Todos recordamos a Pasteur (1822-1895), pero pocos saben el nombre del niño en el que probó la vacuna antirrábica (se llamaba Joseph Meister (1876-1940) y terminó sus días como portero del instituto que lleva el nombre del sabio francés).
También conocemos que Edward Jenner (1749-1823) descubrió la vacuna antivariólica, pero pocos recuerdan a James Phipps (1788-1853), un niño de 8 años, hijo del jardinero que trabajaba para Jenner, se prestó a ser inoculado.
¿Quién no sabe que Alexander Fleming (1881-1955) descubrió la penicilina? Pero nadie sabe (ni se sabrá) el nombre del personal que dejó abierta la ventana por la que entró el Penicillium Notatum, o conoce a Albert Alexander (1897-1941), el policía de 45 años al que se le aplicó el antibiótico, aunque no fue suficiente para frenar la infección secundaria a la herida producida por la espina de una rosa.
Tampoco conoceremos jamás a los primeros voluntarios de las vacunas del COVID que encabezaron la Fase 1 de una gran experiencia clínica, con todo el mundo integrando obligatoriamente la fase 3 y un experimento social de cuarentenas prolongadas cuyas consecuencias aun desconocemos.
La insulina fue el fruto de la perseverancia de un médico canadiense Frederick Banting (1891-1941) quien se había destacado durante la Primera Guerra Mundial por su valor y dedicación en el servicio del ejército de su país. Vivió como médico los horrores de la guerra de trinchera y en Cambray a pesar de estar herido y desangrándose atendió a sus camaradas. Por esta acción fue condecorado. Cuando volvió a Canadá, no había empleo para los héroes, ni lugar para trabajar en los hospitales y su práctica profesional marchaba al descalabro cuando, después de leer un artículo le vino una idea esclarecedora. Fue como una epifanía.
El artículo en cuestión versaba sobre los islotes de Langerhans, donde se producía la insulina en el páncreas, y como estos subsistían aún cuando se destruía todo el sistema excretor de las enzimas pancreáticas. Así fue como se le ocurrió a Banting que ligando el conducto pancreático podían quedar solo las células productoras de insulina (que él y su asistente Charles Best (1899-1978) dieron en llamar inicialmente inslets).
Banting se dirigió al especialista más destacado sobre diabetes en Canadá, el Dr. John James Richard Macleod (1876-1935) director del departamento de fisiología de la facultad de Toronto y le explicó su teoría con una vehemencia casi intimidatoria. De hecho jamás tomó asiento, Banting estuvo de pie toda la entrevista de pie .
MacLeod accedió a su pedido de colaboración pero guardaba un actitud escéptica en cuanto al resultado del trabajo. Banting no tenía experiencia como investigador ni estaba muy versado en cirugía del páncreas ni en la patofisiología de la diabetes (de hecho una idea como esta ya había sido propuesta por Lidia de Witt en 1906). Aun así le concedió un espacio en la facultad con los perros necesarios y nombró a un estudiante, Charles Best, como asistente. Macleod partió hacia Escocia, de donde era oriundo, a pasar las vacaciones de verano y le dijo que a su vuelta valoraría el trabajo realizado … y sin más se fue sin imaginarse que así daba comienzo a uno de los de las investigaciones más revolucionarias de la medicina .
Banting venía de pedir prestada plata a su padre para comprar una casa, establecer su consultorio y casarse con la novia con la que se había comprometido antes de partir hacia el frente. Pero la fortuna no estaba de su lado y las cosas no fueron como hubiese deseado. Cortó con su novia y sus sueños de prosperidad y amor familiar se disolvieron… por tal razón cuando tuvo la idea de cómo obtener insulina, se aferró a esa inspiración con una fuerza que atemorizaba a muchos de los que trabajaron con él.
Este trabajo científico que salvó la vida de millones de personas comenzó con escobas y trapos de fregar, porque el lugar que le había cedido Macleod era, sencillamente, una mugre.
En un altillo del edificio de la Universidad de Toronto, Banting comenzó a operar a la docena de perros que le habían concedido para este experimento de verano.
Los primeros cuatro animales murieron por infecciones –el calor en el laboratorio era tal que, a pesar de los cuidados, las gotas de la transpiración de Banting caían en el abdomen abierto del animal–.
