Esa noche de 1816, el año que no hubo invierno, ninguno de los presentes hubiese apostado ni una libra a que la obra de esa jovencita escapada del hogar paterno, estaba destinada a ser una de las novelas más celebres de la literatura universal. Hija de un notable pensador y anarquista (William Godwin) y una de las primeras feministas (Mary Wollstonecraft), Mary tuvo una existencia desagraciada que comienza con la muerte de su madre a poco de haber nacido. Le siguió una infancia fatídica, una madrastra que la despreciaba y un padre perseguido por sus deudas. Solo la presencia de un joven poeta de encumbrada posición trajo luz a sus días, que pronto perdieron el esplendor auspiciado. Desafiando los prejuicios de la época, huyeron de Inglaterra, dejando atrás a la joven esposa de Percy Shelley. Viajaron por Europa donde conoció un castillo que inspiro el nombre del médico y por extensión de la criatura que engendró; Frankenstein, la piedra de los francos. Quien debería haber sido el Prometeo de un nuevo mundo devino en un ángel caído convertido en demonio, el monstruo por antonomasia.
Le llevó a Mary dos años terminar esta historia que nace a orillas del lago de Ginebra, como un pasatiempo para pasar una velada arruinada por ese verano que no fue. Esa noche estaban presente dos de los escritores más famosos de habla inglesa y sin embargo, fue esta jovencita quien terminó convirtiéndose en un mito literario. Por años los críticos buscaron entrelineas las claves que pudiesen alumbrar la influencia del poeta, como si esta jovencita fuese un fraude de o careciese de las cualidades para inventar está historia de terror. Quizás por eso siguió escribiendo hasta el final de sus días, para mostrar de lo que ella era capaz. O quizás lo hacia para alejar su mente del morboso mundo que la rodeaba. De sus seis hijos, uno solo llegó a edad madura, su media hermana se suicidó, al igual que la esposa que Shelley había abandonado… como románticos, cada uno buscaba la felicidad en el amor aunque no medían la desdicha que esa búsqueda les podía acarrear.
La muerte del poeta la hubiese arrojado al abismo, pero Mary, hecha a las desgracias desde su propio nacimiento, encontró las fuerzas para sobrellevar esta pérdida imponiéndose la misión de velar por el prestigio de su conjugue y criar al único hijo que sobreviviría a esta pareja desgraciada. Se reconcilió con su padre, aunque la personalidad de este anarquista teórico quien, paradójicamente, recibía una pensión de la monarquía, era complicada. Pudo lograr una pensión del poderoso padre del poeta, aunque su única condición era impedir la memoria de su hijo. Mary editó la obra de su marido y la novela que todos, empecinadamente, querían atribuirle a Percy. Mary scribió sus libros (el más conocido, El último hombre, trata de un final apocalíptico de la humanidad), artículos, reseñas, poemas, críticas y prefacios para mantener a su hijo. Tuvo amores y pretendientes a los que rechazaba diciendo que ya había conocido a un genio que nadie podría igualar. John Howard Payne, Washington Irving, Edward Trelawny, Aubrey Beauclerk (tan anarquista como su padre), hasta Prosper Mérimée (el autor de Carmen) desfilaron por la vida de Mary, sin torcer su vocación original, el culto a su marido (aunque en el proceso encontrase cada vez más evidencias de sus infidelidades).
Hacia el final de sus días, cuando la herencia de su hijo les permitió vivir con cierto desahogo, aparecieron cartas amenazantes que pretendían desenterrar oscuros detalles de su vida y la de su marido. Hasta un supuesto hijo de Lord Byron (que había sido amante de su hermanastra) amenazó con escribir una biografía difamatoria de Percy Shelley.
Desde 1839 su salud de resintió, tenía constantes jaquecas, con parálisis periódicas y trastornos visuales que le impedían escribir. Se dice que murió de un tumor cerebral, pero no hubo autopsia y doce años de trastornos neurológicos parecen mucho tiempo para el desarrollo de una atipia del sistema nervioso; lo más probable es que haya padecido una esclerosis múltiple o alguna otra afección neurológica degenerativa.
Falleció el 1° de febrero de 1851 y cuando su hijo revisó el cajón de su escritorio encontró mechones del cabellos de los hijos que habían muerto y el corazón de su marido envuelto en el manuscrito de Adonaïs, una elegía que Shelley había compuesto a la muerte de John Keats.
“Él ha escapado de las sombras de la noche a donde la calumnia, la envidia, el odio y el dolor no lo pueden tocar ni volver a torturar. Ahora él es uno con la naturaleza”.