Juana Manso: “No vengo en mi nombre. Soy nadie…”

Esta mujer sí que supo de sepulturas. Supo de las que cada tanto se reciben en vida, sin ni siquiera merecerlas y por el solo hecho de ser o pertenecer, y supo de las que sobrevienen después, al final, cuando la muerte lo aparta a uno del camino que viene recorriendo. Hay una gran crueldad en las primeras porque tienen que ver con las miserias humanas que a veces determinan quién sí y quién no, y un destino inexorable de finitud con la última porque con ella todo se acaba.

La vida sobre todo, pero también la muerte de Juana Paula Manso son de una gran dureza. No tiene que ver con rencillas políticas ni ambiciones de poder. Tampoco con llegar a decapitaciones salvajes, a osarios comunes, a crueles asesinatos o a sufrir el traslado de cuerpos de un país a otro. Sino más bien con marginaciones, desprecios, insultos, olvidos y no reconocimientos en vida. También, con pequeñas dosis de amargura consumidas a lo largo del tiempo, a lo que se suma una muerte sin sosiego y un descanso manoseado por el solo hecho de haber sido una mujer con opinión propia, por haber defendido el derecho a que todos, sin distinción de sexo, se instruyeran, y por abrazar ideas y una religión que iban en contra de la sociedad de su época.

La Argentina tiene en su haber muchas de estas historias, una larga lista de ejemplos, porque es un país que ha entronizado individualidades como si fueran grandes dioses y ha silenciado humildes genialidades que podrían haber servido de modelos.

JPM

Sarmiento acomodó cerca de sus papeles una foto de Juana Manso para remitírsela con unas líneas a Mary Mann. Su amiga norteamericana se la había pedido hacía tiempo porque quería tener un retrato de ella, luego de haber leído la conferencia que diera en la Argentina sobre los Estados Unidos. La consideraba inteligente y lúcida y sentía por la señora Manso verdadera admiración, sobre todo luego del incidente que había sufrido. Mrs. Mann le había pedido un retrato al sanjuanino para tenerla en su hogar junto a los seres queridos. Quería colocarla en la chimenea de su casita en Concord, en el estado de Massachusetts, junto a una litografía de la escuela Sarmiento, en San Juan, que le habían enviado desde la Argentina.

A Sarmiento le costó conseguir un retrato de Juana. Su amiga y gran interlocutora casi no había posado en vida para ningún retratista. Lograr que le mandaran una imagen de esta dama a Nueva York había resultado complicado, teniendo en cuenta la distancia que lo separaba del país. No había fotos por ningún lado y la más conocida, que después fue la que alcanzó difusión hasta hoy, no la mostraba en actitud social ni mucho menos en pose para agradar. Se la veía seria y con un rostro adusto, enojado, dando la sensación de haber estado ajena a la cámara que la retrató y a las órdenes del fotógrafo para lograr una buena toma. Sentada en una antigua poltrona, a Juana por entonces le pesaba la vida.

Mientras acomodaba los papeles con la foto asomando y la carta lista para ser despachada a Massachusetts, Sarmiento aprovechó el impulso para escribirle también unas líneas a Juana, dándole cuentas del pedido y del envío a la señora Mann. Entusiasmado por lo que iba a suceder le adelantó como si el hecho ya se hubiera consumado, “está usted senta- da en su hogar, y colocada en las afecciones y la estimación al lado de Emerson o de Horace Mann, o de Longfellow”.

Sarmiento tenía desde hacía tiempo una deuda epistolar pendiente con la Manso. Su viaje de ciudad en ciudad por los Estados Unidos, y el estar escribiendo La vida del Chacho Peñaloza, por encargo de un periódico, le habían restado tiempo para cumplir con algunos compromisos pendientes. Ahora, instalado en esa casita de verano tan confortable que había alquilado en las montañas Catskill, junto al lago Oscawana, iba a saldar su deuda.

