El insulto: todo un manifiesto

¿Hasta dónde el insulto no tiene algo de piropo? Implica, además de interés (entidad), una suerte de conflictiva admiración (una suma de sentimientos tan intensos, de emociones tan movilizantes, que necesitan narrativa, comunicatividad, exposición en voz alta y en forma de indignación). – ¿Será cierto ese postulado psicoanalítico que dice que dentro de toda exacerbación para con el otro (la alteridad) existe un eco de lid con uno mismo? ¿Es toda cócora un reflejo de alguna sombra que aún no es lo suficientemente consciente de su capacidad para hacer protagónica a la luz? -. ¿Cuántos insultos no devinieron “ismos”? El “impresionismo” es el mejor de los ejemplos, Leroy buscó ser despectivo y terminó bautizando a la primera vanguardia moderna. ¿Y “queer”? No es “queer” una apropiación positiva de un insulto homofóbico, que terminó titulando la teoría más contemporánea acerca de las concepciones de “género” y “sexo” como construcciones sociales y tecnologías somatológicas biopolíticas… “Puto”, “marica”, “marimacho”, “torta”: todes aunades en un solo término. Fueron aquellos señalados como anómalos, contestatarios connaturales, insurrectos congénitos (aunque no siempre orgullosos realmente de serlo -cuestión meméticamente substancial gracias a la cual la heteronormatividad se convirtió en el actual estereotipo relacional sexoafectivo del -endogámico y misógino- “mundo gay”-), que resemantizaron ese insulto y lo llenaron de rosa(s) y dildos. 

El insulto es impetuoso y rizomático. Brama, interpela y abre interpretaciones, y ramifica conceptualizaciones psicoemocionales. No siempre es creativo, pero sí creacional. Es mutante y mutabilizador. -Un “deviniente pertinaz”, podría(mos) decir/inventar a modo descriptivo-. Los insultos son inventiva en movimiento, se resignifican continuamente. “Idiota” es un buen ejemplo: para los antiguos helenos el idiótes era el ciudadano que no ocupaba un cargo público y se despreocupaba de los asuntos del Estado, o sea, que tan solo se dedicaba a sus asuntos en particular. En griego, el adjetivo idios, significaba precisamente ‘propio, personal, peculiar’, raíz que se conserva en la palabra idioma. Andando el tiempo, idiótes adquirió el sentido de ‘tonto’ o ‘ignorante’, por referirse a alguien que se desentiende de la política que le afecta. Al mismo nivel que la palabra “idiota” está “imbécil”, que proviene del latín imbecillis, y este del prefijo in-, ‘no’, y bacillus, ‘pequeño bastón’; esto es, el que no tiene bastón para apoyarse, tanto en el plano físico como intelectual. Este término no se convirtió en insulto hasta mediados del siglo XIX, por influjo de su homólogo francés imbécile, que se empleaba con connotaciones peyorativas. Otro dechado es “estúpido”, cuyo valor primitivo fue el de ‘asombrado, aturdido’, a partir del latín stupere, ‘sorprenderse’. Así, stupidus, que daba nombre a quien se quedaba atónito o sin capacidad de reacción ante algo, acabó degenerando en un término que se usa para tachar a alguien de necio o de escasa inteligencia. El caso de “boludo” fue al revés, pasó de ser peyorativo -mucho testículo para tanta infecundidad- a un modo amistoso de referirse al otro (posteriormente de haber sido resignificado como “bobo”). 

Los insultos dicen mucho más de lo que buscan significar al momento de ser emitidos. Son magnánimos desestabilizadores, productores de diversas emociones transcendentales (tanto para el receptor como el emisor). Del insulto todos sobrevenimos, pero no ilesos. Siempre hay un antes y un después de él -uno más empoderado o menos emancipatorio, pero siempre un después…-. El insulto existe per se (como palabra), pero se hace cuerpo cuando hay un emisor y un receptor (y ambos agentes comunicativos son atravesados por él). El insulto es un acto de habla que posee en su enunciación una forma lingüística, un valor sociopragmático y un componente etnográfico con el cual se intenta agredir, atacar y humillar a una persona en un momento determinado. La acción de insultar es la que hace del adjetivo verbo –“Y el verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”-, acción que produce reacción (por eso es por lo que ambos agentes se ven atravesados por el mismo), reacciones múltiples y rizomáticas. La verbalización del insulto deja eco -sin importar el tono imprecatorio-, habita en el silencio, sigue latente después de haberse interrumpido la sonoridad del mismo. El mejor insulto, el bien logrado, es aquel que repercute, el que es más que el tiempo, el que no se olvida… En su latencia radica su verdadera fuerza, porque la trascendentalidad es su verdadero métier. Un perfecto ejemplo de esto es la carta escrita por Salvadora Medina Onrubia al presidente de facto José Félix Benito Uriburu durante su aprisionamiento en la cárcel Del Buen Pastor ( https://www.revistaadynata.com/post/carta-al-presidente-gral-uriburu-de-salvadora-medina-de-onrubia-1931). -“Sus tonantes iras de Júpiter doméstico”, “Júpiter doméstico”: ¡Alto Insulto! La Venus Roja sí sabía escarnecer-.