En los otros cuatro, la ligadura del conducto pancreático no fue suficiente para frenar el flujo de la secreción y los animales no se convirtieron en diabéticos. Debieron volver a operarlos. Recién entonces empezaron a ver que el extracto de páncreas con islotes de Langerhans bajaban transitoriamente el azúcar en sangre de estos perros diabéticos, pero morían a los pocos días por distintas complicaciones. Banting estaba comenzando a decepcionarse porque sus esperanzas de un futuro mejor estaban cifradas en esta experiencia. Por las dudas había empezado a averiguar sobre un puesto para médico en una expedición en busca de petróleo en el Ártico. Fue entonces cuando uno de los perros pancreatomizados respondió al tratamiento. La llamaron Marjorie y se convirtió en la mascota de Banting. Marjorie lo seguía por todo el laboratorio y dócilmente se dejaba aplicar las inyecciones de esta protoinsulina que la mantenía viva. Cuando MacLeod volvió de sus vacaciones, Banting y Best le presentaron a Marjorie y los progresos de sus investigaciones y le pidieron más asistentes y facilidades edilicias. Este parecía ser el camino…pero Macleod aún no estaba convencido.
Diabetes una enfermedad incurable
El diagnóstico de diabetes juvenil implicaba la muerte del paciente, sea por un coma diabético o las infecciones, el pronóstico era siempre ominoso, porque no había medios para controlar la glucemia, más que restringir el ingreso de alimentos. Fue así como se instituyó la “dieta del hambre”, nombre poco feliz (pero sincero) sobre el destino de estos jóvenes. Por más que aumentaban la sobrevida de los niños a la espera de un hipotético tratamiento, su agonía era tan cruel que muchos médicos lo desaconsejaban.
Entre los promotores de este método estaba el Dr. Frederick Madison Allen (1879-1957), un médico norteamericano afincado en Nueva York, que había montado una clínica para que los pacientes siguiesen estrictamente la dieta con restricción calórica que era entre 250 y 500 calorías diarias (lo mínimo es de 1500). Fuera de estas instituciones, casi carcelarias, era muy difícil que pudiesen seguir una dieta tan estricta y evitar las tentaciones, que en este caso eran mortales. Aun así, muchísimos morían de hambre implacable y carcomidos por sed.
Las primeras dosis de insulina eran impuras de concentraciones impredecibles y escasas, muy escasas. Por tal razón se reservaba para los casos más severos, para aquellos niños que habrían de morir de una forma u otra.
La diabetes juvenil es una afección genética y como tal su presentación es azarosa, afecta a ricos y pobres, poderosos y miserables. Entre las personas afectadas estaba una joven norteamericana llamada Elizabeth Evans Hughes (1907-1981), hija de Charles Evans Hughes (1862-1948) –gobernador de Nueva York, miembro de la Corte Suprema de Justicia y candidato a la presidencia por el Partido Republicano en las elecciones de 1920–. Hughes tuvo más votos que su opositor demócrata Warren G. Harding (1865-1923), pero éste ganó por tener más representantes en el Colegio Electoral. Tanto Harding como su sucesor, Calvin Coolidge (1872-1933), tuvieron el buen tino de elegirlo a Hughes como secretario de Estado. Años más tarde participó en el New Deal para sacar a Estados Unidos de la crisis económica después del Crack del 29.
Según el historiador Dexter Perkins (1889-1984), Hughes era “la feliz mezcla entre un liberal y un conservador que bien sabía que para preservar el orden social es necesario erradicar los abusos del sistema”. Hombre de gran integridad personal, perspicaz letrado, honrado y capaz como servidor público, una sola vez se permitió una concesión particular y fue usar sus influencias para lograr que el Dr. Banting aceptase a su hija como paciente para probar la insulina que administraba en la Universidad de Toronto. Banting ya había rechazado dos veces por considerar que no era tan grave, aunque a los 15 años Elizabeth apenas pesaba 25 kilos después de haber seguido estrictamente la dieta impuesta por el Dr. Allen por tres años …
Este es el comienzo de una saga donde se destacan las glorias y miserias de la condición humana, desde la perseverancia y la convicción, hasta la codicia y la envidia, pasando por el miedo y la desesperación, la generosidad y el altruismo de médicos, químicos, empresarios y pacientes que pelearon contra una enfermedad que aún hace estragos en la sociedad.
Esta historia continuará…