Estando en Nueva York le había llegado la noticia del incidente, devenido en escarnio público, que había sufrido Juana en Buenos Aires mientras daba una conferencia de historia. En medio de unas palabras sobre los Estados Unidos, un hombre salido de entre el público y cuyo nombre no trascendió en los periódicos pero sí en la correspondencia que le llegó al sanjuanino, se había parado entre los oyentes y a viva voz le había gritado “Dulcamara”, al tiempo que una catarata de aplausos e insultos la habían rebajado y calumniado acompañando el improperio. Su amiga, quieta y atónita por el espectáculo, había quedado paralizada por tanta incivilidad. Si bien estaba acostumbrada a que le cerraran las puertas, la echaran de los lugares o hablaran mal de ella a sus espaldas, la situación vivida era novedosa. Le costó tiempo reponerse y entender por qué palabras como progreso, educación, industrialización y modernidad, habían ocasionado esa reacción en el público. La habían comparado con una hierba venenosa, nociva no sólo para los hombres sino también para las bestias. No iba a ser la única vez.

El futuro presidente, que andaba en misión diplomática por Estados Unidos, maravillándose de su sistema educativo, carcelario y de comunicación, tal como lo había hecho en otros tiempos Alexis de Tocqueville, la tranquilizó en su carta levantándole el ánimo. Le recordó que escritores y filósofos como Emerson, Peirce y Hill la admiraban, y que en Cambridge y en Boston los intelectuales la leían maravillados de su prosa. También le recordó que Longfelow, el gran poeta de habla inglesa en ese momento, considerado por la inte- lectualidad norteamericana como “salido del Parnaso”, había elogiado su poesía sobre Lincoln. Con pulso firme, le recordó que ella era “… la única mujer que entre un millón de habitan- tes rinde culto a la inteligencia…”.

Vehemente como se sabía, encolerizado por todo lo que había sucedido a su amiga, pero deslenguado por naturaleza, Sarmiento volvió a mirar la foto que estaba lista para partir a lo de Mary Mann. Luego de apuntar las iniciales JPM en su cuaderno de notas entre los temas pendientes, volvió a pensar en su amiga de cuerpo grande y apariencia hombruna. Antes de despachar los sobres para el correo le agregó “Entre los suyos, continuará siendo la Juana Manso, una mujer gorda, vieja, pobre, es decir, NADA o poquísimo. Pero continúe usted su trabajo”.

Las biografías que recorren la vida de Juana Paula Manso mencionan la casi inexistencia de retratos. Algunos textos, repiten a Sarmiento, cruel con sus enemigos, pero también certero con sus amigos.

Esa mujer

Juana tuvo el infortunio de nacer en 1819, un año umbral de la anarquía social que azotó a la Argentina durante décadas. Si hubiera nacido exactamente un siglo más tarde no habría encontrado tampoco mucho orden en Buenos Aires y en el país, pero habría compartido su inteligencia con mujeres como Alicia Moreau de Justo, Cecilia Grierson o Victoria Ocampo. Con ellas, tal vez, se habría hermanado en objetivos comunes, en la lucha por los derechos de la mujer, y entre ellos, el derecho a educarse y a profesionalizarse. Sin embargo, en la época en la que le tocó vivir, a la Manso le costó interactuar con otras mujeres. Fuera de Eduarda Mansilla, con quien participó en el periódico dedicado a la mujer La Flor del Aire y tuvo algunos conflictos; o con Juana Manuela Gorriti, su coetánea, la relación con figuras de su mismo sexo fue casi nula.

