La llegada causó conmoción: Santana era primer supergrupo de rock que pisaba Buenos Aires. Las cámaras de televisión lo esperaban en Ezeiza, y el asombro aumentó cuando vieron el enorme avión con el logo del grupo en el fuselaje. Eso era algo más que notable, fuera de rango para esos tiempos y para un lugar como Buenos Aires que, muy lejos de la época de la globalización, estaba realmente en los confines más lejanos de la música rock internacional.
Santana había sido sensación en Woodstock en 1969, donde hizo una aparición impresionante sin haber editado un disco aún. Su primer álbum, “Santana”, salió a la venta un mes después de Woodstock y fue un éxito extraordinario tanto en ventas como en la crítica. Absolutamente diferente a todo, la música de Santana era (y es) inclasificable y única, mezcla furibunda de rock de alta calidad con ritmos afrolatinos, con una guitarra sublime y arreglos de percusión más notables que en cualquier otro grupo de la historia.
Carlos Santana (nacido en Jalisco, México, como Carlos Humberto Santana Aguilar), uno de los guitarristas más excelsos de todos los tiempos y líder del grupo, tenía sólo 26 años en su primera llegada a BsAs. Un año antes, en 1972, Carlos se había acercado a la banda de fusión Mahavishnu Orchestra y a su líder, el gran guitarrista John McLaughlin, quien consciente del interés de Santana en la meditación, le presentó a su gurú, Sri Chinmoy. Chinmoy lo aceptó como discípulo y le dio a Santana el nombre de “Devadip”, que significa “la lámpara, la luz y el ojo de Dios”. Por eso, en esa época Santana se presentaba como “Devadip Carlos Santana”. Ese cambio personal se produjo simultáneamente al musical, y entre la furia mezcla de rock y música latina de sus primeros años que se había manifestado en Woodstock y su nueva actitud mística, llegó a Buenos Aires en su pico de calidad.
En esos años (’72 -’73), en los que salieron a la luz discos que hicieron historia como “Dark side of the moon”, de Pink Floyd; “Space Odditty”, de David Bowie; “Machine Head”, de Deep Purple; “Yessongs”, de Yes; “Houses of the Holy”, de Led Zeppelin; “Artaud”, de Spinetta, y “Living in the Material” World, de George Harrison, entre otros, Santana editó “Caravanserai”, su cuarto álbum, en el cual comienzan a notarse influencias de jazz y del rock fusión en el que Santana empezaba a incursionar, con arreglos propios y de Mike Shrieve.
La banda llegó a Benos Aires la madrugada siguiente al día de la asunción de Juan D. Perón, que asumía el que sería su último mandato. Buenos Aires estaba caliente, ansiosa, festiva. Santana era una de las grandes figuras del rock mundial, y él y su banda eran los primeros monstruos del rock en llegar a estas tierras; un acontecimiento único por donde se lo mirase.
Santana había hecho una gira por Japón en julio y su llegada a Buenos Aires estaba incluida dentro de la primera gran gira por Sudamérica del grupo. Fueron tres los shows en Buenos Aires: el 14 de octubre en el Teatro Metro, el 15 en el Luna Park y el 16 en el viejo estadio de San Lorenzo, “El Gasómetro”, en el barrio de Boedo. Y los conciertos fueron increíbles.
El sistema de amplificación era descomunal, diferente a todo lo visto (y escuchado) por acá hasta entonces. Carlos Santana era y es un mago de la guitarra con un estilo único, sangre latina para el rock anglosajón. Pero lo que nadie esperaba era la calidad de los extarordinarios músicos que formaban el grupo. Entre ellos se destacaba claramente Michael (Mike) Shrieve, un prodigio musical e impresionante baterista que se unió a la banda con 19 años y llegó a Buenos Aires con 24 años recién cumplidos, a pesar de lo cual era el otro líder musical de la banda y su principal arreglador. Su solo de batería de siete minutos fue tan impresionante que el público sólo podía abrir los ojos sin poder creer lo que veía mientras la mandíbula caía perpleja ante uno de los mejores solos que se hayan visto en Buenos Aires, sólo comparable a los de Carl Palmer o Neil Peart, muchísimos años después. Doug Rauch, un bajista impresionante, tocaba su instrumento con un volumen algo superior al de una base habitual, y eso le daba al sonido del grupo una sonoridad que hacía dar la sensación de estar en el remolino de un tornado. Había dos tecladistas, uno mejor que el otro: Tom Coster, un desgarbado joven con pinta de estudiante de matemática, y Richard Kermode, un tipo alto de pelo largo y barba, cuyo aspecto era el estereotipo del rockero de la época. Estos dos tecladistas que se complementaban perfectamente (Kermode usaba el sintetizador y Coster el piano), sostenían las melodías maravillosamente. Había dos percusionistas: Armando Perazza, un magistral percusionista cubano, una gloria de las congas, timbales y bongós, y el gran José Chepito Areas, el hombre con el pelo más voluminoso que ha pisado estas tierras (su colega del bajo quizá fuera el segundo en el ranking), un nicaragüense que tocaba de pie una especie de batería de sonidos más agudos y cortos, con tambores pequeños, además de congas: otro monstruo. Y el cantante, Leon Thomas, contratado para la gira por japón, que se sumó a la sudamericana, que cumplía con el tono y la cadencia requerida para la extraordinaria música del grupo.
