Vuelta de Obligado: El día que los argentinos morimos de pie

“Otra victoria como esta, y me quedo sin ejército” Pirro * Lucio Mansilla: “Ché gringo ¿que tiran por la cubierta de aquel barco?”
Aliverti: “Son cadáveres mi General” Hoy es un lugar verde, césped verde bien cuidado, árboles verdes, un monumento conmemorando algo que ocurrió hace ciento sesenta y siete años. Las aguas del río, que nunca son las mismas, corren mansamente. En ese mismo lugar el olor a pólvora penetraba por la nariz y producía picazón en la garganta de los hombres. Mucho, mucho tiempo hace de todo eso. Se oían gritos, insultos y maldiciones en tres idiomas. Tres banderas distintas flameaban en uno de los ríos que se cuenta entre los más grandes del mundo. Soldados de uniformes colorados, que defendían una bandera azul y blanca maldecían desde la costa a otros que les contestaban en lenguas extrañas desde la cubiertas de unos barcos. Las explosiones se escuchaban en quilómetros a la redonda… Corría el año de 1.845, Argentina carecía de una autoridad nacional legalmente constituida. En virtud de los hechos, el poder era ejercido por el Gobernador de Buenos Aires, el Brigadier General don Juan Manuel de Rosas. El resto de las provincias le habían entregado el encargo de las relaciones exteriores y la suma del poder público. Se había decretado la prohibición de la libre navegación de nuestros ríos interiores a las potencias extranjeras. El Paraná, por su magnitud, caudal (permitía la navegación de barcos de gran calado) y el hecho de que a través de él se pudiese acceder al Paraguay y a zonas del Brasil, que hasta el momento eran prácticamente inaccesibles, aparecía como un objetivo primordial y de suma importancia para las potencias comerciales de la época: Francia e Inglaterra. Las relaciones de nuestra joven república sudamericana con dichas potencias no pasaban por su mejor momento; comenzaron a presionar para que se les permitiera remontar el Paraná aguas arriba con el objeto de comerciar con Corrientes, el Paraguay e incluso con zonas de Brasil. Don Juan Manuel, mientras tanto, se mantenía en sus trece. De tal manera, previendo un inminente ataque, encomendó a su cuñado, el General Lucio Norberto Mansilla el mando de las tropas nacionales, ante un eventual enfrentamiento con dichas potencias. Existe un lugar en la actual localidad de Obligado, en el Partido de San Pedro, en el norte de la provincia de Buenos Aires, donde el río se angosta y forma una especie de recodo. En aquel tiempo se lo conocía como “Angostura del Quebracho”. Dicho lugar, ya en tiempos de la Primera Junta, había sido tenido en cuenta por Vieytes como el apropiado para fortificar la margen derecha del Paraná (en las costas de Buenos Aires) con el objeto de prevenir un eventual desembarco de tropas realistas de la corona española. Ese lugar, juzgó el General Mansilla como apropiado para ser fortificado y aguardar un posible ataque y desembarco de una flota hostil. A todo esto, las principales potencias mundiales (“la Francia y la Inglaterra” como se les decía en aquel tiempo), en conjunto deciden enviar una expedición punitiva con el objeto de forzar la libre navegación del río Paraná. Acicateadas e incentivadas por el advenimiento del buque a vapor que permitía remontar aguas arriba los ríos de una manera más ágil y rápida, deciden llevar la cuestión a la vía de los hechos. Era el General Mansilla un hombre fogueado en nuestras guerras de independencia, unitario por convencimiento, había frecuentado la amistad de Bernardino Rivadavia, sin embargo, cuñado de Rosas, pues estaba casado con doña Agustina Rosas, a quien se reputaba por esos tiempos, la dama más hermosa de la sociedad porteña, decide apoyar al gobierno federal y hacerse cargo de la defensa. Padre de quien fuera luego un excelente escritor, el General Lucio V. Mansilla, autor del célebre libro de apuntes “Una excursión a los indios ranqueles”. En oportunidad de ser consultado en la Legislatura de Buenos Aires acerca de la posibilidad de un enfrentamiento con una flota anglo-francesa, respondió con su habitual carácter burlón: “¿Qué nos han de hacer esos gringos que ni siquiera son capaces de galopar una noche entera?” Mansilla decide, con buen tino, construir parapetos y fortificaciones en la margen derecha del Paraná, frente a la Angostura del Quebracho. Un italiano establecido en Buenos Aires de apellido Aliverti es encargado por Mansilla de establecer las defensas. Se construyen especies de casamatas de adobes de barro, muy anchas y se las fortifica con cañoncitos de calibre diez, doce y solamente uno del veinte, la mayoría de ellos de bronce. Se atraviesa el río, en todo su ancho con tres gruesas cadenas unidas a pontones artillados y llenos de proyectiles. Se desecha la propuesta del mismísimo Brigadier Rosas de hundir tres barcos grandes llenos de piedras en el lugar para impedir el paso de la flota. En ese punto el Paraná tiene aproximadamente setecientos metros de ancho. Cuatro baterías artilladas, las cuales en conjunto contaban con treinta cañones, establecidas sobre la margen derecha del río, constituían la defensa con la cual las tropas nacionales enfrentarían a la expedición agresora. La primera batería llevaba el nombre de “Restaurador Rosas” y estaba al mando de Álvaro Alzogaray. La segunda se denominaba “General Brown” y se hallaba al mando del Teniente de Marina Eduardo Brown, hijo del célebre marino irlandés. La tercera era la “General Mansilla” comandada por el Teniente de Artillería don Felipe Palacios. Y a la cuarta se la llamó “Manuelita” y la mandaba el Coronel Juan Bautista Thorne, un