Yo también leí a Gombrowicz

Pide que no le saquen más fotos.

—Basta ya de esa máquina infernal —dice—. Ahora seré yo el que haga una fotografía.

Y parado con las manos en los bolsillos, probablemente haciendo alguna pose, Witold Gombrowicz se dedica a mirar a cada uno de los amigos que fueron a despedirlo al puerto. Se concentra en las caras, en la de cada uno, como si quisiera congelar las expresiones en la memoria, o como si buscara sacar una máscara para ver en el fondo. Después los amigos se bajan del barco y escuchan desde lejos un grito, un mandato, sus últimas palabras en Argentina:

—¡Maten a Borges!

Veinticuatro años antes, el 22 de agosto de 1939, había llegado en el transatlántico Chrobry. Se suponía, iba a escribir un artículo panfletario sobre el viaje inaugural del barco. Después, se quedaría un par de semanas, daría unas conferencias, juntaría unos pesos y regresaría a Varsovia. Pero para esa fecha los nazis entraron a Polonia, estalló la guerra y Gombrowicz se quedó en Argentina.

Su estadía duró casi veinticuatro años. En ese tiempo escribió la mayor parte de su obra y reinventó sus libros anteriores. Al primero, Memorias del tiempo de la inmadurez, publicado en 1933, le cambió el nombre por Bacacay, queera la calle en la que vivía en Flores: le parecía un nombre fantástico. Decidió traducir el segundo, Ferdydurke, con un grupo de jóvenes entusiastas. La experiencia en las mesas del café Rex se recuerda como uno de los episodios más extraños y divertidos de la literatura local.

Gombrowicz apenas hablaba castellano y el comité de traducción (presidido por el poeta cubano Virgilio Piñera, con alguna ayuda de Ernesto Sabato y los mozos del bar, entre muchos otros) desconocía el idioma polaco. El resultado fue una versión nueva de la novela, distinta a la original, sobre todo en su manejo del lenguaje, que si en su versión europea incluía muchos neologismos, en Buenos Aires se convirtió en algo mucho más disruptivo. No sólo porque traducir términos inventados (del polaco al francés, del francés al español, y de nuevo el camino inverso) era todo un desafío, sino porque a Gombrowicz le gustaba colocar palabras que no tenían nada que ver con su significado, pero que fonéticamente sonaban maravillosas a su criterio, y que encajaban perfectamente con su mayor precepto: romper las formas.

¿Quién fue Gombrowicz? Un conde fake, un viejo joven, un escritor desconocido, un aristócrata que se juntaba con la plebe, un antiperonista que tenía sexo con peronistas, un pobre tipo que dormía en pensiones mugrientas y se iba de vacaciones con bastante frecuencia (Tandil, Mar del Plata, Santiago del Estero, Goya, Salsipuedes, Montevideo, Piriápolis), alguien que fue acusado de comunista por los conservadores y de reaccionario por los progresistas.

El exilio inventado

En Argentina Gombrowicz encontró el exilio. Lo encontró porque lo buscaba, calladito, sin exteriorizarlo. Fue algo que negó públicamente de una manera sistemática casi hasta el final de su vida, con algunos cambios mínimos en la cronología.

Cuando le preguntaban cómo había terminado varado en Argentina, la respuesta de Gombrowicz aludía a la invasión de los alemanes, al cierre de las fronteras, a la proscripción de su obra durante el comunismo. Había sido simple: se desató la guerra y decidió no subirse al barco que lo llevaría otra vez a Europa. Aunque la verdad es que la guerra empezó unos días después de que el barco zarpara.

¿Por qué entonces Gombrowicz decidió quedarse? ¿Por qué ocultó o distorsionó ese detalle durante tantos años? Probablemente porque lo necesitaba, porque irse era algo fundamental. Algo que iba más allá de un capricho, de una aventura, de una provocación (tres cosas probables y no excluyentes). Algo que tenía que ver con un factor existencial: en Polonia estaba demasiado cómodo, tenía un nombre, una posición social, una familia, amigos, dinero suficiente, conocimiento pleno de la lengua. A veces, el deseo del ser humano tiene algunos recovecos un poco oscuros, inexplicables desde la racionalidad, y eso hace que los sujetos actúen de maneras que no siempre son afines a su discurso y a lo que quieren. En términos de psicoanálisis lacaniano, podríamos decir que Gombrowicz encontró un goce en esta experiencia.

Gombrowicz se fue, se escapó de los mandatos y vino a exiliarse (¿de manera consciente, inconsciente?) a la Argentina, donde terminó de construirse a sí mismo como personaje. Personaje en un doble sentido. Primero, como alguien que a través de su estilo y de sus formas generaba una reacción inmediata en sus interlocutores (generalmente de rechazo, pero nunca de indiferencia). Segundo, como personaje dentro de sus propias novelas, que lo tenían como protagonista.

Una contradicción andante

En Argentina Gombrowicz ahondó en sus preocupaciones más fuertes: el problema de la forma, la juventud, la inmadurez como algo positivo. En la calle, en los bares, en “baños públicos” de Retiro, el puerto o la Costanera, encontró el potencial enorme de lo informe y de lo inacabado, la belleza en la inferioridad. Nunca dejó de pelearse con el establishment literario.