Los conciertos en el teatro (sorprendentemente, no estaba lleno) y en el Luna Park (casi lleno) fueron impresionantes. El concierto en el estadio, al que concurrieron algo más de diez mil personas, tuvo sus aristas, ya que el escenario se armó en el centro del campo, sin público alrededor. En un momento, Santana pidió que el público que estaba en las tribunas, alambrado mediante, pudieran ingresar y acercarse al escenario. A la policía no le gustó nada eso; pero Santana, que estaba en modo zen, había pedido antes del concierto “un minuto de meditación”, y había dicho que “cuando un músico toca para Dios, no hay límites” se salió con la suya.
Santana es un genio; ya lo era entonces, y sin embargo se colocó en un costado del escenario, no se ubicó como figura central; la música era la figura central. Un huracán en el Gasómetro, escuchar a Santana era como estar dentro de un mosntruo musical atronador que penetraba cualquier organismo viviente con al menos diez sonidos diferentes a la vez, todos a tempo, en armonía perfecta, con un ritmo que empujaba a mover cualquier parte del cuerpo y un volumen que arrancaba la cabeza. Rock latino, guajiras supersónicas, jazz rock, cha cha cha rock, temas conceptuales, solos extraordinarios, la guitarra de Santana sonando como si el cielo anunciara que está por abrirse y mostrar sus secretos.
La banda tocó quince temas (en realidad más, porque enlazaban temas entre sí y zapaban, iban y venían en una tormenta extásica de sonido que no había forma de detener), y los conciertos no tuvieron altibajos: todo el tiempo “arriba”, de principio a fin. Tocaron lo que tenían que tocar: hits como “Oye cómo va” y “Black magic woman” y temas nuevos como “Samba de sausalito” y “Going home”.
El público quedó en estado de asombro-perplejidad. Después de haber visto y escuchado a esa aplanadora musical que dejó a todos en una especie de éxtasis abrumador, reaccionó como pudo. La ovación fue una especie de alabanza, un tributo a un grupo que acababa de ofrecerles lo que recordarían para siempre como una de las mejores noches de sus vidas.
Si bien Santana volvería a Argentina en 1993 y en 2006, sus conciertos de 1973 fueron únicos e inolvidables, y se recuerdan como unos de los mejores de la historia de los supergrupos que han venido a Buenos Aires. Y eso que han venido casi todos, eh…
Yo estuve allí, con sólo 11 años. Y por supuesto fui uno de los miles que se pasó al campod de juego. Así vi a Carlos Santana que tocaba la viola como meditando, con un sonido que por momentos casi me hacía explotar literalmente. Recuerdo eso, el solod e batería de Mike Shrive que era un muchachito entonces y que sólo en los últimos años descubrí era el cerebro de gran parte de los temas de Santana o de los arreglos de aquella época. También recuerdo a un joven pelilargo con su novia hippie que se acercaron a pedirle un cigarrillo a mi hermana mayor, entonces de 16 años. Eran Edelmiro Molinari y su entonces esposa Gabriela!
q suerte q tuviste David, no sabes como te envidio sanamente pero envidiable q lo puedas decir
Primero tocó en la cancha de San Lorenzo, después en el cine teatro Metro y x último dos funciones en el Luna Park, no es cómo dice la nota.
yo fui al luna con solo 16 años y fue inolvidable