Hija de un ingeniero agrimensor andaluz, la influencia paterna fue significativa en su vida. Primero porque su padre estuvo vinculado al partido rivadaviano y participó en él, y segundo, porque se crió en un ambiente liberal que dio constante batalla por la cultura y el progreso de la sociedad. José María Manso fue uno de los impulsores del nacimiento de la So- ciedad de Beneficencia en 1823, institución encargada de la educación de la mujer en las escuelas de las Catalinas y de Monserrat. Fue él quien la acercó al mundo de los idiomas teniendo en cuenta la facilidad que mostró desde niña con otras lenguas. Con apenas 14 años tradujo su primer texto en francés, a lo que se sumaron con el tiempo y con nue- vos aprendizajes, otros en inglés, en italiano y en portugués. Siendo aún precoz para la esgrima verbal, Juana se opuso a Mariquita Sánchez de Thompson, mayor que ella y presiden- ta de la Sociedad de Beneficencia, para mostrarle su manera de pensar respecto de cómo educar al “sexo débil”. Así se llamaba por entonces en algunos textos a la mujer. Mariquita defendía una educación tradicional, más ligada a los precep- tos heredados de la colonia, y Juana, la liberación de la mujer a través de la educación y el trabajo. “¿Por qué reducirla al estado de hembra cuya única misión es perpetuar la raza?… Por qué cerrarles las veredas de la ciencia, de las artes, de la industria, y así hasta la del trabajo, no dejándoles otro pan que el de la miseria, o el otro mil veces horrible de la infamia”. No sólo debía educarse sino que había que aspirar a conse- guir una profesión para defenderse en la vida.

La llegada de Juan Manuel de Rosas obligó a los Manso a emprender el exilio, perdiendo patria y bienes a fines de los años ́30. Primero viajaron a Uruguay y después a Brasil, para regresar luego a Montevideo por un tiempo. Esta circunstancia de su vida la metió a empujones en un mundo politizado y de pobreza, ya que de Uruguay la familia debió huir por el reaccionarismo de Oribe, aliado a Rosas. El futuro les fue incierto. La segunda vuelta a Río de Janeiro y el contacto amoro- so con un humilde violinista portugués llamado Francisco Sá de Noronha significó una inflexión en su vida. Este joven ha- bía llegado a Brasil a los 18 años a tentar suerte e iniciar una carrera musical. Hijo de un músico del ejército portugués, había quedado huérfano y pobre en tierras lusitana. Se casó con el músico y juntos emprendieron un viaje a Estados Uni- dos, iniciando una gira artística que fue un rotundo fracaso. Mientras que la prensa se fijó en Francisco y lo caracterizó de “crude and eccentric genius”, Juana aprovechó este viaje para conocer la realidad de las mujeres y sus instituciones nortea- mericanas. Cuba fue el destino siguiente para la pareja. Aquí les fue mejor, pero terminaron volviendo al Brasil a iniciar una vida nueva.

Desde su salida de la Argentina en 1838, Juana hizo de traductora, de maestra a domicilio y de directora de una es- cuela para niñas. También fue dueña, directora y redactora del periódico O Jornal das Senhoras, y escribió novelas donde la situación de la mujer es tema de denuncia y la historia, ciencia para instruir. Fue una asidua asistente en Montevideo a las reuniones que los exiliados. Frecuentó a Esteban Eche- verría, José Mármol, Juan María Gutiérrez, Bartolomé Mitre y José Rivera Indarte, entre otros, y con ellos promovieron la discusión sobre el rosismo. La Manso compuso letras para las obras musicales que creó su esposo, adhiriendo con él al romanticismo de la época.

Ese hombre

La despedida entre ellos debió ser traumática, o liberadora, según cómo se la mire. Río de Janeiro fue el último escenario que los vio juntos, pues Juana y Francisco se separaron para siempre luego de un corto e intenso matrimonio de cinco años. Las razones de esta ruptura son inhallables en los documentos. El padre de ella enfermo en la Argentina y él ansioso por regresar a Guimaraes, en Portugal, donde se había criado, quizás expliquen la separación. Es probable que mediara un pedido del músico de viajar a Europa, a su tierra de origen, y una negativa de ella de hacerlo, pero esto es una conjetura.

Francisco de Sá Noronha era un joven apuesto. Al menos así lo muestran los dibujos en edad madura. Era apenas un año menor que ella y al igual que Juana sufrió la ignominia del pú- blico y las duras críticas por parte de la prensa. Poco es lo que se conoce de él y lo poco que se sabe no lo deja bien parado.

