Las almendras amargas de Göring

Hermann Göring había sido héroe de la fuerza aérea alemana en la Primera Guerra Mundial; su actuación en la misma le valió la Cruz de Hierro, el máximo reconocimiento militar. Acompañó a Hitler en el golpe de Estado en Munich en 1923 (“el Putsch de la Cervecería”), en cuya represión recibió un disparo en la ingle que se convirtió en una fuente interminable de dolores que terminaron haciéndolo adicto a la morfina. Göring tenía un cociente intelectual bastante por encima de la media, era maquiavélico, astuto, cruel, exhibicionista y megalómano; se jactaba de ser el mayor coleccionista de arte de Europa y criaba felinos exóticos en su casa de campo.

     A la espera de ser juzgado, lo que ocurriría meses después en el juicio de Nurenberg, Göring fue tratado por su adicción a la morfina (en realidad, a la dihidrocodeína, un derivado de la misma). Entre todos los oficiales procesados, Göring fue el de máxima jerarquía. Y el más obeso, también: por entonces, pesaba 118 kg (medía algo menos de 1,80 m). El tratamiento para desactivar su adicción le hizo perder más de 25 kg. Los médicos de los aliados querían que estuviera en un aceptable estado de salud para afrontar el juicio; y lo lograron, ya que Göring se desintoxicó, dejó la morfina por la fuerza, bajó de peso y al comenzar el juicio estaba en mucho mejor condición física.

     Cuando fue capturado por los aliados, Göring tenía en su poder una valija con miles de dosis de dihidrocodeína. Así como Göring tenía como preferencia a los opiáceos, casi todas las tropas de la Wermacht consumían metanfetaminas de manera tan habitual como abundante. El nombre de la droga que consumían era Pervitin, una metanfetamina que generaba euforia, aliviaba la fatiga y mejoraba el rendimiento; los nazis la usaban para mantenerse despiertos durante varios días seguidos, desquiciados y exaltados. La distribución del Pervitin era “oficial”, pero las cantidades que entregaba el ejército nazi nunca alcanzaban, por lo cual se creó un verdadero mercado paralelo. Los soldados rogaban en sus cartas a sus familiares que les enviaran Pervitin, y se llegó al extremo de que entre los mismos soldados había peleas con heridas graves (y hasta muerte, an algún caso) para conseguir la ansiada droga.

  El Pervitin en altas dosis producía también un efecto rebote: un aletargamiento y hasta una profunda depresión. Así, cuando Alemania aceptó su derrota, muchísimos soldados se quitaron la vida. Eligieron diversos métodos para hacerlo, pero las cápsulas de cianuro (también distribuidas por los comandos nazis) fueron la opción con mayor cantidad de adeptos.     

     Aunque en otro contexto, los suicidios de los soldados y oficiales nazis ya habían comenzado en octubre de 1944 con Erwin Rommel, el Zorro del Desierto. Si bien había apoyado a Hitler, su ideología era contraria al antisemitismo; Rommel era un héroe nacional, por lo cual, ya arrestado y acusado de traición y de haber sido partícipe de un atentado contra Hitler, el Führer le dio la opción de suicidarse, prometiéndole a cambio mantener su reputación e imagen intacta y no perseguir a su familia. Rommel eligió suicidarse con una píldora de cianuro; tuvo un funeral de Estado y su suicidio le fue ocultado a la población, a la cual se le informó que la muerte de Rommel había sido causada por heridas de guerra.

     Ya desde cuatro o cinco meses antes del final “oficial” de la Segunda Guerra Mundial, en Alemania se había desatado una ola de suicidios. En algunos pueblos, todos sus habitantes se quitaban la vida luego la retirada-huída de los soldados alemanes y ante lo que avizoraban (acertadamente) como una cruel represalia del Ejército Rojo. Familias enteras se adentraban en los ríos unidos entre sí por cuerdas y cargando mochilas con rocas; otros simplemente comían galletas mezcladas con veneno para ratas, y los métodos más comunes como la horca o cortarse las venas estaban a la orden del día.

     Los altos mandos nazis, en cambio, optaron por morder cápsulas de cianuro cuando la derrota estaba consumada, muriendo voluntariamente en medio del inconfundible aroma a almendras amargas. Más de setenta de los más altos oficiales nazis del ejército, la aviación y la marina eligieron el suicidio y recurrieron al cianuro.

