John Keats y Percy Bysshe Shelley: Dos corazones que fueron uno

“Mi corazón pena, y un sopor doloroso nubla mis sentidos, como si hubiera bebido la cicuta o vaciado hasta al fondo un opio lento hace un minuto, y hacia el Leteo yo me hundiera”

John Keats

John Keats falleció el 23 de febrero de 1821, destruido por la tuberculosis y un amor no correspondido. Fue enterrado en el cementerio protestante de Roma. Insistió en que su lápida no llevase nombre alguno, tan solo dijese así: “Aquí yace un hombre cuyo nombre fue escrito sobre agua”. Su tumba fue y será sitio de peregrinación para todos los amantes de sus melancólicos poemas.

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John Keats había estudiado Medicina. Sabía a lo que se enfrentaba cuando experimentó los síntomas de la enfermedad; tanto su madre como su hermano habían sido víctimas de la tisis. Siempre vio de cerca la muerte, tema reincidente en su obra. A Fanny Brawne, la mujer amada, le escribió: “Si he de morir, no dejo obra inmortal de la que mis amigos se ufanen en mi memoria, pero he sabido amar el principio de la belleza en todas las cosas y, si hubiese tenido tiempo, también me hubiese hecho recordar… Deseo creer en la inmortalidad. Deseo vivir contigo para siempre”. Sin embargo, esta mujer ‒a la que dedicó sus mejores versos‒ lo rechazó al verlo casi agónico por sus pulmones destruidos.

El frío de Londres y de Fanny lo perjudicaban, por lo que siguió el consejo de sus médicos y se trasladó a Italia, donde había sido invitado por su amigo Percy Bysshe Shelley. El cálido clima del Mediterráneo pareció mejorarlo pero, al año, su salud volvió a deteriorarse y murió el 23 de febrero de 1821. Tenía solo 25 años. Shelley asistió a las exequias organizadas por Joseph Severn, el pintor amigo del poeta, al que dedicó estas palabras: “Esta tumba contiene todo lo que era mortal de este joven poeta inglés quien, en su lecho de muerte, en la amargura de su corazón, en el poder malicioso de sus enemigos, deseó que estas palabras se grabaran en su lápida: Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito en el agua“.

Shelley también se sintió muy impresionado por la muerte de Keats, al que dedicó su poema Adonaïs. En la introducción decía: “Me haría enamorar de la muerte, pensar que podría ser enterrado en un lugar tan dulce”. No imaginaba, al escribir estas palabras, que dos años después sus deseos se cumplirían, pero no como él hubiese deseado.

La muerte de su amigo y de su hijo, desencadenaron en el espíritu de Shelley un estado de desesperación y desánimo, agravado con alucinaciones e ideas suicidas.

El 1 de julio de 1822, Shelley zarpó del puerto de Lerici en su nuevo barco Ariel, anteriormente llamado Don Juan… ¿sabría este que cambiarle el nombre a un barco atrae las desgracias? Lo cierto es que el romántico poeta iba rumbo al encuentro de Lord Byron. Se reunían porque estaban planeando editar una nueva revista, The Liberal.

Los poetas se encontraron en Livorno y, a pesar del magnífico proyecto, de la buena compañía de su amigo y de la tormenta que se avecinaba, Shelley estaba deseoso de retornar a Lerici. Fue la última vez que se lo vio con vida, conduciendo el Ariel al corazón de la tempestad, mientras releía los últimos versos de Keats.

Al conocerse la desaparición de la nave, inmediatamente, comenzó la búsqueda de sus tripulantes, gracias al ímpetu de un amigo de Shelley, el capitán Edward J. Trelawny. Diez días después de la tormenta, reportaron que tres cadáveres habían sido hallados en las playas toscanas. Trelawny se encargó de reconocer el de su amigo, que llevaba entre sus ropas un libro de Keats.