La mayoría de las biografías sobre la Manso lo muestran como un fracasado musical, con apenas algunos éxitos, y señalan que engañó a Juana con una jovencita, dando a entender que ésa pudo ser la razón de la separación. También le enrostran haber abandonado a su mujer y a sus dos pequeñas hijas, Eulalia, nacida en Filadelfia y Erminia en La Habana. Habían sufrido la muerte antes de nacer de un tercer hijo.

Hay aspectos de la historia de Juana Manso no explorado aún. El hallazgo de estudios sobre Francisco en la Biblioteca Nacional de Portugal, en el Centro de Información e Investigación de Música Portuguesa y en el Conservatorio de Lisboa permite unir dos mundos, el americano y el europeo, y reconstruir detalles de su vida privada que hablan de una existencia de soledad y esfuerzo.

Los escritos sobre Francisco revelan que hacia 1850 ya estaban separados. La fecha es dos años antes de lo que las biografías de ella refieren. El testimonio de una breve escala en Londres, una vez alejado de Brasil, y en Leeds, al norte de Inglaterra, dan cuentas de que el músico abandonó América dispuesto a continuar con su carrera. Esto lo hizo en Portugal, donde se convirtió en un “eximio violinista”, compositor teatral y el más importante operista de mediados del siglo XIX. Teatros como el de San Carlos de Lisboa, el San Joao de Oporto y el Afonso Henriques, lo cuentan entre los músicos del momento. Entre 1854 y 1876 musicalizó obras teatrales y óperas. Sin embargo, fue considerado un compositor de carrera periférica, sin escuela, y al que la fatalidad lo persiguió a cada sitio donde se instaló.

Las investigaciones sobre el violinista no mencionan a la Manso ni al matrimonio que tuvo con ella. Juana ha sido igno- rada en estos trabajos sin importar la redacción de su oratorio “Cristóbal Colón” y de la zarzuela “Elvira o la Saboyarda”, mu- sicalizados por él. Tampoco la influencia que pudo ejercer so- bre ella en cuestiones musicales “el Paganini portugués”, como lo llamaron al músico en Brasil. Juana escribirá en una carta sobre Beethoven, “…Como yo, él era pobre; vivía en la soledad más absoluta del espíritu. Era sordo, y como yo, mal entrazado. Al querer dirigir una de sus ópera lo silbaron, como se reían de mí todas las mujeres de Buenos Aires”.

Al igual que Juana, que eligió el Brasil como su país adoptivo porque allí se casó con Norohna, supo del fallecimiento de

su padre en 1852 estando en el exilio. Francisco regresó a me- diados de los `70 para tentar suerte y allí lo alcanzó su propia muerte en Río de Janeiro el 23 de enero de 1881.

Juana capitalizó su separación y todo lo que aprendió en cada una de las ciudades por donde anduvo. No sólo desde lo personal emprendió una nueva vida sino que ésta tuvo como bandera de luchas a la mujer en lo privado y en lo público. La sojuzgación femenina, el racismo, la esclavitud, la educación popular y el rol de la iglesia en el atraso de la mujer fueron sus preocupaciones.

Sus mundos

“Mi estimado amigo Sr. Sarmiento: Recibí los folletos sobre la Guerra del Paraguay, y sólo estoy decepcionada de que no se hayan publicado con su propio nombre”. Así em- pezaba la carta que le envió Mary Mann en referencia a las “Revelaciones sobre la guerra del Paraguay” que escribió Sarmiento y que publicó anónimamente. Corría finales de octubre de 1866 y en este trabajo había condensado todos sus conocimientos sobre la guerra para darlos a conocer. Era ministro plenipotenciario y había preferido no estam- par su firma para evitar posibles malos entendidos tenien- do en cuenta su representatividad. Mrs. Mann terminaba sus líneas reclamándole, “No he oído nada de la señora Manso. Espero que su celo no haya destruido su discreción. Lo último que usted me dijo de ella era que algo que había dicho en público había levantado cierta oposición contra su persona”.