Exiliado de su patria, de su idioma y de su situación social, su lugar fue siempre el de la marginalidad, y desde esta posición de outsider desparramó su irreverencia. Se burló de Victoria Ocampo, satirizó a Borges en una de sus novelas: cada vez que pudo, confrontó con el grupo Sur. Criticó los mecanismos de los mundillos artísticos y literarios, aunque después los citara para que otros pudieran pedir referencias sobre él. Le gustaba decir que mientras ellos se deslumbraban con las luces de París, él buceaba en la oscuridad de Retiro. Y probablemente en esa línea se pueda encontrar su búsqueda más insistente: dejar al descubierto, desenmascarar las formas que nos atan, luchar por la autenticidad del hombre. Aunque de manera absolutamente contradictoria.

El desubicado de Witold (en sentido territorial y de conducta) habló siempre en contra de Polonia y de los polacos. Atacó toda concepción que se acercara al nacionalismo, porque para él ser polaco era otra cosa: aceptar cierta inferioridad histórica, constitutiva, y hacer algo con todo eso. Habló en contra de Argentina y los argentinos, y cuando se fue, en 1963, no hizo más que pregonar su retorno y la añoranza hacia este país más rico en vacas que en cultura. Pero nunca se animó a volver. Habló en contra de Francia y de los franceses, y se propuso convertirse en enemigo de todos ellos para poder sobrevivir cuando se instaló cerca de París en 1964, pero siempre supo que sin ese mercado y esa crítica su obra y su nombre nunca iban a trascender.

La contradicción, en Gombrowicz, es un elemento indispensable. De supervivencia, de estilo, de formas. La contradicción como un manifiesto estético, político, ideológico, que resultó demasiado inoportuno para un tiempo y una sociedad donde lo políticamente correcto prevalecía como código de conducta.

La construcción de un clásico

Es curioso: Gombrowicz escribía para los jóvenes, para la posteridad. Si hoy salimos a la calle y empezamos a preguntarle a los transeúntes si saben quién fue Witold Gombrowicz (ni siquiera si lo leyeron, sino si oyeron hablar de él), el porcentaje de NS/NC va a resultar apabullante. ¿Quiénes tienen noticias de su existencia, quiénes lo leyeron alguna vez? Intelectuales, escritores, críticos, dramaturgos, algunos investigadores académicos, y pocos más.

En Polonia es un autor que hoy se lee en la escuela secundaria, pero que estuvo prohibido hasta la década del ochenta (aunque cada tanto se pusieran en escena algunas obras suyas en el teatro, o saliera algún texto publicado). Sus libros aparecían primero en Francia y después en otras partes, siempre tarde en Argentina. En nuestro país el renombre empezó a llegar progresivamente cuando Ricardo Piglia y Germán García comenzaron a instalarlo como parte del panteón literario local, una operación que arranca de adelante hacia atrás y que de a poco va dando algunos resultados.

Para los cien años de su nacimiento (el “Año Gombrowicz”, como se lo llamó) Seix Barral reeditó algunos de sus libros, que estuvieron circulando un tiempo por Argentina. De eso hace ya una década, que dejó como resultado el cartelito de “Agotado” en las librerías y unos pocos ejemplares dando vueltas por Mercado Libre.

La novedad editorial de 2014 es que Witold volverá al papel. A fines de julio, Rita Gombrowicz, su viuda y albaceas, hizo las gestiones correspondientes para que su agencia en Londres, Wylie, se pusiera en contacto con El Cuenco de Plata y se hiciera una reedición de Ferdydurke que toma como base la traducción de mesa de café de la década del 40, distinta a las versiones que corrieron últimamente. El libro no va a traer el prólogo de Sabato que lo acompañó tanto tiempo, sino uno de Virgilio Piñera, y una contratapa de Germán García, probablemente el escritor argentino en el que más se nota su influencia.

Hay una chance importante de que la obra completa aparezca por fin en Argentina, pero para eso habrá que esperar todavía un poco más. Mientras tanto, es indiscutible que desde 2013 se comenzaron a mover algunas corrientes subterráneas que terminaron por sacar a la superficie todo un micro mundo de witoldómanos, ferdydurkistas, gombrowiczianos. Así quedó evidenciado con “Momentos singulares”, la muestra de Miguel Grinberg en la Biblioteca Nacional, con “Historia” (la adaptación de dos obras teatrales a cargo de Adrián Blanco) y la organización del Primer Congreso Internacional Witold Gombrowicz, entre otras actividades.

Kronos, el diario ¿íntimo?

Desde 1953 y hasta su muerte, en 1969, Gombrowicz escribió, por encargo, un diario que salía publicado en la revista polaca Kultura. Allí hablaba de su cotidianeidad, se despachaba contra la crítica literaria, mencionaba a escritores y viajes, etcétera. Es una pequeña gran obra maestra de más de 800 páginas bastante conocida en el circuito.

Lo que se ignoraba hasta el año pasado es que en paralelo Witold escribía otro diario, en apariencia más íntimo, que todavía no está traducido del polaco. Su viuda lo mantuvo en secreto durante más de cuatro décadas, dudando sobre qué hacer con esas hojas amarillentas en las que su marido había dejado constancia sobre acontecimientos políticos, visitas al hospital para que le aplicaran inyecciones para su sífilis, nombres de las personas con las que se acostaba, marineros, artistas, putas, extranjeros, niños, amigos, empleadas domésticas y más.

El libro es verdaderamente un hallazgo para los que lo estudian y, sin lugar a dudas, una pieza absolutamente obscena, incómoda, desubicada. Como lo era él, que sigue provocando a sus lectores, amantes y detractores casi medio siglo después de haberse muerto.

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