La saga de la insulina – Parte II

Parte I: La saga de la insulina – Parte I

EL NOBEL

Frederick Banting y Charles Best le mostraron a Macleod los resultados de sus experiencias donde efectivamente el extracto de páncreas de los perros a los que había ocluido el conducto pancrático mantenían con vida a los canes diabéticos. Allí estaba “Marjorie”, la perra que llevaba un mes viviendo con las inyecciones de extracto pancreático para demostrarlo. Y aún más, habían descubierto que  el extracto de páncreas sin ligaduras también bajaba la glucemia.

Era el momento de mostrar al mundo estos resultados . El primer lugar donde presentaron sus resultados fue en el Journal Club de la Universidad de Toronto. Banting no era un buen orador y ese día, después de la introducción de Mcleod, su presentación fue menos lúcida  que lo habitual porque estaba consternado. No por el público, no por lo que tenía que decir, sino porque Mcleod había dicho durante su introducción “nuestro experimento”, adueñándose de “su” idea.

La primera publicación se hizo bajo el título “La secreción interna del páncreas” en el Journal of Laboratory and Clinical Medicine. La presentación que actuó como lanzamiento internacional  tuvo lugar en New Haven, Connecticut, USA,  el 28 de diciembre de 1921, en el marco de la American Physiological Society que reunía a los más notables investigadores norteamericanos. Entre los concurrentes estaba Alec Clowes, un bioquímico que se desempeñaba como investigador del laboratorio Eli Lilly, donde cumplía la no siempre grata ni reconocida misión de unir la ciencia con la industria y la comercialización.

A principios del siglo XX había una falta de conexión entre los investigadores y los productores de fármacos y Clowes estaba dispuesto a sortear esta brecha. Sabía que la insulina (el nombre inslet, que le habían dado al principio fue reemplazado por el insulina, del latín insula -isla-, porque proviene de los llamados islotes de Langerhans– necesitaría una producción masiva para satisfacer la demanda contenida de diabéticos en el mundo. Por tal razón, al terminar la exposición deslucida  de Banting, se acercó a presentar su tarjeta corporativa y ponerse a su disposición para lo que pudiese necesitar.

La Universidad de Toronto había puesto al Dr. James Collip a tratar de producir insulina pero el proceso era lento, impreciso y también insuficiente. Había días en los que no podían contar con suficiente hormona como para satisfacer las urgentes necesidades de los nuevos pacientes.

La noticia sobre un tratamiento para la diabetes se difundió como reguero de pólvora y pronto llegaron miles de cartas solicitando ser atendidos en el Hospital de Niños Enfermos de Toronto, donde arribaban chicos emaciados, sin fuerzas, reducidos a huesos con padres ansiosos por hacerlos tratar inmediatamente, cosa que no era posible …

Los próximos meses para Banting serían de terror. Se sentía desvalorado, deprimido, no podía trabajar en equipo con Mcleod ni con Collip (al que llegó a golpear) y se había volcado al alcohol. Para hacer peor sus pesares, recibía cartas de padres que pedían su atención por hijos cuyas vidas estaban en peligro… y él no contaba con la insulina que sabía que podría salvarlos. Todos los días debía rechazar a pacientes por estas limitaciones…

Mientras Collip depuraba su fórmula de insulina en forma casi artesanal, en Indianápolis Eli Lilly deambulaba por los mataderos buscando páncreas de vacunos para proceder a su purificación en forma masiva.

Entre las muchas cartas que Banting recibió, estaba la de la Sra. Antoinette Hughes, la esposa del secretario de Estado de USA, quien insistía en que Banting viese a su hija Elizabeth. Como éste tenía casos más desesperados, dos veces rechazó a Elizabeth… pero la Sra. Hughes no estaba para darse por vencida. Pocos meses antes había perdido a su hija Helen por una neumonía y no estaba dispuesta a ver agonizar devastada por la diabetes a su hija menor. Así que se enfrentó a su marido y por primera vez en los muchos años que llevaban casados le pidió (mejor dicho, le exigió) que utilizase su posición para no tener que ver morir a Elizabeth. Charles Hughes escuchó a su esposa y guardó silencio. En años de ejercicio con sus deberes de servidor público, jamás se había visto en esta posición de pedir algo para él o su familia. Su conducta había sido intachable y para entonces no era presidente de los EEUU por un escasísimo margen. Antoinette no le exigió una respuesta inmediata, se fue a dormir y Charles se quedó en su escritorio. Al día siguiendo lo encontró en el mismo lugar en que lo había dejado la noche anterior. El Sr. Hughes había pasado  la noche en vela. Al ver a su esposa le dijo que ya había hablado con el premier de Canadá para que se conectaran con el Dr. Banting. Al día siguiente, madre e hija estaban en camino a Toronto.

Esta presión política le molestó al quisquilloso doctor Banting, pero el presidente de la Universidad se lo pidió como un favor especial. Elizabeth era una joven brillante e instruida. A diferencia  de muchos jóvenes en su condición, no se había dado por vencida y estaba siempre de buen humor. El encuentro entre Banting y Elizabeth fue muy particular, porque ella hizo más preguntas a Banting sobre su vida privada que el médico sobre la enfermedad de la joven.

Así fue como entre Elizabeth Hughes y Frederick Banting se estableció un vínculo muy especial, y éste se convenció que era una joven valiosa para rescatar de tres años de hambre, encerrada en una institución sin gozar de privacidad, ni un momento de soledad. Cuando Banting sacó la insulina para administrársela le hizo prometer que cuando estuviese bien “y creciese hasta convertirse en quien quisiese en la vida, no permita que nadie la persuada por ser o para hacer algo que no fuese auténticamente ella”. Elizabeth asintió y de allí en más tuvo una excelente recuperación volviendo a las pocas semanas a un peso normal.

Elizabeth Hughes

Su recuperación fue tan espectacular que Banting la presentó a una comitiva de médicos notables venidos de todos el mundo como August Krogh de Dinamarca, Henry Hallett Dale y Harold Ward Dudley de Inglaterra, Elliot P. Joslin de Estados Unidos y el mismo Dr. Allen, que había conducido la “terapia del hambre” que le había comprado el tiempo necesario para ser una de las primeras personas en utilizar insulina.

La noticia de esta notable recuperación se dispersó por todo el mundo multiplicando las misivas de auxilio y también las donaciones para continuar con los estudios.

En octubre de 1923, Banting y Mcleod fueron electos para el Premio Nobel, el primero que ganaba en Canadá. Inmediatamente Banting amenazó con rechazar la nominación sino se lo incluía a Best y anunció que compartiría el premio con su compañero de experiencia.

Mcleod se vio obligado a compartir su parte con Collip. De esta forma, cada uno recibió 6.000 dólares.

Ni Banting ni Mcleod asistieron a la ceremonia de entrega para no compartir escenario. Finalmente, Banting dio su conferencia en Estocolmo en 1925.

Con el anuncio del Nobel aparecieron otros investigadores como Georg Zuelzer, Nicolae Paulescu y Ernest Lyman Scott quienes proclamaron que ellos habían aislado la insulina antes… Quedaron en el reclamos, porque la patente, gracias a la injerencia de Charles Hughes, fue otorgada a Banting y Best.

Acá no termina esta saga porque siempre hay un día después. ¿Qué fue de la vida de todos ellos? Espere a La saga de la insulina – Parte III

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