Después de haber tratado de escapar de Francia, la situación de la familia real se había tornado muy precaria. A los 38 años, Luis XVI solo podía esperar lo peor mientras pasaba sus días en la tétrica prisión du Temple. El 11 de diciembre de 1792 compareció ante la Convención gobernante acusado de reinstaurar “la tiranía sobre las ruinas de la libertad”. Si bien la defensa del rey desbarató las acusaciones, la Convención votó por la muerte del rey ante un titubeante voto de Robespierre. La pena fue votada por 361 miembros de los 651 presentes a viva voz.
El 21 de enero de 1793 el rey se despertó a las 5 de la mañana y se reunió con un cura irlandés, Henry Essex Edgeworth, para confesarse. Oyó misa y comulgó.
Siguiendo el consejo de Edgeworth evitó un último encuentro con su familia. Al cura le entregó el sello real, destinado al Delfín y el anillo de bodas para María Antonieta. A las 9 horas fue transportado en un carruaje desde la prisión donde había estado recluido los últimos meses, hasta la plaza de la Concordia (que entonces se llamaba de la Revolución). El carruaje estaba precedido por una banda militar que batía sus tambores para silenciar cualquier muestra de apoyo a la monarquía.
Un grupo de aristócratas conducidos por el barón de Batz (un célebre financista, consejero de Luis XVI) pretendió salvar al rey de su triste final. A tal fin reunió a 300 hombres dispuestos a enfrentar a la numerosa guardia impuesta por la convención. Varios realistas murieron en el enfrentamiento, pero Batz logró huir.
Subió al cadalso con las manos atadas y su cabello fue cortado a la altura del cuello para no entorpecer el accionar de la guillotina (instrumento que no fue desarrollado por el Dr. Joseph Ignace Guillotin como se suele decir, sino por su colega el Dr. Louise; Guillotin solo había alabado el accionar rápido de la maquina y su espíritu “humanitario” y que evitaba el prolongado suplico de la decapitación con hacha).
Luis XVI intentó dirigirse a la multitud exaltando su amor a Francia y perdonando a aquellos que lo habían condenado, pero los tambores ocultaron la voz del monarca.
El padre Edgeworth exaltó el coraje del monarca que enfrentó su destino con hidalguía y le escuchó decir ante los presentes: “Soy inocente de todos los crímenes atribuidos a mi cargo, perdono a los que han ocasionado mi muerte y rezo a Dios para que la sangre que vais a derramar nunca caiga sobre Francia”. Fue un deseo vano porque la sangre cayó sobre su familia, sus seguidores y millones de franceses víctimas de las guerras contra las naciones europeas.
Según el verdugo, Charles-Henri Sanson, el rey al llegar a la guillotina declaró: “Caballeros, soy inocente de todo lo que se me acusa. Espero que mi sangre cimiente la fortuna de los franceses”. Un asistente de Sanson mostró la cabeza cercenada mientras la multitud vivaba a la República. Tronaron los cañones celebrando la muerte del monarca, momento en que la familia real tomó conocimiento de la ejecución.
El cuerpo del rey fue colocado en un ataúd con la cabeza entre las piernas y sepultado en el cementerio de la Madelaine, cerca de la Iglesia del mismo nombre. Pocos meses después se le uniría María Antonieta en este sepulcro que resultó ser transitorio. Allí permanecieron por años hasta que fueron trasladados, a instancia de Luis XVIII (hermano del monarca) a la Abadía de Saint Denis junto a los monarcas franceses que lo habían precedido en el trono. El destino del Delfín se ha prestado a las versiones más diversas dispares que van desde un precipitado entierro en la misma prisión du Temple hasta un escapa fantasioso que se ha prestado a las aventuras más rocambolescas que incluyen su permanencia en el Río de la Plata, bajo la protección del mismísimo don Juan Manuel de Rosas …
En el lugar donde estuvieron sepultados los reyes en la Madelaine hoy existe un jardín de rosas, la flor preferida de María Antonieta.
Esta nota también fue publicada en Ámbito