Sarmiento ya le había contado a su amiga norteamericana y a todos sus conocidos lo del incidente de Juana Manso y el insulto de “Dulcamara” pronunciado en la Argentina. No les había referido, sin embargo, que su amiga Juana hacía unos pocos días le había escrito dándole la triste noticia de la muerte de Dominguito, su hijo adoptivo. Con apenas 21 años, el joven había caído en la batalla de Curupaytí, a orillas del río Paraguay, en plena guerra de la Triple Alianza. El muchacho se había alistado en el ejército argentino el año anterior, pese a la oposición de su madre y las palabras de Sarmiento. Lo había hecho convencido de que morir por la patria bien lo valía.

El pulso de la Manso no sólo se mantuvo firme en esa oportunidad sino que también lo hizo cuando se trataba de mandar noticias sobre cualquier hecho o dato que se refiriera a la Argentina. Un día le escribía una carta con apuntes sobre la guerra y otro con información sobre política, educación y analfabetismo; o le enviaba noticias sobre los planes para su candidatura como presidente. Solía deslizarle algunos comentarios personales sobre sus tareas en la Capital y las afrentas que sufría a menudo.

Sarmiento y Juana Manso se conocieron gracias a Mármol. A pesar de que ya tenían conocimiento de la existencia del otro, por haberse leído mutuamente, fue el autor de Amalia quien los presentó. Vuelta Juana a Buenos Aires después de la caída de Rosas, e instalada allí definitivamente hacia 1853, el contacto con Sarmiento se hizo más estrecho hasta su muerte. El sanjuanino encontró en ella una interlocutora en temas de educación, y ella en él, el instrumento político y la inteligencia como para llevar adelante la transformación educativa que necesitaba la Argentina. Juana cosechó más de un insulto a raíz de su amigo, pero nada de esto la amilanó. Nunca más habrá de darse una pareja tan sólida como la de ellos en el país, convencidos de que con la educación los pueblos progresan y salen a la luz.

Sumido en una profunda depresión producto de la noticia sobre Dominguito, Sarmiento evocó a su amiga en el Diario que escribió durante su vuelta a Buenos Aires en 1868. “La Manso, a quien apenas conocí, fue el único hombre en tres o cuatro millones de habitantes en Chile y en Argentina que comprendiese mi obra de educación…¿Era una mujer?”

Pecadora de herejía

La llegada de las primeras maestras reclutadas por Mary Mann a Buenos Aires la tuvo a Juana como punto de con- tacto casi exclusivo. Sarmiento ya dirigía los destinos del país desde 1868, por lo que la tarea de ir a buscar a Mary Elizabeth Gorman, recayó en ella. Hablaba el inglés a la perfección, además de traducirlo. Una voz amiga en tierra extraña era la mejor que podía pasarle a una forastera.

Apenas descendió del barco, la anfitriona notó que la mu- chacha tenía aspecto agradable y una personalidad que denotaba buena cuna y mejor formación. Entre los requisitos para reclutar maestras para viajar a la Argentina, había estado el que fueran jóvenes, con experiencia docente y de probada moralidad.

Sarmiento dispuso que Miss Gorman, apenas arribada, emprendiera viaje rumbo a San Juan a fundar la primera escuela normal en esa provincia. Juana debía explicarle las tareas en Cuyo y la importancia que tenía ese viaje dentro del plan civilizador que se estaba ejecutando. El presidente ya había mandado los planos para la construcción del edificio, como así también un piano y semillas para el jardín y la huerta. A la recién llegada le tocaba llevar unos libros para la futura biblioteca e instrumentos para la enseñanza.