norteamericano aventurero que había luchado contra Garibaldi en Entre Ríos, que luego, por esas cosas de la política sería injustamente degradado, y andaría hasta la India como Capitán de un buque mercante. Ese hombre singular pasaría a la posteridad por su valentía personal, en la acción que nos ocupa. Pero avancemos de a poco. La poderosa flota de las dos naciones enemigas, navega aguas arriba y consta de noventa buques mercantes, apoyados por once buques de guerra, casi todos blindados e impulsados por motores a vapor y velas. Artillados, fuertemente artillados con cañones de última generación, de calibre muy superior a los utilizados por los argentinos, forjados en hierro, granadas “Shrapnels” de acción retardada y cohetes a la “Congreve”. Era el cohete a la Congreve un proyectil diseñado en sus comienzos en la India y adaptado por los ingleses, cuyo objetivo era principalmente la caballería pues estaba comprobado que asustaban mucho a los caballos. La flota invasora disponía de aproximadamente 418 cañones de última generación, gran calibre y alcance, de rápida recarga y de hierro, contra los sesenta cañoncitos anticuados y de bronce con que contaban nuestros defensores. Nuestra rudimentaria flota contaba con seis buques mercantes adaptados al combate y artillados y un solo buque de guerra propiamente dicho: el “Republicano”, al mando del ciudadano irlandés Tomás Craig, cuya misión era vigilar las cadenas tendidas a lo ancho del río. Embarcados en la flota enemiga venían 880 soldados. En cuanto a nuestra tropa, se componía principalmente de gauchos de caballería al mando del Coronel don Ramón Rodríguez, milicia de la zona e insólitamente, y aunque parezca mentira, algunos voluntarios nacidos ¡en las islas británicas! Al amanecer es avistada la flota agresora, y Mansilla arenga a las tropas y ordena cantar el Himno Nacional, al grito de ¡Viva la Patria! Se abre fuego desde las baterías destacadas en lo alto de una barranca, y comienza la batalla. Durante casi cuatro horas la suerte de la acción es incierta. La nave capitana francesa soporta once disparos sobre su palo mayor, sufriendo la muerte de 28 hombres en pocos minutos. Los poderosos cañones anglofranceses corrigen su puntería y hacen estragos en la tropa nacional luego de un comienzo poco auspicioso. Los argentinos por su parte, dejan fuera de combate a los bergantines Dolphin y Pandour y consiguen silenciar un poderoso cañón de 80 de los invasores. En un momento, Mansilla, mirando con su catalejo, observa que de un buque inglés sueltan bultos que caen al agua. Le pregunta a Aliverti, “Ché gringo, ¿qué son esos bultos que arrojan de aquel barco?”, a lo que Aliverti le responde gritando: “Son corpos (cuerpos) mi General”. Es cortada la cadena del ancla de la nave capitana inglesa y se aleja derivando y retrocediendo aguas abajo. Los invasores al mando del Comandante Sullivan intentan un desembarco para fortalecer una cabecera de playa. El General Mansilla en persona encabeza la carga a la bayoneta que los ataca y es derribado de su caballo por un cohete a la Congreve que estalla muy cerca y le rompe tres costillas, produciéndole vómitos. Sin embargo, continúa Mansilla combatiendo hasta antes de perder el conocimiento. Al norteamericano Thorne, luego de disparar con su batería hasta el cansancio, le estalla muy cerca una granada y lo deja sordo. Pasaría a la posteridad, conocido como “El sordo de Obligado” Nuestro único buque de guerra propiamente dicho, el “Republicano” es volado por su mismo capitán (el irlandés Craig), ante la imposibilidad de defenderlo. Las escenas de valor personal se suceden en ambos bandos. Algunos cronistas aseguran que nuestros gauchos cuando algún buque se aproximaba a la costa, le enlazaban los cañones y los arrojaban a las aguas… Finalmente, nuestras baterías ante la falta de municiones van silenciándose y el enemigo consigue cortar a martillazos las cadenas que cruzaban el río, y la flota agresora se interna aguas arriba… Sin embargo, el asedio continuó y hubo otras escaramuzas. Los ingleses y franceses, hostigados desde la costa río arriba, diezmados por el escorbuto y la imposibilidad de establecerse con cierta seguridad en lugar alguno, emprenden el regreso convencidos de la imposibilidad de navegar nuestros ríos interiores. Se suma a ello la falta de efectivo en Corrientes y Paraguay, lo cual conspira seriamente contra la ambición de comerciar que los había conducido a la campaña naval. De a poco las cosas fueron suavizándose con Francia e Inglaterra, los ingleses, más prácticos, firmaron un tratado (1849 Arana- Southern) en el cual reconocían la soberanía argentina sobre los ríos interiores. Por su parte, a los franceses les costó un poco más digerir el mal trago. Recién un año después harían lo mismo (1.850 Arana- Lepredour). Lord Palmerston, el Primer Ministro inglés afirmaría en el Parlamento: “Debemos aceptar la paz que quiere Rosas, por que seguir la guerra es un mal negocio”. Un último gusto se daría don Juan Manuel: impuso como clausula en los tratados que nuestra bandera (por aquellos tiempos era azul y blanca) debería ser desagraviada con una salva de veintiún cañonazos por la escuadra inglesa anclada en el Río de la Plata, frente a las costas de Buenos Aires, cosa que efectivamente se realizó. Al cabo de algunos años, la tiranía rosista caería a manos de Urquiza, y don Juan Manuel terminaría sus días exilado, como granjero en Inglaterra, y frecuentaría la amistad de Lord Palmerston, el cual lo invitaría a ir de cacería juntos en varias ocasiones. Pero esa es otra historia.

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