaus hacia el 1800.

Aunque el diagnóstico era correcto, la solución que Malthaus dio al problema era menos que ilusa: aumentar la edad casamentera de las damas para disminuir su tiempo reproductivo. Era como reducir la frecuencia de los incendios disminuyendo el tamaño de las cajas de fósforos.

El mismo Malthaus había contribuido a la superpoblación mundial con tres vástagos. No mucho, pero suficiente para mostrar que la abstención no era su fuerte.

Mientras el mundo debatía estos temas, las mujeres proclamaban su independencia. Y esa independencia, tanto laboral como económica, pasaba por no quedar embarazada en cada oportunidad que tuvieran a bien relacionarse con su pareja. Las opciones “morales” que se les ofrecía eran:

1) La abstención: poco estimulante.

2) Las lactancias prolongadas: poco precisas.

3) El coitus que “interrumpía” todo encanto en la relación: poco efectivo y muy neurotizante.

4) Deshacerse de la criatura antes del parto o después de este: muy cruel, aunque fuese este el método utilizado desde los espartanos hasta Rousseau

Eso era todo lo que la pacata sociedad victoriana podía ofrecer a las mujeres que, para colmo, estaban bastante desinformadas sobre cómo evitar la llegada de vástagos al mundo.

En 1877 se armó un gran escándalo al publicarse Frutos de Filosofía, de Charles Knowlton ¿Escándalo? ¿Por un libro de filosofía? Les leo el subtítulo: “La compañía privada de toda pareja joven”. El libro informaba, con ilustraciones, todas las vicisitudes de la vida en pareja y cómo resolverlas. Tenía dibujos, quizás un poco demasiado explícitos para la época, pero que hoy se utilizarían en un manual de cuarto grado. Al editor lo condenaron a dos años de trabajos forzados (como después le darían a Oscar Wilde por su escandalosa relación con Lord Alfred Douglas).

A otra autora difusora de la anticoncepción, la Señora Anne Besaut (1849-1933), la multaron con 100 libras y con seis meses de prisión por editar semejante “monstruosidad pornográfica(1) ”. Después publicó La ley de la población y vendió 175.000 copias.

Cuando el dermatólogo inglés Henry Allbutt publicó El manual de la esposa (1877), fue castigado por la asociación médica por conducta antiprofesional (usted dirá: ¿que hacía un “peletero” recomendándoles a las señoras cómo no quedar embarazadas? Bueno, los pele… digo, los dermatólogos, se ocuparon siempre de las enfermedades venéreas, especialmente cuando la sífilis era fácilmente confundida con la lepra). El único consuelo que tuvo el doctor Allbutt fue vender medio millón de ejemplares que le reportaron buenos dividendos.

Hoy nos enfrentamos con otros peligros venéreos, a los que algunos les dan connotaciones de castigo celestial. En esta contienda la primera barrera de contención son estos adminículos de látex, de colores y gustos variados para satisfacer las exigencias, a veces in sólitas, de aquellos que ante lo ineludible buscan encontrarle cierta gracia al uso obligado de los condones.

Símbolos de nuestro tiempo (hecho de vidas, sueños, ambiciones y deseos descartables), los profilácticos nos regalan pocos minutos de placer a medias, con la cuasicerteza de la ausencia de sorpresas desagradables.

La ciencia, al igual que en los tiempos de la penicilina, develará los secretos de la naturaleza para derrotar las trampas de Venus.

Los hombres y mujeres liberados de años de tan elástica esclavitud dejarán sus cuerpos desnudos liberados ante la sensualidad del tacto, sin interpósitas protecciones. Sin estas maldiciones, los humanos correrán tras las satisfacciones ilimitadas en un mundo que solo parece buscar gratificaciones inmediatas.

Y todo seguirá así hasta que, en un siglo o en solo horas, una ligera y azarosa variación en alguna cadena proteica, un mínimo desencuentro entre nucleótidos preestablecidos, originará una nueva peste de consecuencias imprevisibles, solo atenuada, en su primer embate, por este muro de pocos micrones de látex.

(1) Curiosamente, antes de 1850 no existía esta palabra utilizada por el arqueólogo Karl Müller para calificar los dibujos hallados en las ruinas de Pompeya. El nombre hace 190 referencia a las “pornai”, cortesanas en los tiempos de Pericles.

TEXTO EXTRAÍDO DEL LIBRO IATROS

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