El contacto con unas familias norteamericanas residentes en Buenos Aires, del que la Manso fue artífice y testigo apenas llegó Mary Gorman, modificó los planes de ambas mujeres. Los compatriotas asustaron a la joven con historias de malones e indios y una distancia de quince días de viaje hasta llegar a San Juan. La norteamericana desistió de ese viaje y prefirió quedarse en Buenos Aires, debiendo interceder Juana ante un enfurecido Sarmiento para que la designara en una escuela primaria de la ciudad. La Manso le escribió unos meses después a su amiga Mary Mann sobre los avatares corridos por la joven maestra. Incluso le agregó los padecimientos que sufría producto de una sociedad cerrada y reacia al progreso. “Me dijeron (…), le escri- bió, primero, que no le pagaban por ser gringa; segundo, que esa gringa son los ojos de Juana Manso, esa mujer que para oprobio del país está en el Consejo de Instrucción Pública.”.

Efectivamente Juana Manso formaba parte de esa repartición. Sus antecedentes como directora de la primera Escuela Normal Mixta No 1 del país y su colaboración y posterior dirección de la revista Anales de Educación Común, creada por Sarmiento en 1858, le otorgaban sobrados méritos como para estar allí. También sus publicaciones en torno a la educación popular, gratuita, mixta y para todas las clases sociales. Era conocida por haber logrado que la escuela mixta que dirigía alcanzara un puesto de honor entre todas las escuelas del país, y por resistirse a sacar a los varones de esa institución. Su argumento había sido que niñas y niños juntos aprendían mejor, potenciándose en sus saberes. La Sociedad de Beneficencia había sido su mayor detractora, encolumnada en ella un grupo de mujeres de la burguesía porteña con poder económico y cierto predicamento. La mezcla de sexos les parecía inmoral, e inmoral la Manso que la aplicaba. Por esto Juana sufrió persecuciones y pedradas en la escuela, debiendo mudar el establecimiento. Incluso, en alguna oportunidad tuvo que pagar el alquiler de su propio bolsillo a raíz de que el gobierno se demo- ró en girarle los fondos. Anónimamente hicieron circular que estaba demente y una carta pública firmada por Enrique M. de Santa Olalla, un maestro español que ejercía funciones en el Departamento de Escuelas, llegó a sugerirle, “Créame, Da. Juanita, sería muy sensible para las personas que la estiman el ver un día en la Residencia –lugar para internar a los locos– a la ‘más preciosa joya’ de la Nación Argentina… Tome, señora, tome por Dios algunos calmantes…”.

Juana Manso era incómoda por donde se la mirase. Directa en sus mensajes y hasta agresiva en su manera de defen- der las ideas, había inaugurado una manera diferente de hablar y hasta novedosa. Decidida a romper con el viejo molde del protagonismo de algunas mujeres en tertulias y salones, había generado nuevos espacios de socialización, saliendo de la domesticidad. Mediante conferencias organizadas en teatros o salones de escuelas, un público más numeroso y variopinto podía escuchar sobre diferentes temas preparados con antici- pación. Ella se convertirá en especialista, sobre todo de educa- ción y en defensa de los derechos de las mujeres.

El acercamiento a la comunidad norteamericana y el distanciamiento que sufrió respecto de sus compatriotas, la su- mieron en una duda existencial sobre la religión católica, sus fieles y la iglesia como institución. También el recuerdo de su viaje a los Estados Unidos, sus iglesias y la correspondencia con la señora Mann. Juana se expresó al respecto en algunos de sus escritos, dejando sentencias críticas sobre la vida monacal, la Iglesia y los preceptos morales que ésta imponía. La Familia del Comendador, la primera novela histórica que publicó en la Argentina, fue un ejemplo de esto.

Coincidió también con que entre 1870 y hasta 1880, la curia católica se opuso a los maestros protestantes señalando que violaban la doctrina al no enseñar el catecismo. Este clima determinó que las iglesias protestantes existentes en Buenos Aires fueran un espacio de resistencia frente a la presencia monopólica de la Iglesia Católica. Muchos de los librepensadores, intelectuales, políticos y masones se reunían en ellas, no tanto por su doctrina religiosa sino más bien por su postura moral frente al catolicismo. El caso más claro fue el del propio Sarmiento, asiduo concurrente al templo metodista y co-fundador con el pastor de esa iglesia Juan F. Thomson de la Sociedad Protectora de Animales.