Los insultos son usados corrientemente por todes (especialmente por las generaciones posteriores a la “X”) en sus encuentros comunicativos, instancias en las que la no-agresión al otro no es la norma absoluta en las interacciones. En éstas se persigue el fin de ser apreciado y aceptado por los demás. -Como dice Zimmermann: “Hay que subrayar la importancia teórica de este tipo de actos: nos demuestran que la cortesía no es una constante social sino siempre una opción teórica entre varias posibilidades”-. Asimismo, los insultos, además de ser actos de habla descorteses, pueden tener también otras funciones como, por ejemplo, la identificación con un grupo generacional o étnico particular, o bien la creación de lazos de camaradería entre los interlocutores. “Boludo”, “negro”, “puto” y, también, “perro” y “gato” -hoy, varios sustantivos comunes devinieron adjetivos, los cuales mutan su significado (peyorativo o admirativo) en relación con quien sea tanto el emisario como el receptor-, son modismos y guiños de pertenencia. En el insulto hay una suerte de complicidad (o, al menos, pretensión de la misma). El insulto entabla un vínculo -de mierda- “Le quiero como a un hermano: como Caín a Abel”, escribió Woody Allen en “Delitos y faltas” (1989)- y cuan más vinculadas estén las partes más repercutible. -Acá es en dónde las relaciones sexoafectivas pueden empavorecer(nos), ninguna otra interrelación personal (nos) deja más vulnerable(s) a los insultos que eso llamado “amor”-. El insulto es transcendental o no es -sino es tan solo una palabra más que se lleva el viento…-. 

Woody Allen – “Delitos y faltas”

El insulto, como de su etimología se desprende, es siempre un asalto, un ataque, un acontecimiento. Es término derivado de la voz latina assaliere: saltar contra alguien, asaltarlo para hacerle daño de palabra, con claro ánimo de ofenderlo y humillarlo mostrándole malquerencia y desestimación grande, y haciéndole desaire. Sí, el insulto es una forma solapada de piropo. Denota interés, principalmente, porque conlleva tiempo (de la vida de uno) en son de una subjetividad otra para con la que (uno) no se sobrelleva armoniosamente. También es cierto que en el insulto hay un eco de lid con uno mismo. -Siempre se reproduce la sombra frente al espejo-.  Ahora, lo más significativo del insulto radica no en su significado sino en el eco de su consonancia, en su reverberación (ese fenómeno sonoro producido por la reflexión, que consiste en una -fantasmagórica- permanencia del sonido una vez que la fuente original ha dejado de emitirlo – unheimlich-), en su penetratividad. El insulto tiene mucho de violatorio… por eso se sobreviene, pero no ileso. Pensar que tan solo una palabra y puede cambiarte para siempre… -y ni hablar de una repetitiva…-. Pero pareciese que se le perdió el respeto al insulto, quedó menosprecia su capacidad de lacerar dentro de la contemporaneidad que nos contextualiza -o, tal vez, lo que se perdió es el miramiento… o la completa capacidad de reaccionar ante el espanto…-. Alejandro Modarelli, escribió: “Un mito es la construcción comunitaria de aquel o aquella que por alguna razón también se nos parece, en la medida que es el sueño de lo que quisiéramos haber sido o lo que jamás hubiéramos querido ser”, frase -descontextualizada- que me lleva a tipiar exclamativamente: HAGAMOS DEL INSULTO MITO; POESÍA. ¡Auraticidad para el insulto!, postulo -con vehemencia visceral-; resignifiquemos el término “respeto” y otorguémoselo a la PALABRA -así como Salvadora supo hacerlo-.  

Links:

Arthur Schopenhauer – El Arte de insultar https://docer.com.ar/doc/nv55xnv

Charles Bukowski – Poems Insults! – Live Reading City Lights
Lectura de la carta de Salvadora Onrubia a José Félix Uriburu
El tipo más insultado de la TV Argentina
Insultos – La Divina Noche de Dante Gebel

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