     Los altos oficiales nazis recibieron cápsulas de cianuro en abril de 1945, luego del último concierto de la Filarmónica de Berlín antes de la caída de dicha ciudad. Al final de la velada, jóvenes y niños de las “Deutsches Jungvolk in der Hitler Jugend” (DJV o “Jóvenes alemanes de las Juventudes Hitlerianas”) repartían cápsulas de cianuro a los asistentes al concierto. Joseph Goebbels, Heinrich Himmler y Martin Bormann las usaron, pero cabe decir que muchos se disparaban en la cabeza mientras mordían las cápsulas, por si el veneno fallaba o por si estuviera deliberadamente adulterado; querían una muerte instantánea. El mismo Adolf Hitler desconfiaba de la eficacia del cianuro y por eso probó su efectividad dándole antes una cápsula a su perra Blondi. La cápsula hizo efecto; el cianuro era bueno, parece.

    Hermann Göring, como otros oficiales, no terminó de decidirse en un primer momento por la cápsula de cianuro y fue capturado. A Göring le sacaron sus cápsulas de cianuro al capturarlo; lo querían vivito y coleando para juzgarlo. Como detalle, vale decir que entre sus pertenencias personales encontraron esmalte de uñas, que al parecer utilizaba para pintarse las uñas porque solía disfrazarse de Nerón en algunos encuentros festivos de la alta jerarquía nazi, encuentros que servían para descomprimir la tensión de la guerra que ellos mismos habían generado. 

     Hermann Göring fue juzgado por el tribunal de Nuremberg. El tribunal lo encontró responsable de asesinatos contra opositores políticos, crímenes de guerra, robos y saqueo de bienes, crímenes contra la humanidad, torturas, asesinato y esclavitud de civiles; por todo eso fue condenado a morir en la horca. Pero Göring pidió ser fusilado; quería morir como un soldado y no ser ahorcado como un criminal común y corriente. El tribunal, sin embargo, se negó a aceptar su pedido. Göring se enteró de que su deseo no iba a ser concedido y se suicidó la noche previa a su ahorcamiento en octubre de 1946, mordiendo una ampolla de cianuro de potasio.

     Hay distintas versiones sobre cómo llegó a Göring la ampolla de cianuro con la que se quitó la vida. Una dice que la ampolla estaba escondida entre las pertenencias personales de Göring, que le fueron entregadas por un teniente norteamericano (Jack Wheelis) encargado de su vigilancia, previo soborno por parte de Göring con un reloj de oro y una cigarrera  (barato, el teniente). Otra versión dice que el cianuro llegó escondido en una pluma fuente que una mujer le llevó a la prisión pidiendo que le fuera entregada “de contrabando”, para lo cual también sobornó a los guardias necesarios. Finalmente, otra versión sostiene que la ampolla de cianuro estaba escondida en un frasco de fijador para el pelo.

     Göring dejó una nota en la que decía que él había decidido morir por su propia mano, “igual que el gran Aníbal”. Agrandado hasta el final, Hermann. En fin.

     Los aliados borraron todo rastro de Hermann Göring. Su cadáver, luego de ser exhibido ante los testigos de las ejecuciones, fue enviado junto con su ropa y pertenencias al crematorio de Ostfriedhof, en Munich. Sus cenizas fueron mezcladas con las de presos políticos y opositores al régimen nazi y con las de personas discapacitadas asesinadas en el marco del programa de eutanasia Aktion 4, y fueron esparcidas en el río Wenzbach, un pequeño riacho de apenas un km de largo al sur de Munich, elegido al azar, para evitar que existiera una tumba que pudiera convertirse en un lugar de referencia o de peregrinación futura.

     Sin embargo, eso no se logró del todo. Ese afán fetichista que suele estar entre las cualidades abyectas de la especie humana sobrevive a todo, y se dice (aunque es difícil de confirmar) que aún muchos años después se llegó a pagar mucho dinero por el pequeño cilindro de cobre que recubría la ampolla de cianuro que utilizó Göring y por un calzoncillo rescatado de sus pertenencias.

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