La mayoría de los pastores protestantes tenían fuertes la- zos con la masonería. Algunos de ellos eran maestres grado 33 y fundadores de logias. El marcado anticlericalismo amalga- maba a protestantes, liberales y masones. Esta unión tan significativa debió ser la que, probablemente, atrajo a Juana Manso. En los últimos años de su vida adoptó posturas ideológicas y religiosas significativas que le jugaron en contra en el momento de su muerte y fueron deteminantes. Entre 1868 y 1873, hizo gestiones para ingresar a la masonería y se unió al protestantismo metodista.

Las investigaciones y los documentos sobre esta etapa arrojan que a instancias de su viejo amigo Sarmiento, de la logia argentina Constancia y de la italo-argentina Unione Italiana, en 1868 preparó su iniciación para ingresar a la masonería. Juana era a su vez amiga de José Mármol y del gobernador de Santa Fe, Nicasio Oroño, ambos masones. Es probable que la postura de querer ingresar fuera vista por algunas corrientes de la masonería argentina como una posibilidad de integración en el marco de una estrategia de difusión del librepensamiento y que ella, como escritora y formadora de opinión, fuera útil de ser tenida en cuenta. El Supremo Consejo & Gran Oriente de la Argentina, de ese momento, después denegarían su ingreso.

Pero Juana fue mucho más allá. Sumida en un período de grandes cambios y significativas transformaciones, adhirió al protestantismo. Debió hacerlo por un interés más bien ideológico, cultural y moral que por uno religioso-doctrinal. No ingresó ritualmente a la iglesia metodista mediante el bautismo formal sino simplemente participando. Ella había sido bautizada por el rito católico el 30 de junio de 1816, cuatro días después de haber nacido.

Juana prestó su casa para que allí se celebrara el matrimonio de unos amigos metodistas, ya que el templo aún no se había terminado de construir, y fue una de los testigos de la boda. Además se relacionó con los pastores protestantes William D. Junor, Joshua Negrotto y el Rev. Henry G. Jackson, que giraron en torno a su mundo y personas de su confianza.

¡Qué vergüenza!

El sacerdote entró a la habitación de Juana Manso con la cruz en una mano y el óleo de los enfermos en la otra. La primera era para ser besada por el moribundo y el óleo, un aceite de olivas consagrado por el obispo, para ungir sus partes. Primero lo haría sobre los ojos cerrados, para luego seguir con sus orejas, la nariz, la boca, las manos y los pies. Así era el rito de la Extremae Untionis y venía a cumplirlo.

De pie, cercano a su cama, el religioso recitó con voz casi apagada y monocorde, “La Iglesia no abandona ni un solo momento al hombre, sino que lo acompaña siempre desde el primero hasta el postrer aliento. Después de venir en su ayuda con el bautismo, de fortalecerlo con la confirmación, de alimentarlo con el pan de los fuertes y de haberlo levantado, viéndole enfermo viene a su cabecera para traerle verdaderos consuelos, para confortarle con la eficacia de las plegarias y con la esperanza de la inmortalidad…”.

Las hijas de Juana, dolidas como estaban por el avanzado deterioro de su madre, no atinaron a interrumpir al sacerdote que decía su plegaria mecánicamente, sin sentimiento ni convicción. No se sabía quién lo había llamado y ninguno de los presentes en la sala se animaba a detenerlo. No entendían a qué se debía su presencia en la casa y quién podía haberle avisado del inminente final. Juana hacía tiempo había tomado distancia de la Iglesia Católica y ni siquiera viéndose enferma había recurrido a ella.

Frontal a pesar de su estado, directa y decidida como siempre lo había sido, la enferma entreabrió sus ojos y con una mirada le señaló al religioso, que había acabado con su oración, la Biblia que tenía sobre la mesa de luz. El párroco aprovechó el impulso de vida que mostró y de inmediato le indicó que debía confesarse. Le explicó que era obligación comulgar para que de ese modo la Santa Iglesia Católica la recibiera nuevamente en su seno y así pudiera alcanzar la salvación eterna.

