Galileo

   Su padre, Vincenzo Galilei, músico y comerciante, quería que su hijo fuera médico. Galileo se había inscripto en la Universidad de Pisa en 1581 para estudiar arte, pero aceptó la recomendación paterna y se matriculó en la escuela de medicina, pero enseguida se sintió atraído por las matemáticas y en 1583 se introduce en el mundo de los números, las fórmulas y los cálculos como discípulo de Otilio Ricci. Galileo estudia a Pitágoras, Arquímedes, Platón. En atención a su padre sigue con los estudios médicos, que termina abandonando algunos años después. Para entonces, las matemáticas ya se habían transformado en su verdadera pasión.

   Siendo todavía estudiante desarrolla teorías sobe el movimiento pendular, que luego derivarían en el inicio de lo que sería una nueva ciencia: la mecánica. Estudia la hidrostática de Arquímedes y construye teoremas matemáticos relacionados con fenómenos físicos, mientras se muestra contrario al sistema de enseñanza de los profesores de su tiempo.

     Descubre la curva cicloide (sobre el recorrido de los puntos de la circunferencia) en 1590 y escribe su primera obra sobre mecánica (“De Motu”) en 1591, que contiene ideas nuevas para la época y que expone además ideas de Aristóteles y Ptolomeo.

     En 1592 es nombrado en la cátedra de matemáticas de la Universidad de Padua, donde profundizó en las aplicaciones de la matemática sobre el campo de la física. Galileo termina cuestionando la concepción aristotélica (que propugnaba la observación natural de los fenómenos físicos pero sin fundamentarlos en fórmulas matemáticas); en cambio de eso, Galileo le otorga una “naturaleza matemática” a esos fenómenos, y esa idea terminaría afirmando el desarrollo una nueva ciencia: la mecánica.

     Uno de los principales objetos de estudio de Galileo fue la caída de los cuerpos. En relación a esto, Galileo enunció la ley de la caída de lo que él llamaba los “graves”, y desarrolló una fórmula matemática que constituía una posición radicalmente innovadora ante el problema de la gravedad, trazando así un nuevo camino para la ciencia. Galileo fue así el primero en teorizar sobre el principio de la gravedad (muchos años después, Isaac Newton daría forma matemática completa al fenómeno físico de la gravedad).

     Galileo fue un destacado inventor: construyó la báscula hidrostática, una bomba móvil de riego movida por caballos, un compás geométrico, un termómetro rudimentario (luego perfeccionado por Torricelli) y varios insrumentos de navegación.

     Pero sin duda el perfil de Galileo como astrónomo es su faceta más conocida. Galileo compaginó sus estudios de física y matemáticas con la astronomía; modificó el catalejo inventado por el holandés Hans Lippershey y construyó en 1609 el “anteojo” de Galileo, que no es más ni menos que el telescopio, y con él empezó a explorar el cielo. Su instrumento se fue perfeccionando y así logró descubrimientos sobre los planetas, el Sol y el posicionamiento de la Tierra en el espacio, todos hitos de la astronomía. Galileo vio por primera vez el relieve de la Luna, descubrió los cuatro satélites más grandes que giraban alrededor de Júpiter y confirmó la existencia de los anillos de Saturno.

   En 1610 Galileo fue designado profesor de matemáticas en la Universidad de Firenze, y allí continuó sus investigaciones astronómicas: detectó la rotación del Sol sobre su eje y las manchas en su supreficie y estudió la Vía Láctea.

     Ese mismo año, Galileo envió a través de la embajada toscana en Praga un peculiar mensaje a su amigo y colega Johannes Kepler, descubridor de las órbitas elípticas alrededor del Sol. El mensaje era un anagrama que constaba de 37 letras desordenadas con el cual Galileo quería expresar que había hecho un descubrimiento astronómico, pero no quería hacerlo en forma clara y explícita porque aún no podía confirmarlo. Kepler, experto en descifrar acertijos, descifró a su manera el mensaje y su deducción fue que Galileo había descubierto dos satélites de Marte. A fines de ese año Galileo publica “El mensajero de las estrellas”, y en 1613 publica “Historia y demostración de las manchas solares”.