En la Italia de aquellos días, cada ciudad tenía leyes distintas y, por restricciones legales, resultó imposible transportar los cadáveres a Pisa, donde estaba Mary Shelley con su hijo, destrozada por el dolor. Ante la lejanía de la viuda, sus amigos (Byron, Hunt y Trelawney) decidieron que el cadáver de Shelley y los de sus dos acompañantes fuesen quemados en la playa, como antiguamente hacían los griegos. ¿Qué mejor homenaje? Sobre sus cuerpos derramaron vino, sal y aceite, y dejaron que el fuego los convirtiera en ceniza. La ceremonia tomó varias horas. Lord Byron se impacientó: “No se molesten en repetir esto conmigo. Dejen que me pudra donde caiga”. Antes de partir, le pidió a Trelawny que conservase el cráneo de su amigo como recuerdo, cosa que el capitán no hizo porque sabía que Byron había bebido de calotas y no deseaba que el cráneo de su idolatrado Shelley fuese profanado de tal forma.

Cuando finalmente el cuerpo comenzó a arder, según la descripción de los presentes, el pecho estalló y dejó ver el corazón del poeta. Extendiendo su mano sobre el fuego, Trelawny rescató lo que quedaba del escritor. En realidad, si un cadáver había estado enterrado en cal viva, lo más probable era que fuera el hígado ‒y no el corazón‒ la víscera que brotó tan mágicamente de sus entrañas. Lo mismo daba: algo había salido del interior de Shelley y sonaba más poético decir que era su corazón y no su hígado.

El capitán juntó las cenizas y se las entregó a Mary, con el corazón de su amado. Ella decidió enterrar sus restos junto a los de su hijo William, en el cementerio protestante (o “no católico”) de Roma, trámite del que también se encargó el fiel Trelawny. Como debía viajar, le dejó las cenizas al cónsul inglés en Roma, mister Freeborn, para que las tuviera hasta su regreso.

Sin embargo, el tiempo pasaba y el capitán no aparecía; probablemente, el cónsul se había sentido incómodo por tener guardadas las cenizas del ilustre poeta en el sótano de su casa y decidió finalizar el trámite por su cuenta. Como William Shelley estaba enterrado en una zona densamente poblada del cementerio, Freeborn decidió desenterrar al hijo del poeta para ubicarlo en un lugar menos concurrido y, junto a él, a su padre. Pero, en la parcela marcada, no estaba William: la tumba se hallaba vacía. Sin demora, allí mismo, el cónsul enterró solo a Shelley.

Cuando Trelawny arribó, semanas más tarde, se mostró disconforme con lo ocurrido, pero más aún con el sitio escogido para su amigo. Sin dilaciones, mandó cavar dos tumbas cerca de la Pirámide Cestia, donde sería, al decir de su fiel amigo, “un gran alimento para minúsculas criaturas”. Sobre una tumba, colocó una enigmática lápida sin inscripción alguna; en la otra, depositó las cenizas del poeta y, como epitafio, mandó escribir los versos de Shakespeare preferidos por Shelley, de la obra The tempest (Acto I, escena II):

Nothing of him that doth fade

buth dath suffer a sea-change

into something rich and strange

* * *

Nada de él se pierde

Pero el mar lo convierte

En algo rico y extraño

Finaliza la placa con un confuso cor cordium [corazón de corazones], que era justamente lo que le faltaba al poeta.

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El corazón de Shelley -o lo que queremos creer que era su corazón- fue conservado por Mary de por vida… A su muerte, encontraron el corazón de su amado entre sus libros y escritos. Con él fue enterrada Mary en el camposanto de la iglesia de Saint Peter en Bournemouth, Inglaterra, junto a toda su familia.

La tumba vacía del cementerio en Roma permaneció así por casi sesenta años. En 1880, fueron sepultadas allí las cenizas del fiel capitán Trelawny. Sobre su lápida, ahora se puede leer la frase que meditó durante ese tiempo:

These are two friends whose lives were undivided

So let the memory be, now they have glided

Under the grave, let not their bones be parted

For their two heart’s in life were single hearted.

* * *

Fueron estos dos amigos cuyas vidas se unieron

Que sea así con su memoria ya que ahora murieron

De esta tumba no permitan diáspora alguna

Porque en vida ambos corazones fueron uno

Shelley y Trelawny se habían conocido solo seis meses antes de la muerte del poeta.

Keats casa
 
 

Texto extraído del libro Trayectos Póstumos de Omar López Mato – Disponible en la tienda online de OLMO Ediciones.

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