Juana debió sacar de donde no tenía las últimas fuerzas que le quedaban en medio de su agonía para responderle. Tranquila ante el momento final y haciendo docencia como había hecho durante toda su vida, le habló al religioso en tono balbuceante pero lúcida. Le dijo que en la Biblia ella había hallado los principios en los que descansaba su inconmovible fe. Sin agregar más, le estaba aclarando que rechazaba el magisterio de la Iglesia.

Juana murió de hidropesía ese sábado 24 de abril de 1875, a los 56 años. A falta de un médico que diera el diagnóstico de su final, los pastores William D. Junor y Joshua Negrotto, certificaron el fallecimiento. El Rev. Henry G. Jackson firmó el registro de la ceremonia y también el de su posterior entierro. Sarmiento, sordo, achacoso y repleto de actividades como estaba, porque ese mismo año había sido nombrado director General de Escuelas de la Provincia de Buenos Aires y senador nacional por la provincia de San Juan, no dejó de preguntar ni un solo día por su estado ni de pasar cada tanto a conversar por su casa.

Las hijas de Juana buscaron en vano enterrarla en los ce- menterios de Buenos Aires, algunos de ellos abiertos proviso- riamente a raíz de la fiebre amarilla que había azotado desde principios de 1871 a la ciudad. Su madre no pertenecía a nin

guna familia patricia como para que la aceptaran en la Recoleta y el viejo Cementerio del Sur, que había abierto sus puertas con la epidemia estaba por ser clausurado. La mayoría de los camposantos abrazaban la fe católica y quienes no lo hacían se encontraban con problemas para ser aceptados en ellos. Juana tenía en su haber escritos en contra de la Iglesia Católica, su reconocido protestantismo, sus amigos masones y el intento de entrar a esta institución. La intolerancia religiosa de la época hizo que el destino de su cuerpo despertara inquietud.

Finalmente, el domingo 25 de abril, a las tres en punto de la tarde, un grupo numeroso de señoras y señores entraron por la calle principal del Cementerio Inglés escoltando los restos de la señora Juana Paula Manso. El tibio sol del otoño acompañó los discursos improvisados para la ocasión de Juana Manuela Gorriti, del doctor Jorge Faustino, su amigo masón; del pastor William Junor y de los señores Rayn y Fromont. Entre el público presente se habló del incidente con el sacerdote católico que le había querido imponer la confesión y la comunión, y de cómo la enferma le había respondido. También se comentó sobre ese grupo de damas que se habían acercado a su casa a informarle que si no volvía al seno católico, su cuerpo no encontraría reposo.

Sarmiento faltó a la cita al cementerio de la calle Victoria. Según se supo unos días después a través del diario La Prensa, en horas de la mañana de ese domingo, en el vapor Talita, rumbeó hacia Zárate a ver las obras.

El descanso de la mujer que se consideraba a sí misma nada, se vio interrumpido años después cuando la municipalidad le ofreció a la colectividad protestante un terreno en el cementerio de la Chacarita Nueva. Aquí, con secciones para los ingleses, los norteamericanos, los alemanes y otras religiones consideradas disidentes, sus restos fueron trasladados. En 1915 la llevaron al Panteón Social de los Maestros, en el área de la capilla del cementerio. Hoy llamado Panteón El Magisterio “Domingo Faustino Samiento”, Juana descansa con los suyos, tutelada por el nombre de su gran amigo y compañero de luchas.

Cada tanto resuena aquella gran pregunta que alguna vez Sarmiento le hiciera a Juana Manso, “¿Sabe usted de otra argentina que ahora o antes haya escrito, hablado o publicado, trabajado por una idea, compuesto versos, redactado un diario? (…) Entra usted pues en el camino de esas mujeres que hicieron una obra magnífica que otros siguieron o seguirán después…”.

TEXTO EXTRAÍDO DEL LIBRO HECHOS POLVO (Olmo Ediciones)

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