     En 1615, Galileo envió una carta a su protectora, la duquesa María Cristina, esposa de Fernando I de Médici, en la que avalaba la teoría del astrónomo polaco Nicolás Copérnico que sostenía que la Tierra y los planetas giraban sobre sí mismos y todos ellos alrededor del Sol. Esa idea contradecía el principio por entonces inmutable que defendía la Iglesia Católica, que decía que la Tierra era el centro del universo. En 1616, Galileo Galilei ya había defendido en Roma la doctrina copernicana; en aquel momento, la Inquisición había considerado absurda esa idea y la cosa no había pasado a mayores. Pero Galileo siguió adelante con sus estudios y su convencimiento; pensaba que la Biblia no tenía por qué negar las demostraciones científicas (para él indiscutibles) sobre el orden del mundo. Ja. En 1620, el por entonces cardenal Maffeo Barberini se ofreció a ayudar a Galileo en sus investigaciones, a pesar de que la Inquisición ya mostraba recelo sobre sus teorías. Pero tres años después, el mismo Barberini fue nombrado papa (Urbano VIII) y la relación entre ellos comenzó a deteriorarse. Jaja.

     Hasta que Galileo finalmente publicó en 1632 su gran obra “Diálogos sobre los dos sistemas máximos del mundo: el ptolomeico y el copernicano”, y provocaría un shock en las autoridades eclesiásticas. Y cuando la Iglesia se conmueve, hay consecuencias, habitualmente malas para quien provoca ese revuelo; en este caso, Galileo.

     En su obra, Galileo expone ya en forma completa las ideas que sostenía desde hacía tiempo: desafiaba el concepto de Ptolomeo, que situaba a la Tierra como centro del universo, y afirmaba, en oposición al mismo, la validez del sistema copernicano (de Nicolás Copérnico), que sostenía que la Tierra y los planetas giraban alrededor del Sol, lo cual contradecía la creencia general de la época y era considerado contrario a los “orígenes bíblicos” del mundo. La publicación de “Diálogos…” fue la gota que derramó el vaso: la Inquisición lo acusó de hereje y lo sometió a juicio. Y adivinen qué: el mismísimo Urbano VIII (Barberini) presidió el tribunal eclesiástico que juzgó a Galileo. Con amigos así, quién necesita enemigos…

     El juicio a Galileo Galilei comenzó el 12 de abril de 1633. El Santo Oficio de Firenze (la oficina de la Inquisición, digamos) le notificó a Galileo que debía presentarse en Roma ante un “tribunal eclesiástico” ya que estaba acusado de “difundir ideas que negaban la verdad infalible” (que por entonces era ni más ni menos que la Tierra, y no el Sol, era el centro del universo).

     No existe evidencia de que Galileo sufriera tormentos durante el proceso. Pero la gravedad de la acusación, la presión insostenible del tribunal y el gran temor que generaba en Galileo la certeza de que recibiría una sentencia desfavorable (o sea, ser quemado en la hoguera, posiblemente) terminaron quebrando al sabio. Y así fue como el acoso a Galileo hizo que, delante del tribunal, tuviera que desdecirse y retractarse de sus propias ideas. El tribunal no lo condenó a muerte; en lugar de eso, lo condenó a una especie de prisión domiciliaria a perpetuidad. Galileo se retiró entonces a Arcetri, cerca de Firenze, y allí permaneció hasta 1638. Ese año Galileo fue autorizado a trasladarse a su casa de San Giorgio, cerca del mar. Allí permaneció hasta su muerte, rodeado de sus discípulos, investigando y trabajando en la astronomía y otras ciencias. Ese año Galileo pierde definitivamente la visión, aparentemente por una maculopatía provocada por sus continuas y asiduas observaciones del Sol. Finalmente, Galileo muere el 8 de enero de 1642.

     Una versión de la historia dice que, después de su “arrepentimiento”, Galileo murmuró una frase que perduraría a lo largo de los tiempos: “Eppur si muove!” (“¡Y sin embargo se mueve!”); refiriéndose a que la Tierra, pese a todo, gira alrededor del Sol.

     La Iglesia Católica le pidió perdón a Galileo dos veces. La primera fue en 1992 (se ve que se tomaron su tiempo para estar bien seguros), al admitir el error por haberlo juzgado. La segunda vez fue en el Jubileo del año 2000, cuando honró su memoria junto a las de Giordano Bruno y Nicolás Copérnico. Lo que se dice disculpas para la gilada, ya que obviamente ninguno de los tres estaba en condiciones de aceptar el desagravio: habían muerto varios siglos antes.

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